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9 de septiembre del 2002 |
Eduardo Galeano
Geraldine estaba empezando a trabajar en una película, en una aldea perdida en las montañas de Turquía.
La primera tarde, salió a caminar. No había nadie, casi nadie, en las calles. Pocos hombres, mujer ninguna. Pero a la vuelta de una esquina se topó, de sopetón, con un enjambre de muchachos. Geraldine miró a los costados, miró hacia atrás: estaba cercada, no tenía escapatoria. La garganta se negó a gritar. Sin palabras, ofreció lo que tenía: el reloj, el dinero. Con gestos, los muchachos le dijeron que no, que no era eso. Y hablando en algo más o menos parecido al inglés, le preguntaron si de veras ella era la hija de Chaplin. Geraldine, atónita, asintió. Y recién entonces advirtió que los muchachos se habían pintado bigotitos de carbón. Y empezó la función. Y todos fueron él. |
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