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13 de septiembre del 2002 |
Angela Davis
Hace un tiempo, en San Francisco, asistí a un espectáculo ofrecido por presas detenidas en la cárcel del condado. Después del espectáculo, fui a saludar y felicitar a las presas al área donde ellas se pueden reunir con sus familiares bajo la vigilancia de sus guardianas. A algunas las conocía de la cárcel. Una de ellas me presentó a su hermano, a quien mi nombre evidentemente no le decía nada. La mujer lo regañó: "¿No sabés quién es Angela Davis? Deberías avergonzarte". El hermano reflexionó y súbitamente se le hizo la luz: "Ah sí, Angela Davis. La que puso de moda el peinado afro".
Me di cuenta de que ese tipo de reacciones son cualquier cosa menos excepcionales y que es al mismo tiempo humillante e instructivo descubrir que apenas a una generación de distancia de las circunstancias que hicieron de mí una persona pública yo sea apenas recordada como alguien que inauguró un estilo. Es humillante porque reduce una política de liberación a una política de moda; es instructivo porque estos desencuentros con las generaciones más jóvenes demuestran la fragilidad y la mutabilidad de las imágenes históricas, en particular aquellas que están asociadas con la historia afroamericana. El encuentro de San Francisco me hizo recordar un reciente artículo del New York Times Magazine que me colocaba entre las cincuenta personas que tuvieron más influencia sobre la moda en esta segunda mitad del siglo. Por mi parte, sigo encontrando irónico que la consolidación del estilo afro se me siga atribuyendo, cuando en realidad, hacia el fin de los años sesenta, en la época en que yo comencé a llevar mi cabello como me crece naturalmente, yo estaba emulando a otros. Pero lo que me dio bronca no fue solamente la reducción de una política histórica a una moda. El honor de ser considerada "la afro" es en gran parte resultado de una economía particular de las imágenes periodísticas: la mía es una de las pocas que ha sobrevivido relativamente a las dos últimas décadas. Tal vez la propia segregación de aquellas fotografías haya entrado en la cultura periodística entonces dominante justamente en virtud de mi presunta criminalidad. En cualquier caso, sobrevivió como moda, desconectada por completo de su contexto histórico. La mayoría de los jóvenes estadounidenses que tienen cierto conocimiento de mi nombre y de mi imagen de entonces la han adquirido porque la han encontrado en videoclips o en montajes sobre la historia de los negros en este país ofrecidos en publicaciones de gran consumo. La inaudita circulación actual de imágenes fílmicas y fotografías de afroamericanos tiene múltiples y contradictorias implicaciones. Por un lado, mantiene la promesa de una memoria visual de generaciones precedentes o desaparecidas, sea de personas famosas o de gente que tal vez no haya jamás alcanzado pública notoriedad. Por otro lado, sin embargo, hay también cierto peligro de que esta memoria se convierta en ahistórica y apolítica. "Las fotografías son reliquias del pasado", escribió John Berger. "Son rastros de lo que sucedió. Si los vivos asumieran su pasado, si el pasado se transformara en parte integrante del proceso con el cual la gente hace su propia historia, entonces todas las fotografías podrían readquirir un contexto vivo, continuar existiendo en el tiempo, en vez de ser apenas momentos congelados." En el pasado fui poco propensa a reflexionar sobre el poder de las imágenes visuales con las cuales había sido representada durante el período de mi proceso judicial. Tal vez ello se haya debido a mi rechazo a considerar la parte que esas imágenes tuvieron en la estructuración de mis experiencias de aquella época. El reciente reciclaje de algunas de esas imágenes en contextos que privilegian a lo afro como moda -como glamour revolucionario- me condujo a reconsiderarlas tanto en el marco histórico en el que fueron originariamente producidas como en el marco "histórico" en el que son hoy representadas como "momentos congelados". En setiembre de 1969 el consejo de administración de la Universidad de California me despidió de mi empleo en el Departamento de Filosofía de la Universidad de Los Ángeles en razón de mi pertenencia al Partido Comunista. El verano siguiente fui acusada de homicidio, secuestro y asociación para delinquir. La circulación de varias fotografías mías jugó un papel importante tanto en la movilización de la opinión pública en mi contra como en el desarrollo de la campaña que en último análisis permitió mi absolución. Hoy muchas de esas fotografías han sido recicladas y recontextualizadas de modo que son al mismo tiempo estimulantes e inquietantes. Cuando se dio la primera circulación masiva de mis fotografías me di cuenta del poder invasivo y transformante del aparato fotográfico y de la contextualización ideológica de mis imágenes, que me limitaban o me impedían por completo intervenir. Por un lado, me retrataban como una comunista monstruosa o subversiva (es decir antiestadounidense) cuya pinta natural e irregular representaba la militancia negra (es decir la aversión hacia los blancos). Algunas de las primeras cartas de insultos que recibí tendían a confundir "Rusia" y "África". Por otro lado, los retratos que de mí hacían circular mis simpatizantes tendían a interpretar mis imágenes -en las cuales casi inevitablemente aparecía con la boca abierta- como pertenecientes a una revolucionaria ruda y carismática pronta para guiar a las masas en la batalla. Como no me consideraba ni monstruosa ni carismática, me sentí traicionada por ambas versiones: violentada en la primera, inadecuada en la segunda. |
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