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21 de septiembre del 2002 |
Rocío Silva Santisteban
La peculiar fotografía de la espalda tatuada de un bombero de Nueva York ha salido en la primera plana de algunos periódicos estadounidenses. El tatuaje demoró algunas semanas y abarca toda la explanada dorsal: se trata de un dibujo de las Torres Gemelas a todo color y en plena destrucción, con las llamas ardiendo, el humo de los edificios corriendo hacia el lado del omóplato derecho, el carro de los bomberos embanderado de azul y rojo sobre los riñones. El bombero ha manifestado que se trata de un "tatuaje patriótico" y, obviamente, nadie lo puede contradecir. Sin duda es una conmemoración encarnada, literalmente hablando, y no deja de parecernos extraño que un hombre quiera portar sobre su propio cuerpo una señal de tales dimensiones y significados.
Siempre me ha llamado poderosamente la atención los niveles de narcisismo patriótico que pueden circular sobre los cuerpos de los hombres: los tatuajes de banderas, las anclas características de los marineros, las marcas que distinguen al soldado de una trinchera del soldado de otra, las cicatrices de las heridas de guerra que se enseñan con orgullo cincuenta años de pasados los hechos. La patria marca la carne y, al parecer, la carne cobra un poder extraordinario por esas mismas marcas. Es tan poderoso el goce de este ritual de sacrificio que incluso el patriotismo encarnado puede llevar a la muerte. Yukio Mishima, en un famoso cuento titulado simplemente "Patriotismo", nos muestra con detalles casi exasperantes la forma como un soldado que no quiere traicionar ni al emperador ni a sus compañeros de trabajo, pues éstos se habían levantado contra aquél, se sacrifica gracias a la puesta en práctica del sepukku o harakiri. El mismo Mishima, en un acto que él calificó como de resistencia ante el avance de la cultura occidental en el Japón, clavó su pequeña y brillante "wakisashi" (espada corta) en su vientre y luego fue degollado por su mejor discípulo con su propia espada. Para el escritor japonés más importante del siglo XX, un narcisista impenitente que había llevado sus dedicación y culto al cuerpo a límites insospechados, el mayor sacrificio que pudo realizar a favor de su patria fue destruir precisamente lo que más amaba. En la audiencia de la Comisión de la Verdad que se realizó en la ciudad de Tingo María (Perú) se presentó un soldado discapacitado por la acción de una metralla. El mismo narró, con disciplinada objetividad, la forma cómo las balas le habían perforado el ano, motivo por el cual no sólo está paralítico sino que, incluso, no puede defecar sino por intermedio de un dispositivo que lleva en el vientre. Sostuvo, asimismo, que no sentía vergüenza el respecto sino, por el contrario, orgullo. La situación personal del soldado es dolorosa, por cierto, y no quisiera herir ningún susceptibilidad pero no por eso puedo callar ante una mal entendido patriotismo: una herida de ese calibre es sólo la demostración palpable de la estupidez humana y de la crueldad en la que se refocila el hombre para lograr sus afanes de poderío. Quizás es más cruel que la inmolación absurda de Mishima y, por cierto, mucho menos estúpida que el tatuaje del bombero de Nueva York. |
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