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1 de julio del 2003 |
Sergio Ramírez
En sus novelas que atañen a la vida contemporánea de México, desde La muerte de Arturo Cruz a Años con Laura Díaz, Carlos Fuentes ha extendido siempre un friso de múltiples paisajes donde conviven batallas e intrigas, todo el devenir multitudinario de la historia, para colocar en esa gran pared pública a sus propios personajes de invención, pero sin alterar de ninguna manera el escenario real, que sigue siendo confiable aún para los historiadores más recatados. Como en una carga cerrada, los estallidos de la historia de México en el siglo XX son continuos, y es que quizás no haya en América Latina otra historia de tantos sucesos encadenados en resplandores y oscuridades, heroísmos y villanías. Es decir, no hay otro mural tan nutrido de hazañas y mezquindades.
Colocándose sobre los hombros la cabeza bifronte de Jano, que puede mirar hacia atrás, donde el pasado revela en la bruma distante la ponzoña de sus lecciones, o que puede mirar hacia delante y descubrir lo que el pasado no ha sido capaz de enseñarnos, y por eso nos equivocamos tanto, Fuentes puede recorrer con su mirada doble la historia de México, y ver hacia atrás las causas, y hacia delante las consecuencias, causa y efecto, prueba y error. Y viendo hacia delante es que abre con La silla del águila, su novela más reciente, un nuevo procedimiento en su escritura. México del futuro inmediato, el futuro de 2020, que será ya pronto, tan pronto como le llegó a George Orwell su 1984, que ya pasó hace tiempo. Pocas novedades escénicas para quienes quisieran una novela futurista como las de Philip K. Dick. Solamente el Palacio de Chapultepec ha sido convertido en un palacio del rock. Y, malas noticias. Condoleezza Rice será entonces presidenta de los Estados Unidos, y Fidel Castro, siempre en el poder, tendrá ánimos y juventud suficiente para inaugurar un parque temático en Sierra Maestra. La silla del águila es una novela política en todo el sentido que este polémico calificativo tiene, porque trata sobre la vida pública mexicana tomada en sus elementos reales, y los personajes de futuro han sido elaborados conforme los modelos que nos son contemporáneos. Fuentes nos dice, en primer lugar, desde el andamio en lo alto de la pared, que el futuro no corrige la historia con grandes manchones blancos, para borrarlo todo de manera instantánea, y que las utopías de la rectitud moral en la conducta política tampoco ocurren de la noche a la mañana. El sistema político creado en el siglo XX por el PRI, es un gran dinosaurio mecánico como los de la película Parque Jurásico, y tiene suficiente energía para seguir andando con pasos torpes, pero calculados, que dejan huella. De esta manera, el presente transportado a 2020 no es más que un ayer trastocado en futuro instantáneo, como la proyección de una linterna mágica averiada. Pero sobre todo, La silla del águila es una gran comedia. No se puede representar otra cosa si los personajes son comediantes consumados, los que se han sentado alguna vez en la silla del águila y ya lejos de ella viven de la nostalgia de sus propios recuerdos malignos de poder, sin abandonar sus costumbres de conspiradores, y todos los que han bailado alrededor de la silla totémica arropados en el peplo del cinismo, que es la mejor vestidura para protegerse de los puñales escondidos detrás de las bambalinas. Fuentes, desde una sabiduría literaria que también es política, cuenta las nutridas aventuras que ocurren en la novela con una gran carcajada, mientras sus dedos de hábil titiritero van tejiendo las glorias y ruindades de la vistosa trupé de ambiciosos de oficio, que discurren frente al gran friso teñido con los colores de una épica bastarda. Y en la comedia no sobran las identidades secretas, como en los mejores folletines, ni las intrigas pervertidas, ni el prisionero de la máscara de nopal encerrado en las mazmorras del castillo de San Juan de Ulúa , homenaje merecido a nuestro padre Dumas. Enemistades peligrosas, porque cada quien mantiene la mano en la daga afilada, y La silla del águila está contada en la clave de Las amistades peligrosas, de Choderlos de Laclos, a través de cartas cruzadas entre los personajes, cumbre de todos María del Rosario Galván, reina sin corona de la intriga palaciega, y sima de todos Tácito del Canal, rey coronado de los lambiscones, obsequioso y adulador, pero de piquete mortal. "He visto las costumbres de mi tiempo y he publicado estas cartas", dice Rousseau en el encabezamiento de La nueva Eloisa, y Balzac le hará eco al abrir Los campesinos: "estudio la marcha de mi época y publico esta obra". Me asomo al futuro e imagino estas cartas, se ríe Fuentes. Humor, y también filosofía. El lector encontrará todo un prontuario de frases lapidarias sobre las argucias y cinismos del oficio político, reglas para sobrevivir matando, que dejarían pálidos a Maquiavelo y a Chamfort, aquel delicioso personaje digno de las páginas de La silla del águila, que pasó de bufón de la corte a ideólogo de la revolución francesa, y solía decir que para aguantar un día de trajines y traiciones, es necesario tragarse siempre un sapo en ayunas. En esta espléndida novela, hay todo un criadero de esos sapos. La moraleja es que de tal catadura continuarán siendo las reglas de la política en el futuro, porque la condición humana seguirá erigiendo sus monumentos de gloria sobre los muladares, y quizás en eso no hay remedio a corto plazo. Nos lo podrían decir también las computadoras mediante una proyección algorítmica, si se les diera a calcular la persistencia de los vicios de alma y de conducta cuando entra en juego el poder. El poder que seguirá teniendo sus espejos oscuros para que alguien se pare enfrente y pregunte quién es el más bello, o sea, quién puede tragar más sapos en ayunas. Ahora, al cerrar La silla del águila, sabemos mejor que nunca que no todo tiempo futuro fue mejor. Masatepe, julio 2003 |
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