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7 de septiembre del 2002 |
¿Cuál es el rumbo?
Virginia Giussani
Seguramente lo más importante de una persona con una enfermedad terminal es que no asuma su nivel de gravedad, que niegue su proximidad con la muerte hasta de manera compulsiva y que -casi en una absurda rebeldía- haga todos los gestos contrarios a asegurar su supervivencia. Sin duda la muerte lo encontrará a la vuelta de la esquina y la mirará con cara de sorpresa.
Algo así está ocurriendo en este cuerpo enfermo y esta sociedad maltrecha. La clase dirigente, con sus políticos cada vez más ciegos a la realidad, son quizás el síntoma más visible de este cuerpo desahuciado. Aún siguen creyendo y proponiendo, con viejas artimañas y gastados lenguajes, que cada uno de ellos puede evitar el abismo. Peor aún, creen que el abismo son sus adversarios. Se resisten a ver que ya hemos caído por el acantilado, estamos surcando el abismo y dependerá de la fuerza del golpe cuando lleguemos al fondo que el daño sea irremediable o no. Esto está claro. Nadie en la sociedad sigue creyendo en sus maquillajes y sus recetas. Todos percibimos que este cuerpo está demasiado enfermo, que aquí hay que reconstruir los tejidos rotos, los músculos desgarrados y el corazón, que necesita mucho más que un by pass para seguir latiendo con toda su potencia. También a ellos la catástrofe los encontrará a la vuelta de la esquina y la mirarán con cara de sorpresa. Por otro lado, contrarrestando esta oxidada letanía política, está el lento surgir de los nuevos movimientos sociales. Existe una movilidad social como hacia mucho tiempo no se daba, una necesidad de comenzar a involucrarse de la gente, como tampoco hace mucho tiempo no se daba. Se recuperaron la ganas de participar, de gritar, reclamar, proponer. Pero en tanto no se logren entretejer lazos entre sí, todo este esfuerzo se dispersa en un grito sordo y ciego. Más allá del entusiasmo colectivo que genera el compromiso con la realidad, también en estos movimientos se perciben viejos vicios. Como sociedad, seguimos moviéndonos en compartimentos estancos. Así como resulta hartamente difícil que para una marcha se acuerden coincidencias entre los diversos movimientos y partidos de izquierda, también resulta, por ahora, casi imposible generar actividades en conjunto. Quizás, el proceso más interesante que lleve a la práctica esta capacidad, no sólo de crecer, sino también de generar hechos tangibles y concretos más allá de las declamaciones, es el movimiento piquetero. A pesar de la exclusión y la degradación social a la que han sido condenados, conservan la templanza en la lucha por recuperar su dignidad ultrajada y, fundamentalmente, señalan con sus huellas un nuevo camino que, hasta ahora, el resto de la sociedad mira con perplejidad, asombro y hasta secreta admiración en algunos casos. Día a día construyen algo más que frases, consignas y broncas. El resto de los nuevos movimientos sociales, más allá de su voluntarismo, todavía sigue contaminado con antiguas prácticas. Me involucro, pero hasta ahí. Apoyo, pero no me mezclo. Me solidarizo, pero sin perder mi identidad. Así ocurre con los diversos grupos de intelectuales que se escudan cada uno detrás de sus propuestas. Ocurre con los ahorristas, cuyo objetivo fundamental es recuperar sus fondos expropiados. Ocurre también con las asambleas barriales, que luego de su espontánea y fenomenal creación, parecieran no encontrar la brújula y en el camino van perdiendo energía, fuerzas y gente. Aquello que se presentaba como un interesante proyecto de interacción entre las distintas capas sociales, lentamente se está reduciendo a un centro asistencialista, en el mejor de los casos y, cuando no, a un nuevo aparato que intentan devorarse grupos de ultraizquierda con consignas y posiciones gastadas. Que el cambio se genere desde abajo, obviamente, no quiere decir que un piquetero llegue a ser presidente. Tampoco quiere decir que el poder sea manejado por asambleas populares, porque sería un caos. Hay que encontrar innovadoras fórmulas de representatividad horizontal, y esto merece una grandeza de espíritu que todavía no hemos logrado sacar a la luz como la emergencia lo requiere. Que el cambio se genere desde abajo significa, por de pronto, aprender una nueva forma de relacionarse con el otro, aún en las disidencias. Significa, animarse a salir de comportamientos sectarios, sobre todo en la clase media y aparentemente progresista, para encontrar, entre todos, algunas bases de coincidencias básicas y fundamentales que señalen un nuevo rumbo. Para que esto suceda es indispensable que en todos los estratos sociales se tome conciencia, dramáticamente, que hay que empezar a luchar por lo que nos une, más que seguir resaltando aquello que nos separa. El futuro será duro, mucho más aún, de eso no hay ninguna duda. La duda a dilucidar, en todo caso, es saber si será elegido por nosotros o la inercia del tiempo y de ajenos intereses nos marcarán los pasos. Es cierto, cualquier movimiento social en crecimiento necesita tiempo de maduración; sin embargo, la gravedad institucional es de tal magnitud que los tiempos se acortan y no hay mucho espacio para pruebas y ensayos. Si este cuerpo en estado terminal no comprende esto, puede suceder que mientras nos decidimos sobre que camino tomar lleguemos al fondo del abismo y otros hagan de nosotros un clon a su medida. |
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