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La insignia
13 de septiembre del 2002


Crisis en Argentina

Matar al mensajero


__SUPLEMENTOS__
Crisis en Argentina

Héctor Timerman
También publicado en Infobae. Argentina, septiembre del 2002.



Muchos historiadores, entre ellos el pensador estadounidense Eric Forner, piensan que la actualidad condiciona nuestra visión de la historia. También se puede decir que el pasado refleja no poco de sus huellas en el presente. ¿Qué argentino puede olvidar la hiperinflación cuando analiza las distintas alternativas económicas? Lo mismo ocurre con los varios quiebres constitucionales y, especialmente, con la última dictadura militar. Cada hecho político es juzgado por sus méritos pero también por su relación con dichas tragedias. Esencialmente es lo que sucede con el debate sobre si "deben irse todos".

Esa consigna que comenzó a expresarse con un repudio bastante masivo en las elecciones de octubre de 2000 y alcanzó su máxima expresión durante las renuncias de De la Rúa y Rodríguez Saá, hoy es contrarrestada por muchos políticos, periodistas e intelectuales que ven en la demanda un sesgo antidemocrático.

Con algo de razón afirman, como dijo el diario La Nación, que "nada más peligroso y disolvente para el destino de una sociedad que esa irresponsable tendencia a demonizar a todo un segmento de la vida social por el hecho de que algunos de sus integrantes hayan faltado a su responsabilidad". Indudablemente sería totalitario si la sociedad se ensañara con una profesión o una institución así como sería inadmisible que busque la razón de sus problemas en una minoría étnica o religiosa.

Pero eso no es lo que ocurre en la Argentina. Y lo que sí es inadmisible es que se utilice una historia llena de catástrofes para desarticular la indignación popular e intentar, en nombre de la democracia, proteger a corruptos, violentos e ineptos.

Justamente no es la gente común la que pide que se vayan todos, los que se benefician con los inescrupulosos. Por el contrario, son sus víctimas. Serían los primeros en querer que se queden los muchos honestos si sólo pudieran identificarlos tal como lo intentan en cada elección.

Los militares, por ejemplo, no fueron todos culpables de violar los derechos humanos pero ninguno se presentó a declarar contra sus compañeros que asesinaron, violaron y robaron bebés. Más aún, utilizaron su fuerza corporativa para evitar el accionar de la Justicia.

Los jueces no son todos corruptos. Pero ninguno se ha preocupado por aislar a los deshonestos. A los que no "saben" escribir exhortos, a los que dilatan las investigaciones sobre sus padrinos políticos, a los que venden sus fallos. No toda la Corte Suprema será culpable de las acusaciones de la Comisión de Juicio Político pero es evidente que con sus últimas sentencias ha forzado al oficialismo a intentar evitar que se los juzgue, y si corresponde, se sancione a los culpables.

Los sindicalistas no son todos corruptos. Pero ninguno de ellos ha intentado terminar con los negociados sindicales cuyas principales víctimas son los propios trabajadores. La democracia sindical cae derrotada ante la suntuosa vida de sindicalistas fotografiados en el Caribe, cuyos mandatos siempre son renovados.

La policía no es toda violenta. Pero nadie, dentro de la fuerza, muestra algún interés en separar a los uniformados que han transformado la institución en una organización mafiosa.

Los políticos no son todos deshonestos. Pero a pesar de que todos los candidatos desde concejal a presidente basan sus campañas en la lucha contra la corrupción jamás la han encarado con la seriedad requerida. ¿Puede la sociedad creer que los candidatos Menem, Rodríguez Saá, De la Sota, Terragno, Kirchner o Moreau no puedan identificar casos de corrupción que envuelvan a sus colegas?

Cuando la gente grita "que se vayan todos" no lo hace imbuida de autoritarismo, es la manera de expresar un cansancio moral frente a la inmensa mayoría de funcionarios honestos que ha preferido bajar los ojos y aceptar convivir con los corruptos, deshonestos y asesinos antes que cumplir con el mandato de sus electores.

Ciertamente es peligroso que la sociedad pierda la convicción de que la política, y especialmente la democracia electoral, es el mejor camino para vivir en libertad. Los argentinos pagamos un precio muy alto por no haber sabido defender las instituciones, pero resulta muy cínico pretender ver en el mensajero del problema la causa de la desilusión.



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