Portada Directorio Buscador Álbum Redacción Correo
La insignia
25 de septiembre del 2002


Despedida


Ugo Pipitone
La Jornada. México, 24 de septiembre.


Hace 17 años comenzó el recorrido que hoy concluye. No quiero ser enfático con lo que concierne a una sola vida, pero hoy siento que voy a dejar una rutina (entre el domingo por la tarde y el lunes por la mañana) a la que me había acostumbrado. Amoldado, en realidad. Un hábito de vida: angustiarse pensando sobre qué demonios escribir. Ese desafío semanal de una laica epístola a hermanos desconocidos. Ese inconcebible privilegio de hablar a los demás. Y La Jornada, ahí, que me tolera y me da un espacio por 17 años.

Leer los periódicos (con cada vez menor entusiasmo, en los últimos años), conversar con amigos (cada vez menos, con el paso del tiempo), encontrar un tema e improvisar letras con la esperanza de que nadie se dé cuenta de la improvisación. No quisiera haber encubierto las aflicciones de la opinión en tiempo (casi) real, bajo vestiduras erudito-académicas. Y no quisiera haberlo hecho por dos razones. La primera es que este escribidor no pertenece a la corporación mencionada y el estilo doctoral habría sido una mentira. La segunda es que no creo haber tenido un proyecto, y menos aún una sabiduría, que transmitir. Sólo reacciones semanales a una geografía móvil de temas, acontecimientos, curiosidades y enfados. He tenido por un largo periodo el privilegio de decir en público lo que pasaba por mi mente. Espero no haber hecho demasiado daño. Y me consuelo pensando en la, supongo, muy exigua hueste de mis lectores más o menos ocasionales.

Las ideas han cambiado en el camino. Las realidades, también. Y mientras el mundo va hacia disyuntivas impensadas y pone en campo fuerzas nuevas (y antiguas) con poderes temibles, la coherencia de aquellos que siguen cultivando las certezas del pasado no me parece ya una virtud sobresaliente. Bendita sea, la globalización no es Satanás. Si Marx hubiera pensado lo mismo de la Revolución Industrial, sería hoy recordado como un moralista menor del siglo XIX. ¿Quién recuerda a W. Weitling? Al tiempo que pasa, si se quiere permanecer en él, hay que responder con nuevas ideas, con reflexión crítica acerca del propio pasado, con el esfuerzo para entender a sí mismo y al mundo y a sí mismo en el mundo. Pero los mitos son más poderosos. Una persistente fuerza gravitatoria que traba en muchos la capacidad de filtrar lo mejor del propio pasado sin satanizar al presente.

Obviamente, no es fácil para nadie vivir la historia en tiempo real. Pensemos en México. Algunos, que gobiernan, parecen creer que las cosas se compondrán con apenas algunos arreglos. Y no hay forma de hacerles entender que 70 años de PRI podrían ser un juego de niños frente a la cantidad de huevos de dinosaurio que, como minas terrestres, infestan el México contemporáneo. Algunos gobiernan sin entender la gravedad de la tarea que les tocó, mientras otros van por ahí anunciando el Apocalipsis, en días alternos. De una parte, una cultura de manuales de superación personal, de imágenes televisivas y encuestas de opinión. De la otra, antiguas reminiscencias de un marxismo moralístico, incapaz de entender el presente. Un moralismo anclado al pasado, que no reconoce los mapas y pasa el tiempo extraviándose. Un extravío que se transmite a millones de personas.

Lo diré en forma brutal: este país necesita crecer por lo menos a 5 por ciento en los próximos 20 años y, sin embargo, nada parece moverse en ese sentido. Mucha sensatez financiaria y pocas ideas que nos acerquen al objetivo. Y, para complicar todo, mucha renuencia a comenzar en serio la reforma del Estado, cuando es evidente que, con las instituciones que tenemos, nuestro futuro camino de crecimiento (si algún día llegara) será corto e igualmente discriminador que los anteriores.

Tenemos en México los indicadores de movilidad social más bajos del mundo. Y con 50 millones de pobres hablar de movilidad social en el futuro es para reírse. El reto es gigantesco, pero no, aquí no pasa nada. Y el escenario sigue ocupado por reformadores tímidos y anunciadores de desastres. Lo que, confieso, llega a cansar.

Por casi dos décadas he frecuentado las páginas de este periódico y no me voy con una sonrisa en los labios. Me voy con la convicción de que los ciclos terminan. Y el mío, en La Jornada, ha terminado. Gracias a todos.



Portada | Iberoamérica | Internacional | Derechos Humanos | Cultura | Ecología | Economía | Sociedad
Ciencia y tecnología | Directorio | Redacción