Portada | Directorio | Buscador | Álbum | Redacción | Correo |
16 de septiembre del 2002 |
Controversias jurídicas
Néstor de Buen
Entre las muchas cosas que han ocurrido en estos días, o hace un año a partir de alguno de estos días, ha provocado notable escozor nacional e internacional la resolución de la Corte que declaró sin fundamento las controversias constitucionales promovidas de manera masiva en contra de la mal denominada "ley de derechos y cultura indígenas", que no es una ley sino una reforma constitucional que mandó al demonio los acuerdos de San Andrés y el compromiso personal del presidente Fox. Fue notable, y todos lo interpretamos como resultado de un problema de personalidades dentro del PAN, que el partido del Presidente (es un decir) haya sido el factor determinante del rechazo al proyecto presidencial.
Quizá habría que ponerle nombres y apellidos a eso de su propio partido, y nadie duda de que el centro del debate estaría en el inteligente y controvertido Diego Fernández de Cevallos. La iniciativa de reforma de Vicente Fox respondía a que lo pactado en los acuerdos de San Andrés, reconociendo la autonomía de los pueblos indígenas, se pretendía convertirlo en texto constitucional. El régimen del presidente Zedillo había desconocido un compromiso gubernamental. Vicente Fox, tratando de superar ese raje, intentó constitucionalizar el convenio y el Congreso de la Unión, convertido en Constituyente permanente, lo desechó por la vía de la transformación de la iniciativa. Al parecer las múltiples controversias constitucionales planteadas invocaron fallas de procedimiento, y entre ellas, o fundamentalmente, que el proceso seguido en las legislaturas de los estados no llegó a su fin porque antes de concluirlo era tan evidente e irremediable que la mayoría se inclinaba por la fórmula inventada por el PRI y el PAN, con la increíble solidaridad del grupo parlamentario del PRD en el Senado, que se declaró consumada la reforma constitucional antes de terminar el cómputo de las legislaturas. La Corte, sin entrar al fondo del negocio, como decimos pedantemente los abogados, se limitó a resolver que no había razones para que el Poder Judicial pudiera criticar las acciones de la máxima expresión del Poder Legislativo: el Constituyente. Y sin más declaró improcedentes las controversias. Es evidente que la resolución, incómoda y con pésimo mercado, cayó muy mal. De dentro y de fuera se han desatado críticas cuyo sentido esencial es que se ha traicionado a los pueblos indígenas. Se dice -lo que me parece sustancialmente imprudente- que la única alternativa que queda es la violencia. Y francamente habría sido mejor ver con frialdad las cosas y entender que la función del Poder Judicial es muy amplia, pero nunca tanto como para rechazar el acuerdo del Constituyente permanente que adiciona o reforma la Constitución. El Poder Judicial es un órgano contralor de la constitucionalidad y de la legalidad. Con lo primero, está autorizado para otorgar el amparo frente a leyes, decretos, reglamentos y otros actos que vulneran preceptos constitucionales. Con lo segundo, debe otorgarlo cuando el órgano inferior, judicial, administrativo, contencioso o simplemente jurisdiccional, interpreta y aplica alguna norma violentando los principios constitucionales, particularmente los definidos en los artículos 14 y 16 de la Constitución. Lo que no puede hacer el Poder Judicial es convertirse en contralor del Constituyente permanente. Ya puede éste hacer las barbaridades que le dé la gana, alterando el sentido social de la Constitución o vulnerando reglas fundamentales tanto de las garantías individuales como de las funciones del Estado (v. gr., constituir al Ejecutivo en Legislativo, salvo en situaciones de emergencia, o al Judicial en Legislativo). El juicio de amparo no da para tanto. Eso se llama autonomía de los poderes. El camino que habrá que seguir lo está marcando ya el arrepentido PRD: formular una iniciativa que reforme la reforma, regrese a los compromisos de San Andrés y reconozca la autonomía de los pueblos indígenas. No hay que olvidar que México ha suscrito y es entre nosotros obligatorio el Convenio 169 de la OIT ("Sobre pueblos indígenas y tribales en países independientes, 1989"), ratificado el 5 de septiembre de 1990 y publicado en el Diario Oficial de la Federación el 25 de enero de 1991 (cuyo texto se puede leer en el primer tomo de nuestra Compilación de normas laborales, Porrúa, 2002) y en el que se compromete a los firmantes a reconocer la "conciencia de su identidad indígena o tribal..." y "reconocerse y protegerse los valores y prácticas sociales, culturales, religiosos y espirituales propios de dichos pueblos..." Claro está que un convenio internacional ocupa el segundo lugar en la escala normativa, después de la Constitución y antes que las leyes ordinarias. Pero es una vergüenza nacional e internacional para nuestro país que después de firmar y ratificar ese Convenio 169 digamos en la Constitución lo contrario. Y no es culpa, ciertamente, del presidente Fox. La Corte actuó como es debido. Aunque no nos guste el resultado. |
|