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4 de julio del 2003 |
Carlos Tobal
Al día siguiente, por su foto en el diario, supe que la chica era importante. Pensándolo bien, las cosas no pudieron haber sido como cuenta la noticia: ese enfrentamiento no existió.
Yo la encontré en Las Violetas, una confitería antigua de Rivadavia y Medrano. Ella hablaba armoniosamente. Parecía convencida de que todo eso era cierto y fundamental. No le temblaba el pulso. Entre el humo y las voces, floté en la música de sus palabras, una forma acariciante, provinciana, de mover los labios modulando algunas vocales. La ceniza del cigarrillo crecía entre sus dedos, sin caer. Sobre la mesa ella dejó el dinero de su café. Le miré el cuello, la piel brillosa, el nacimiento hospitalario de los pechos. Dijo: -¿Me estás escuchando? -Sí. Enseguida aclaró: -El compañero que era tu enlace no llegará, lo cazaron. Al final, decidí asumir el riesgo y venir directamente. Te hago este contacto horizontal por la urgencia: tenés que avisarles para que levanten todo. Aspiró el humo, quise interrumpirla, me hizo callar con un gesto. Siguió: -Reconociste la contraseña, claro. Hiciste bien -sonrió levemente- en tiempos como estos hay que evitar las formalidades. La cara se le oscureció, hizo gesto de recordar un dolor, se acomodó el pelo, luego dijo: -Ya sabés... tienen veinticuatro horas para borrarse. Chau. Me dio un beso acá, casi en la boca, un poco mojado, los cachetes muy tibios. Aplastó el cigarrillo contra el piso, se arregló la ropa y se fue. Salió por la puerta de la Avenida Medrano. En la calle se encontró con esos tipos. Al principio, la abordaron amigablemente. Un automóvil frenó de golpe. La levantaron de los brazos, ella agitaba las piernas, la volcaron boca abajo. Le vi la cara en un grito enmudecido fijada detrás del ventanal. La mantenían entre dos, le sostuvieron los pies y la tiraron dentro del coche, en el piso, de la parte de atrás. Subieron todos. El auto arrancó detrás de un chirrido. Un zapato quedó en la vereda. No vi más. Me asusté, la confitería era grande, altos techos abovedados, arañas de cristal. La atravesé y salí por la puerta de la Avenida Rivadavia, confundiéndome en el gentío. Sin saber qué hacer, deambulé por distintas calles, aparecí en la plazoleta diminuta de Pelufo y Lezica: estaba fuera del tiempo, como en un rincón de Toledo, solo y silencioso. No tuve espacio para explicarle que me había sentado a su mesa únicamente para conocerla, invitarla a una copa, regalarle una flor. Apenas entré al salón, me pegó -insistente- la mirada; luego, en la charla, no me despreció. Además, me habría echado o no me hubiera creído, como seguramente no me creerán esos hombrecitos de verde que, encorvados y veloces, se despliegan a todo lo largo de la calle que veo desde mi balcón en el décimo piso. |
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