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4 de septiembre del 2002 |
Virginia Giussani
Ayer fue 3 de septiembre, fecha que para nadie significa nada. Sin embargo cada vez que se acerca ese día, años tras año, mi alma se estremece. Finalmente he conseguido ponerle un nombre a esa fecha: es el aniversario de mi muerte.
El 3 de septiembre de 1976, a las puertas de la primavera y con veinte años partí al exilio. Mi país se desangraba, mi país se retorcía entre gritos y sueños, mi país iniciaba un camino que, aún hoy, nos cuesta torcer su rumbo. La dictadura había puesto sus botas sobre esta tierra y sobre su gente. Me buscaban, como a tantos otros, por tener sueños, pretender tocar una utopía, luchar contra la injusticia, la iniquidad, la miseria. Ya habían agarrado a muchos de mis compañeros de ruta y del alma. No tuve el coraje de quedarme, no tuve el coraje de seguir en el infierno, no tuve el coraje de continuar sosteniendo la utopía entre mis manos contra viento y marea. Partí. No hubo preparativos, no hubo planes, no hubo tiempo. En cuestión de horas decidimos con mi familia que debía partir y así fue. Con el único equipaje de un corazón desgarrado tomé el avión un día de lluvia y tristeza. Me acompañaron al aeropuerto mis padres y mi hermano. No había palabras, pero tampoco lágrimas, sólo una impotencia atroz. Llegamos a Ezeiza, el último desafío fue pasar el trámite más difícil, la entrega del pasaporte. Entregué el pasaporte, entregué el pasaje, entregué mi vida. Cuando felizmente me lo devolvieron me embarqué. Subí al avión, me senté al lado de la ventanilla y desde allí pude ver a mi madre en la terraza, con su cabeza recostada sobre los hombros de mi padre, llorando. Mi hermano con las manos en los bolsillos, las piernas abiertas como queriendo sentirse bien aferrado al piso y el rostro inamovible observando a ese pájaro de metal que nos separaría quien sabe por cuanto tiempo. Entonces sí, en esa soledad infinita, donde ningún afecto cercano podía ya escucharme ni verme, rompí a llorar acongojadamente. El avión levantó vuelo y la ciudad, mi ciudad, lentamente fue desapareciendo bajo mis ojos como una pintura que se borronea con la lluvia. Buenos Aires fue apagando sus luces y el reflejo del sol sobre el cemento ya no encandilaba, en minutos se fue transformando en un gigantesco y despedazado rompecabezas donde ya nada era identificable, sólo el dolor se había quedado pegado a mis huesos como una garrapata. Los años que siguieron fueron años de mortandad, años de culpa por haber sobrevivido mezclado con nostalgia de sueños mutilados. Ocho años estuve afuera y algunos años más me tomó volver a recuperar la sonrisa y la ilusión. Está crónica, no es la crónica de un drama personal, quizás sí sea una íntima crónica de muchos que también tienen su 3 de septiembre anclado en el alma. Para ellos mi homenaje y mi solidaridad. |
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