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30 de septiembre del 2002 |
Luis Méndez Asensio
Para unos, es una especie de redentor de los muchos males endémicos que aquejan al colectivo; para otros, es sin más un iluminado que se empeña en darle la vuelta al país a golpe de decreto y militarización. En todo caso, se llama Álvaro Uribe y ejerce de presidente de Colombia desde que en mayo pasado logró que sus partidarios le ahorrasen con sus votos una segunda ronda electoral. Terrateniente de alcurnia, magnífico ganadero y mejor empresario, Uribe pertenece a esa encumbrada clase colombiana que lejos de comprometerse con el grueso de la ciudadanía ha utilizado sus rentas como salvoconducto para medrar, económica y políticamente, en medio del caos en el que el país sudamericano se halla instalado desde que la miseria se hizo estadística y los pobres pasaron a la condición de seres inanimados.
Arropado sobre todo por la clase media y pudiente de Colombia y con un discurso melodramático, en el que conjuga la mano dura con la cursilería de su corazón, Uribe le ha declarado la guerra sin cuartel a una violencia (común, guerrillera, narcotraficante y paramilitar) que ha metido en el mismo saco saltándose para ello todas las hemerotecas del país. "Cuando un Estado democrático es eficaz en sus garantías, así los logros sean progresivos, la violencia en su contra es terrorismo", ha proclamado Uribe con desconocimiento de causa porque ni el Estado colombiano es tan democrático como lo pintan sus ocupantes, ni garantiza eficazmente la integridad física de la mayoría de sus gentes, ni sus adelantos se pueden tildar de progresivos, como lo demuestra una realidad en franco retroceso, agujereada por sus cuatro costados, y que soporta desde hace medio siglo una guerra civil que no se reconoce como tal pero que se alimenta de miles de combatientes apostados a uno y otro lado de la trinchera. En la siempre precaria democracia colombiana, como no puede ser de otra manera en un país en el que los de abajo, que son legión, carecen de respiraderos, el estado de conmoción interna declarado por el Gobierno de Uribe para garantizar la seguridad pública amaga con empeorar las cosas. Al recorte de las libertades generales y de los derechos individuales que arrastra el decretazo, hay que añadir la no menos inquietante decisión de convertir en delatores ("informantes" en la jerga oficial) a un millón de ciudadanos que serán recompensados por las autoridades cada vez que señalen con el dedo a un subversivo. La implicación de estos civiles en una guerra que carece de frentes, pero en la que sobran protagonistas, se verá ultimada por el reclutamiento de 25 mil jóvenes que reforzarán al ejército y a la policía y otros 15 mil que realizarán tareas de apoyo, con armamento incluido. Los avances en la militarización de un país que mantiene a un tercio de su población en la miseria y a otros tantos desempleados o subempleados, que cuenta con políticos y empresarios escasamente sensibilizados, y en el que las plañideras no dan abasto con tanto muerto, se completa por las alturas con el denominado "Plan Colombia" que, con el millonario patrocinio de Estados Unidos, contempla una lucha frontal contra el narcotráfico cuando en realidad está sirviendo ya para inspirar una nueva doctrina de la seguridad nacional en la que la "amenaza comunista" ha sido sustituida por la "amenaza terrorista", una enemistad rentable donde las haya porque también le permite al Estado "asediado" explotar su condición de víctima para desviar recursos, incidir en la opinión pública y retocar convenientemente el calendario de las prioridades. Más allá de las fobias y adhesiones que despierta su gestión, Álvaro Uribe es un presidente convencido de que la verdad se encuentra de su lado. Y actúa en consecuencia impulsado por esa autosuficiencia que le regala la tropa de aduladores que lo acompaña a todas partes y que, según se cuenta en los mentideros de la corte bogotana, también contribuyen cada noche a apaciguar los ímpetus guerreros del presidente cuya agresividad, no sólo verbal, se ha puesto de manifiesto en sucesivas ocasiones a la menor oportunidad. Uribe, en definitiva, representa la versión católica del wasp estadounidense: trabajador tenaz, blanco, amigo del orden, según le definió una pluma avispada de esas que tanto se prodigan en el país sudamericano. El inquilino de la Casa Blanca, George W. Bush, salvadas las diferencias religiosas, también responde a la misma tipología. Incluso les une a ambos la vocación ranchera y el cariño a los caballos que, contrariamente a lo que sucede con las debilidades perrunas, es un amor costoso, que sólo se estila entre las clases más refinadas. Y a los dos les anima, en una suerte de toma y daca propio de la camorra napolitana, el espíritu de los cruzados dispuestos a librar la madre de todas las batallas contra el terrorismo que, como muy bien saben los menesterosos del tercer, cuarto y quinto mundo, incluidos los de Colombia, es el problema más acuciante de este bendito planeta. |
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