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6 de septiembre del 2002 |
Último viaje
Sergio Ramírez
En Centroamérica se está recordando en estos días que hace 500 años Cristóbal Colón llegó a nuestra costa caribe, y que realizó entonces un recorrido que lo llevó desde Trujillo en Honduras, hasta Portobello en Panamá. Era su cuarto y último viaje aquel del año de 1502, un viaje pobremente armado, con carabelas maltrechas y escasas vituallas, un viaje en derrota y de ilusiones perdidas. Acosado por las intrigas, y ya antes puesto en cadenas, Colón era un viejo achacoso apenas sobrepasados los cincuenta años, atacado por el mal de la gota y el reumatismo. Venía con él su hijo Hernando, quien para dar fe de las hazañas incomprendidas de su padre, escribiría luego su Historia del Almirante, el mejor documento que se conoce sobre ese viaje.
A pesar de sus descalabros y sus hondas amarguras, Colón conservaba sus dotes imaginativas, y también su sentido del humor. En Caratasca se encontró con un pueblo de indios que tenían las orejas tan grandes que se podía acomodar un huevo de gallina en sus lóbulos distendidos, y por esa razón bautizó al lugar como «costa Oreja». Imaginativo, que en los mejores términos literarios quiere decir mentiroso. Aún al final amargo de la aventura que fue este viaje, Colón pretendía seguir ofreciendo una tierra nueva en la que abundaban las exageraciones y los portentos, para que fuera atractiva a aquella corte lejana donde se cocinaban las intrigas. El orejón -el Homo fanesius auritus- que podía cobijarse con sus propias orejas para protegerse del frío, era un habitante de la mítica California, vieja herencia medieval, y seguiría siendo encontrado en América por los conquistadores, lo mismo que aquella otra raza descabezada que tenía ojos, boca y nariz en el pecho, los esternocéfalos. El laureado escritor trinitario V.S. Naipul nos recuerda que los conquistadores no venían preparados para el asombro de las cosas nuevas que veían, porque todo venía prefabricado en sus cabezas. Sirenas, tritones, unicornios, centauros, amazonas, poblaban la cabeza de Colón, en tiempos en que abundaban también los personajes de los libros de caballería; y cuando tocó la costa centroamericana en 1502 tuvo la certeza, o la ilusión, de que había llegado por fin a los reinos orientales de Catay y Ciamba, la China e Indochina, dominios del Gran Khan, y que si seguía navegando hacia el sur, alcanzaría la península de Malaya donde por fin iba a encontrar el estrecho para pasar a la India. En su mente bullían las ideas de Marco Polo, otro gran mentiroso, pero Colón le iba en ventaja. Con el mejor de los aplomos afirmaba que el río Orinoco tenía su fuente en el propio paraíso terrenal. Pero después de haberse encontrado en Caratasca con los orejones, comedores de carne cruda, su hijo Hernando nos cuenta otro suceso aún más memorable, que tiene muy poco de fantástico, y sí de real, ocurrido mientras fondeaban en algún punto cercano a la desembocadura del Río Grande de Matagalpa, en la costa de Nicaragua: «Entre otros animales de aquella tierra hay algunos gatos de color gris, del tamaño de un pequeño lebrel, con la cola más larga, y tan fuerte, que cogiendo alguna cosa con ella parecía que estaba atada con una soga; andan éstos por los árboles, como ardillas, saltando de uno en otro, y cuando dan el salto, no sólo se agarran a las ramas con las manos, más también con la cola, de la cual muchas veces se quedan colgando, como por juguete y descanso; cierto ballestero trajo de un bosque uno de estos gatos, echándole de un árbol abajo con uno virote, y porque estando ya en tierra se puso tan feroz que no se atrevió a acercarse a él, le cortó un brazo de una cuchillada; trayéndole así herido, se espantó, en cuanto le vio un buen perro que teníamos; pero mayor miedo dio a uno de los puercos que nos habían traído, que apenas vio al gato, echó a huir mostrando grande miedo. Esto nos causó grande admiración, porque antes que sucediese, el puerco embestía a todos, y no dejaba al perro quieto, en la cubierta; por lo cual mandó el almirante que le arrimasen al gato, el cual viéndole cerca, le echó la cola y le rodeó el hocico, y con el brazo que le había quedado sano, le agarró el copete para morderle; el puerco gruñía de miedo, fuertemente, de lo que conocimos que semejantes gatos deben cazar, como los lobos y los lebreles de España». La descripción es minuciosa, y podemos representarnos la escena: la cuyusa, el animal al que Hernando Colón llama gato, enrollaba su cola al hocico del chancho de monte, a manera de una mordaza, y con la pata que le quedaba, lo asía del copete para clavarle los dientes, mientras el almirante no paraba de reír, los ojos llenos con el llanto de la risa, afanado en señalar la escena a los marineros en harapos que reían también. Era su fiesta del día después de tantas privaciones y tantas penurias. En la escuela primaria aprendí que nuestra historia patria se iniciaba con un diálogo de admirable compostura entre el capitán Gil González, el mismo que entró por primera vez a abrevar su caballo en el Gran Lago Cocibolca, y que los conquistadores bautizaron como la Mar Dulce, y el cacique Nicaragua. Según Pedro Mártir de Anglería en su Orbe Novo, el cacique Nicaragua hacía preguntas que causaban asombro por su inteligencia, por qué tan pocos hombres querían tanto oro, quién hizo el cielo, quién hizo las estrellas, si el Santo Papa es mortal, si el Rey de España defeca y orina, y asuntos semejantes. Pero ya se ve más bien que hace quinientos años esa historia nuestra, que sigue siendo tan dramática, se inició con una pelea provocada por el almirante Cristóbal Colón para su diversión y esparcimiento. La pelea a muerte entre una cuyusa mutilada, bañada en sangre, y un chancho de monte enloquecido de terror. |
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