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2 de septiembre del 2002 |
«Hay que superar la incultura propiciada
Manuel Jiménez Lindt
José Marzo, como se le conoce en el mundillo literario, Marzo a secas para los amigos, nació en Madrid en 1967. Aunque escribe desde la infancia (este es un hecho compartido por escritores de obras y trayectorias dispares), su primera novela, que se tituló Café con hielo, vio la luz en 1992 a costa de sus propias habilidades editoriales y de su bolsillo. Siguieron años de formación paciente, otro par de libros, su participación en diversas revistas y muchas lecturas de autodidacta impenitente.
A los que caímos en ese divertimento titulado Un rincón para César (Bassarai, 1999) el tono grave de su última novela nos ha quitado la sonrisa de una bofetada. Marzo teoriza sobre el radicalismo democrático y afirma no saber qué va antes, si la persona, el ciudadano o el escritor. Pero este es el momento de hablar de literatura, en concreto de La alambrada, recientemente publicada por la misma editorial, un ejercicio de bisturí que está sorprendiendo a los lectores y ha pillado con el paso cambiado a la crítica. Pregunta: ¿Lees las críticas? Respuesta: Sí. No puedo evitar ser curioso. -¿Y qué opinión te merecen? -Como autor, pienso que no han desvelado las claves de la novela, pero ésta es una visión subjetiva. Quizá no las haya expresado con la suficiente claridad, y los libros, una vez publicados, pertenecen también a ellos, a los críticos, además de a los lectores. -Has definido La alambrada como el testimonio de un enfermo terminal. Se plantea como el diálogo de un joven con su tío moribundo en la habitación de un hospital. ¿Cuándo y cómo surgió la idea? -Hace ya unos años. Es el cruce de caminos de varias ideas y argumentos. La primera, el fallecimiento de un ser querido tras una larga agonía a causa de un cáncer. Pero también la idea de describir el salto de un joven a una concepción más madura, trágica y placentera de la existencia. -¿Se trata, pues, de una novela autobiográfica? -No es una novela autobiográfica, desde luego no en sentido estricto. Ninguno de mis conocidos podría reconocerse en Emilio, los personajes de La alambrada no son una transposición de mi familia, ni yo soy Ángel, el coprotagonista y narrador. Aunque la situación de la novela no me es ajena. En un río parecido he nadado yo. -¿Novela de ideas o novela realista? ¿a qué carta nos quedamos? -Ambas cosas. Las ideas no están en un mundo aparte platónico, pero tampoco hay que confundirlas con la realidad. Hay un tipo de novela realista que confunde los dos planos hasta que ya no se pueden distinguir, el de las ideas y el de eso que por convención llamamos realidad. Aunque el buen hacer literario ha salvado muchas de esas obras, esa superposición sin fisuras ha tendido a crear obras de un tipo de narración previsible, que refleja una visión predeterminada y a menudo tópica y manida. En el realismo que a mí me interesa, las ideas, el qué nos gustaría ser y cómo nos gustaría que las cosas fuesen, chocan con la realidad. De ese choque surge el pensamiento, incluso diría que ese choque, esa fricción, es el pensamiento. -Emilio no podrá dejar de ser un personaje antipático para muchos lectores. -Mis sentimientos hacia Emilio son contradictorios. A alguien le sorprenderá, pero a mí también me resulta antipático. -¿No es muy arriesgado ceder el protagonismo a un personaje antipático? Emilio es el protagonista y él es quien mantiene la narración. -Estoy de acuerdo, él la mantiene. No estamos acostumbrados a dialogar en profundidad con personas de temperamento e ideas opuestas a las nuestras, y la causticidad de Emilio sólo se le disculpa por su agonía. Lo que a otro no se le perdonaría, a él se le tolera por su enfermedad. Además está el contrapeso de Ángel, su sobrino, que es al mismo tiempo narrador. -Sin ese contrapeso, la novela no guardaría equilibrio. -De hecho, un compañero me preguntó si no temía promover el suicidio entre algunos lectores. Pienso todo lo contrario. Ángel, que se encuentra en un estado nervioso de debilidad, y que es sometido a una tensión extrema en la habitación del hospital, se hace más fuerte en el curso de la narración. Si la novela fuera un monólogo de Emilio, estaría coja, no funcionaría. -Antes aludías a las claves de la novela. ¿Cuáles son? -Algún lector ha querido ver a Emilio como un representante de la contracultura, pero nada más lejos de la realidad. La contracultura es un concepto muy vago y tergiversado, pero en ella predomina la ausencia de discursos, como es el caso del punk o el movimiento hippy; en unos casos se reivindica la simple irracionalidad y en otros la vuelta a la naturaleza. Emilio es un nihilista, y el nihilismo es la base de la cultura contemporánea. Emilio es un nihilista negativo, que utiliza su inteligencia para deconstruir las ideas y no deja títere con cabeza, ni siquiera a él mismo. En Ángel, por el contrario, apunta ya un nihilismo positivo. Es un salto enorme. "La vida es un argumento que se va construyendo", dice en una ocasión. No es una idea en absoluto novedosa, pero en las últimas décadas ha caído en el olvido. -¿Cómo se da ese salto? -Es un salto necesario, porque a los pies está el vacío y hay que salvarlo. Ángel lo da cuando se enfrenta a la muerte de su tío y a su agonía, y a la quiebra del modelo que éste personifica. -Sorprende la cuestión política en La alambrada, un asunto arrumbado por las últimas hornadas de escritores. -Es cierto que durante unos años la mayoría no ha tratado lo político, y si lo ha hecho ha sido para despreciarlo, prevaleciendo un modelo de individuo un tanto infantil, que huye de cualquier cosa que huela a responsabilidad o compromiso. -Eso me recuerda a Un rincón para César, tu anterior novela. -La idea de Un rincón para César, la historia del joven que huye de todo y se marcha al campo, surgió de una reducción al absurdo de esta actitud, de la llamada libertad negativa, que es un caramelo. Hay varios autores minoritarios que también han tratado las cuestiones sociales y políticas, sobre todo poetas y cuentistas, algunos muy jóvenes. No pienso desde luego que sea obligado escribir sobre lo social en una novela, pero lo enfermizo es que no se pueda escribir sobre ello. De todos modos, observo un cambio de tendencias. En la Liga de Escritores Independientes estamos trabajando en esa línea, rompiendo el miedo y el silencio. Ahora el primer escollo será superar la gran incultura política propiciada por dos décadas de hegemonía cultural neoliberal. -¿Por qué el título de La alambrada? -En el curso de la redacción fui cambiando de un título a otro. Éste lo tomé de una escena en la que Ángel se halla solo en un campo deportivo rodeado por una alambrada. Me gustó el título de un modo intuitivo, fue luego cuando pensé en la enorme carga simbólica de la escena. -Da la impresión de que en La alambrada no dejaste ningún cabo suelto, ningún espacio al azar. -No querría dar esa impresión porque no es cierta. Aunque tardé varios años en madurar la historia, la redacción final fue muy rápida, en estado de gracia. Las circunstancias concretas, las situaciones descritas y a las que se alude, al menos la mayoría, se hallaban ya en mis apuntes antes de la redacción, pero la novela no hubiera sido posible si, en un momento dado, los dos personajes no hubieran tomado la iniciativa. El milagro de un buen diálogo se produce cuando los personajes hablan por cuenta propia; y cuando te entrometes, miran abajo y dicen: "Tú limítate a transcribir, ¡estúpido escritor!" |
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