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30 de septiembre del 2002 |
Excesos policiales planificados
Fabián Kovacic
El crimen de un adolescente arrojado a las aguas del pestilente Riachuelo y el intento de asesinato de la presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo, Estela Barnes de Carlotto, vuelven a demostrar la impunidad con que actúan las fuerzas de seguridad frente al reclamo social.
Ezequiel Demonty tenía 17 años y era parte del nuevo ejército de cartoneros que recorren la ciudad en busca de papeles para vender por diez centavos el quilo y comprar comida en un país en acelerado proceso de descomposición social. Desapareció el sábado 14 y su cuerpo apareció flotando una semana después en aguas del Riachuelo, al sur de la capital. Allí lo arrojó personal de la Policía Federal. Estela Carlotto se levantó asustada en la madrugada del jueves 12 cuando escuchó tres explosiones en medio de la oscuridad de su casa en la localidad de City Bell, al sur del Gran Buenos Aires. Fueron tres itakazos que destrozaron parte de la puerta y las paredes de su comedor a la altura de la cabeza de una persona, disparadas desde el exterior de la vivienda. "Cuando encontré las cápsulas servidas me di cuenta de que eran iguales a las que se encontraron en el cráneo de Laura, mi hija", aseguró Carlotto, que aún busca a su nieto, de quien Laura estaba embarazada cuando fue secuestrada en 1977 por una patota militar. Demonty era joven, morocho, cartonero y vivía en la zona del Bajo Flores, donde se extiende una de las villas más grandes de la ciudad. Suficiente para ser blanco de "la acción preventiva de la policía". Carlotto lleva 25 años buscando a su nieto o nieta, arrancado por la dictadura militar, y es presidenta de la Comisión de la Memoria, una entidad que en la provincia de Buenos Aires ha organizado el archivo sobre la represión de aquellos años. Hace pocos días, junto a un grupo de dirigentes de organizaciones humanitarias, el secretario de Derechos Humanos de la provincia de Buenos Aires, Jorge Taiana, y el viceministro de seguridad, Fabián Saín, firmó un documento denunciando "las prácticas terroristas y arbitrarias de la policía bonaerense, como en los tiempos de la dictadura de 1976". Saín denunció además hace un mes la íntima relación que une a los punteros políticos, los jefes policiales y el delito para financiar sus actividades. La policía en guardia frente a la protesta social mató a cinco personas en Plaza de Mayo durante las jornadas de diciembre, cuando cayó el gobierno de la Alianza mató a Darío Santillán y Maximiliano Kostecki, el 26 de junio, se cargó una nueva muerte absurda con Demonty y es la principal sospechosa del atentado a Carlotto. MÁS PODER El concepto de rudeza para aplicar la ley por parte de las policías bonaerense y federal bien podría ser calcado de la novela Emboscada en Fort Bragg, del estadounidense Tom Wolfe, donde tres rudos marines deciden matar a patadas a otro compañero por el sólo hecho de ser homosexual. La matriz represora y criminal incoada en las fuerzas de seguridad en la década de 1910, perfeccionada en los años de gloria del peronismo y exacerbada durante la dictadura militar de 1976, sigue viva aunque un olor nauseabundo demuestre que, como el pescado, la institución se pudre desde la cabeza. Hace apenas tres semanas el jefe de la Federal, comisario Roberto Giacomino, reclamó "más poder para la policía". El pedido se explica con los antecedentes y planes a futuro del capanga policial. Su relación con el poder es histórica. Fue custodio del ex dictador Jorge Videla en los setenta; del vicepresidente Víctor Martínez en los inicios de la democracia recuperada, y cuando el peronismo homogeneizó el poder se colocó bajo el paraguas protector de un apóstol de la mano dura, el actual canciller Carlos Ruckauf. Giacomino, ahora consternado por la muerte de Demonty, fue quien asumió la jefatura de la Federal tras la caída de la banda amiga de Fernando de la Rúa en los días 19 y 20 de diciembre. Guardaespaldas de Ruckauf hasta entonces, desde su actual cargo libra una sorda batalla contra la Bonaerense y la Gendarmería Nacional, para concentrar poder y quedarse con los negocios suculentos de la seguridad: desde la recaudación callejera hasta las investigaciones de inteligencia por lavado de dinero. "La protesta social favorece a la delincuencia", fue otro de sus asertos memorables. Con ese criterio, apenas asumió su cargo reflotó el escuadrón de la Policía Antimotines, una rémora de la dictadura que la democracia disolvió en 1984. Con un catecismo de frases como las mencionadas, nada indica que el asesinato de Demonty sea obra de un policía loco. La zona sur de la capital, donde fue asesinado el adolescente, limita con el populoso sur del Gran Buenos Aires, una zona caliente de la protesta social, la miseria y el desempleo, donde el ejército de cartoneros y bichicomes creció explosivamente en los últimos meses. "Ser morocho, caminar tranquilo a cualquier hora del día y llevar las manos en los bolsillos es suficiente para que la policía te detenga y la pases mal en la comisaría o en alguna calle oscura", explica un joven del barrio que sabe de qué habla. Los mismos policías de la comisaría 34 que mataron a Demonty le dieron una paliza un año atrás. ILEGALIZAR LA PROTESTA La criminalización de la protesta social llevó a la cárcel a un millar de trabajadores desempleados que reclaman pan y trabajo para una vida digna en un país donde el desempleo abierto llega casi al 25 por ciento de la población activa. Según el Centro de Estudios Legales y Sociales y la Coordinadora Contra la Represión Policial e Institucional, desde 1983 -cuando regresó la democracia- se produjeron más de mil muertes a manos de las fuerzas de seguridad en todo el territorio nacional, sin contar el alto porcentaje de acciones policiales jamás denunciadas por sus víctimas, que triplicaría esa cifra. "Si Ezequiel no hubiera muerto, esto pasaría desapercibido. Hace más de quince años que la policía se entretiene tirando chicos al Riachuelo", asegura Delma Aguilera, la hermana de Alejandro, un joven que sobrevivió a las prácticas de la policía cuando hace quince años fue arrojado al agua como Demonty, pero hace tres años se suicidó. Gastón Somohano fue el oficial que ordenó al joven Ezequiel arrojarse al oscuro Riachuelo. Su padre, Osvaldo Somohano, fue el último jefe de la Bonaerense entre 1990 y 1991 durante la gobernación del peronista Antonio Cafiero, a quien sucedió en el cargo Eduardo Duhalde. Con el recambio electoral, ya en tiempos del menemismo, Duhalde llevó como jefe policial a Pedro Klodczyk, jefe de la "maldita policía" y bajo cuyo mandato fue asesinado el reportero gráfico José Luis Cabezas en Pinamar el 25 de enero de 1997. El crimen de Cabezas puso en blanco sobre negro las maniobras y negociados de la jerarquía policial en el juego clandestino, la prostitución, el manejo de la droga, el robo de autos, los asaltos a bancos y transportadoras de caudales y el suculento negocio de la seguridad privada. Somohano padre escribió un libro en 1999 cuyo título es La crisis policial. Violencia e inseguridad. Allí resalta los valores de la llamada "mano dura", reivindica la llegada de la democracia como "un fruto de la lucha antisubversiva que llevó adelante la institución policial contra los elementos marxistas que pretendían tomar el gobierno de la Argentina" y condena al gobierno de Raúl Alfonsín por los juicios a militares. Para los viejos policías, Somohano era el cajero de la bonaerense en los negocios de Klodczyk, recompensado ahora con una vejez tranquila, diferente a la de casi 7 millones de jubilados argentinos, desde que explota una chacra en San Pedro, una localidad ubicada a 70 quilómetros de la capital, donde tiene una casa acomodada y es dueño de un parque de siete automotores. La brecha social se abre paso a bastonazos policiales. Reprimiendo a desocupados en Jujuy, como ocurrió hace siete días, arrojando al río jóvenes sospechosos o amenazando a dirigentes sociales en un plan perfectamente organizado bajo la advocación de la "mano dura". |
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