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La insignia
2 de septiembre del 2002


Las arenas del Dhafara después de una fuerte lluvia


Higinio Polo
La Insignia. España, 2 de septiembre.


Para Ascensió Solé y Lola Hurtado

Fui a ver aquella exposición de fotografías sobre el desierto, que habían organizado en Barcelona, movido por un capricho o una premonición, quién sabe, porque a los desocupados nos aflige el crujido del tiempo. Cuando llegaba a la fundación pensé en el cambio de estaciones y en la mirada inmóvil de la desdicha, y reparé en que llevaba la cabeza cubierta, envuelta en una larga muselina. Además, me sorprendí a mí mismo viendo que, colgada en bandolera, cargaba una cantimplora, pero no le di mayor relevancia al detalle, porque siempre me han dicho que soy un excéntrico. Allí dentro, en la fundación atendida por señoritas amables que repartían folletos, estaba el desierto, el de Arabia, el Neguev, el sirio, también el Sáhara. Por un azar, mientras miraba a hurtadillas a una joven que tenía ojos de amatista, recordé la vieja frase que indica que en las botellas de ron hay sueños de piratas, y razoné, creo que con alguna lógica, que si el dicho era cierto en las cantimploras de agua debían encerrarse sueños de beduinos. Me dije, resignado, que eran ideas peregrinas, suscitadas por las atractivas azafatas o por la exposición que me disponía a contemplar.

En la primera sala, oí decir a un hombre alto y distinguido: "aseguran los tuaregs que Dios creó los países con agua para que los hombres fueran felices, y los desiertos para que se encontrasen a sí mismos", y pensé que el calor excesivo mueve al hermetismo, aunque no hay duda de que esas soledades de arena tranquilizan el espíritu: había leído en alguna parte que, no hace mucho, un fotógrafo norteamericano, o británico, quiso hacer un reportaje sobre Ibn Battuta y que para ello viajó durante dos semanas con quinientos camellos avanzando por el desierto. El fotógrafo recordaba después que nunca había sido tan feliz, aunque no decía por qué. Tal vez era innecesario. Reparé, en ese instante, que aquellos centenares de camellos hollando las rutas abrasadas me resultaban familiares, y reflexioné que el testimonio del fotógrafo hacía menos tenebroso el hecho de que, al parecer, los desiertos avanzan en el mundo: la larga línea que delimita el Sáhara gana cada año seis kilómetros, de manera que en una década habrá avanzado sesenta kilómetros. Me dije, argumentando, que la fascinación que nos produce el desierto lleva dentro el engaño de la muerte, pero que era indudable, también, que podemos ver el desierto como expresión de la libertad, al igual que Lawrence o Saint-Exupéry, o el conde Almasy.

Como si sacase una pieza de mi catálogo personal de recuerdos desvencijados pensé en Lawrence de Arabia, ascendiendo por una duna. Lawrence, del que yo recordaba algunas imágenes de la película de David Lean, había muerto en un estúpido accidente de motocicleta en 1935. Después, pensé en Saint-Exupéry, que se perdió con su avión en el mar Mediterráneo en el curso de una misión contra los nazis, en 1944. Los dos hombres me resultaban cercanos, como si formasen parte de una de las combinaciones de mi destino. El coronel Lawrence estaba enamorado del desierto, como yo. De hecho, iba pensando en él cuando entré en la exposición, recordando la peripecia de su manuscrito, la maldición que lo perseguía en aquel cruce de ferrocarriles británicos donde Lawrence perdió su libro de recuerdos árabes; iba evocando su silencio deshonrado y su posterior abandono del ejército inglés; su deuda con los beduinos, a los que había prometido la ayuda de Inglaterra, creyendo en las palabras de lord Kitchener; y, era inevitable, pensaba en su inesperado final.

En las salas de la exposición tropecé con el nombre de Maxime du Camp y con su Vista del Nilo, 1849-50. También con Félix Teynard, y su Gizeh, 1853, una fotografía en la que se ve la pirámide de Kefrén y la esfinge, casi enterrada en la arena: apenas se distingue la cabeza. Algo más allá me esperaba sir Wilfred Thesiger, con una placa del desierto de Arabia, en El Dhafara, Rub' al-Khali, en la que se veía un camello sentado encima de una duna: era una fotografía de 1948, en los años de la partición de Palestina. Y otra imagen más, de una caravana, a la que habían titulado Travesía de las arenas. Yo miraba con atención las vastas extensiones devoradas vigilando al mismo tiempo las salas por si aparecía la chica de los ojos de amatista. En ese instante, el hombre que había citado el proverbio tuareg se me acercó. De lejos se le reconocía como un hombre maduro, pero no aparentaba los más de ochenta años, tal vez noventa, que tendría. Era un hombre alto, enjuto, curtido, de ademanes suaves, que imprimía una cierta rigidez a sus pasos, igual que si fuera un militar británico de otra época. Me llevó, como si hubiéramos llegado juntos, como si nos conociéramos, ante más fotografías: de halcones peregrinos en el desierto, en el Omán de 1949; de hombres pensativos en el Neguev, y una de un mar de dunas, también en Rub' al-Khali, en Arabia, en 1948, que se llamaba Las arenas del Dhafara después de una fuerte lluvia. El anciano me confesó que le gustaba aquel título para una fotografía del desierto.

Vi después, con él, la foto de una calle en un oasis, como las que yo mismo había visto en Argelia, después del asesinato de Boudiaf y antes de las matanzas. La escena que teníamos ante los ojos la había tomado Émile Frechon, y la tituló Argelia, entre 1890-95. En la imagen, los niños jugaban en el suelo, y un hombre reposaba en la sombra. Más allá, se veían las palmeras y los muros de tierra. Al lado, podía verse la desolación del Mar Muerto, en un ferroprusiato, oí decir, de Félix Bonfils, de 1870, que me resultó extrañamente familiar. Después, vi el inmenso desierto de Namibia, en las instantáneas en blanco y negro de Balthasar Burkhard, hechas en el año 2000. Aún vi, antes de alcanzar de nuevo el patio de entrada, la panorámica de la esfinge y las tres pirámides de Keops, Kefrén y Mikerinos, realizada hacia 1870 por Hippolyte Arnoux, que tal vez era familiar, dije, de la madame Arnoux de nuestras lecturas. El caballero, amable, sonrió ante la observación idiota. Vi con él, bajo una luz rencorosa, otras fotografías, que mostraban la obsesión que tienen algunos individuos por subir a la cabeza de la esfinge de Gizeh: una persona es aproximadamente del tamaño de un ojo del monstruo, por lo que la ascensión es un peligro, pero allí estaban, satisfechos, saludando al mundo desde los sesos de la esfinge.

Ya en el patio de entrada, el anciano hizo una seña, que me pareció una orden, a uno de los empleados de la fundación. Después, de una forma natural, me habló de Lawrence de Arabia y del relato que hace el inglés de la caravana de dos mil camellos, cegados por el desierto, que cruzó la Transjordania para ayudar a las tropas británicas en su ataque a Damasco durante la primera guerra mundial. Nombró también a Paul Bowles, casi como un compatriota del desierto, al que representó escribiendo como un nómada, pasando su vida en Tánger; y me habló de un tal Bruce Chatwin, otro escritor, del que yo no había oído nunca hablar, y que al parecer citaba en sus folios a Hudson y su obra Días de ocio en la Patagonia, para decirnos que éste dedicó un capítulo entero de su libro para contestar a Darwin. Escuché que el padre del evolucionismo se había preguntado en El viaje del Beagle por las razones que explicaban la irresistible atracción de los desiertos patagónicos, y que W. H. Hudson replicaba que los hombres que recorrían esas extensiones desorbitadas descubrían la serenidad, algo parecido a la paz de Dios. Aquí, el caballero volvió a repetir la creencia tuareg, sin saber que yo ya la había escuchado. "Dios creó los países con agua para que los hombres fueran felices; y los desiertos, para que se encontrasen a sí mismos."

"No sé por qué he relacionado a veces la figura de Diógenes el cínico con la soledad de los desiertos, más allá de las fáciles analogías", siguió el anciano, mientras yo intentaba ocultar la cantimplora, temiendo que me interrogase por ella. "Diógenes está solo en La Escuela de Atenas; un personaje con túnica blanca parece que se acerca hacia él, pero enseguida lo desvían hacia el centro de la escuela, allí donde están Platón y Aristóteles. Diógenes está recostado en la escalera, casi desvestido. Los restantes filósofos y matemáticos están acompañados: Sócrates, por ejemplo, que aconseja. Hasta Pitágoras, que parece escribir -como Epicuro-, está acompañado, y aparece rodeado de otros filósofos, Empédocles, Arquímedes. En fin, ya sabe. Platón señala el cielo con la mano y Aristóteles contiene con la suya los límites del debate para encontrar la verdad. Mientras tanto, Diógenes está en el desierto", acabó, conduciéndome hacia la salida. "Todos estamos en el desierto."

Se había detenido junto a una escalera, al lado de la librería, y me confesó que en una ocasión había llegado a Bombay después de atravesar el Rajastán, tomando un tren que llaman Desert Queen, la reina del desierto. "Era un tren de vapor con piezas de cobre dorado y bandas rojizas que destacaban en los negros metales de la locomotora." Yo asentía, como si cumpliera órdenes. "Tenía que conducir a mis hombres al destacamento y temía el estallido de algún motín. Ya sabe que hay que ser siempre inflexible con los oficiales y generoso con la tropa". Asentí. "No todos amaban aquel destino. Bombay nos muerde, pero al mismo tiempo nos atrapa, aunque nunca llegas a saber si le amas o le maldices. En cambio, mucho tiempo atrás, Pierre Loti, satisfecho, había dejado atrás la peste en Bombay para llegar a Bender-Buchir, en la costa persa, y empezar desde allí su ansiado viaje hasta Ispahán. El francés viajaba en caravanas de camellos que hoy nos parecen signos de épocas lejanas, ya ve", continuó el hombre, sin reparar en el hecho de que Loti era un hombre que había vivido a caballo de los siglos XIX y XX. "Fíjese", siguió, "Loti, que tanto viajó, consideraba a la luna amiga de los aventureros nómadas, y confesaba que hasta llegar a Persia no había atravesado nunca el desierto por la noche, ni en Marruecos, ni en Arabia, ni en Siria. En Persia es tan duro el sol del desierto que las rutas, nos dice, se hacen por las noches."

Miramos de nuevo algunas fotografías. "Nuestra inclinación es apenas el dominio de la terquedad o de la astucia, aunque no somos los únicos. Muchos otros se han sentido atraídos por los desiertos, como el polaco Potocki, que se incorporó a la embajada que en 1805 envió el zar de Rusia a la China, una titánica misión que iniciaron en San Petersburgo y que atravesó Siberia para llegar hasta el desierto de Gobi. El conde, como sabe, tuvo la gentileza de dejarnos una Memoria sobre la expedición a China." Yo no lo sabía, me dije, agradecido, mientras reparaba en que las botas de marcha que llevaba me las había apretado demasiado. "Hubo una mujer, Isabella Bird, más joven que yo", dijo, sonriendo, "que se atrevió a viajar por el desierto en agotadoras jornadas cuando tenía más de setenta años: era una jovencita". "Aquí hemos visto la arena, pero usted pensará también en el temblor del capitán Burton viendo agitarse las colgaduras negras de la Kaaba expuestas al desierto de Arabia, o se detendrá en la emoción de Beryl Markham pilotando su Leopard Moth para atravesar tres mil millas de desierto, en el Sáhara, antes de llegar a El Cairo, el año en que estalló la guerra civil española. Sin olvidar que tal vez recuerde al conde de Almásy, pobre, y sus disenterías, un hombre que fue oficial de la Luftwaffe y que exploró Libia, se relacionó con meharistas, se lanzó a la busca de oasis perdidos, pilotó aviones y fue espía nazi. Usted conoce, sin duda, Nadadores en el desierto. Todo eso es también el desierto. El desierto está en todas partes. Después de todo, el albero y el polvo de ese gran mar de arena que se extiende desde Marrakech hasta el golfo pérsico llega hasta el Caribe y tiñe de color la nieve depositada en las montañas de América central."

Incómodo, aunque sin saber exactamente por qué, le hablé al oficial británico (a esa altura había decidido que era un miembro del ejército inglés, sin duda) de Una pasión en el desierto, de Balzac. Le dije que aquella obra era considerada inmortal por el señor de Charlus, el personaje de Proust, y le dije también, atropelladamente, que David Blaustein, al comienzo de su film Botín de guerra, hacía mención de los niños indígenas que, tras el genocidio llamado eufemísticamente "campaña del desierto", fueron arrebatados a sus padres y entregados a familias pudientes de Buenos Aires para que fueran educados dentro de las reglas civilizadas y cristianas, aunque aquellas palabras servían para encubrir la realidad de que los indiecitos fueron utilizados como peones y sirvientes, casi como esclavos. El ejército argentino comenzaba entonces un rito macabro que iba a terminar con el robo de niños en la dictadura de los militares de Videla y Masera.

Me escuchó, impaciente, pero no me dejó continuar. "Ya me disculpará, pero a usted, sin duda, le interesa el coronel Lawrence de Arabia. Debe tener presente que Lawrence estaba condenado a soportar la reprobación y la sospecha. Ya sabe que escribir Los siete pilares de la sabiduría le costó al coronel algunos sinsabores: perdió la primera versión, tal vez robada, en 1919. Volvió a escribir, y la segunda versión, centenares de páginas agrupadas en diez libros, la arrojó al fuego en 1922, guardando una página, una sola. Después, atenazado por la sospecha de otros, tal vez por la envidia, volvió a escribir sus páginas. Son las que usted conoce. En esos años, apenas tenía recursos para alimentarse: algunos fabianos, como George Bernard Shaw, le ayudaron, pero él no pensaba en otra cosa más que en los beduinos del desierto, en los árabes traicionados por Inglaterra, y en su palabra de soldado pisoteada en los salones de Versalles y en las oficinas del servicio exterior británico. Había prometido a los árabes que el desierto les pertenecería, sin sospechar que se acabaría el siglo XX sin que esa promesa se cumpliera. El miedo que Lawrence sintió tras la toma de Damasco le iba a perseguir siempre."

Hizo una pausa para mirarme, como si quisiera comprobar mi impedimenta, las botas brillantes, la cantimplora, el correaje. "Miedo. Hay que haber visto las paredes de arena que se desplazan por el desierto para entender el miedo, para comprender la inutilidad del esfuerzo humano: caravanas enteras desaparecen en las tormentas. Pero el temor que oprimía a Lawrence era un miedo distinto, más turbio, más antiguo. Un miedo que comprenderían hoy los palestinos sin patria." Mientras escuchaba al anciano rememoré vagas noticias sobre aviones engullidos por la arena de las tormentas, naves que volaban a centenares de metros de altura destruidas por el polvo del desierto, imágenes de los campos de refugiados palestinos. Le referí una peripecia vista en olvidados documentales cinematográficos y hablé de las imágenes tomadas por los satélites, de las gigantescas nubes de polvo atravesando el Mediterráneo y el Atlántico, llevando millones de toneladas de arena volando sobre el océano, y el viejo oficial me miró sin entender, como si le hablase de algo absurdo.

"No somos los británicos los únicos que tenemos el privilegio de amar el desierto", dijo, confirmando mi intuición, puesto que hablaba un correcto castellano y nadie hubiera supuesto que era inglés, "piense en Théodore Monod, o en Saint-Exupéry, que recorrieron el desierto en Mauritania unos años después de que nosotros entrásemos en Damasco y se la arrebatásemos al turco." Se detuvo un momento y acabó: "Siempre he pensado si no era nuestro deber reparar el agravio por el que Lawrence arrostró la vergüenza hasta el final de su vida. Si no debemos examinar de nuevo la partición de Palestina, el futuro de los mandatos de la Sociedad de Naciones. Si no es así, mucho me temo que estaremos siempre ante las arenas del Dhafara, después de una fuerte lluvia, como hace medio siglo, igual que hace ochenta y cinco años."

Tenía sed. Es probable que fuese por la visión de las arenas del desierto, o por la confusión que me secaba la boca. Dudé entre ir a la cafetería de la fundación o volver a casa. Reparé en que llevaba cantimplora y bebí un largo trago, que se me derramó en parte por la comisura de los labios. Recordé en ese instante una frase de Allenby, tras la toma de Jerusalén, y pensé en las palabras de lord Kitchener alentando a la revuelta árabe contra los turcos. En ese momento, cuando me iba, vi a Lawrence. Estaba allí, observándome. Lo miré, desconcertado, y supe que mi vida iba a dar un vuelco. Miré hacia atrás, a las salas de la exposición, pero habían desaparecido. Vi, con estúpida esperanza, a la chica de los ojos de amatista, que me dedicó una inquietante sonrisa. Quise decir algo, atrapar las raíces desnudas de un instante derribado por la lluvia, y, entonces, un huracán de ceniza me devolvió a la realidad.

"Prepare a sus hombres", me dijo Lawrence, imperativo, "y controle la provisión de agua, nos espera un día difícil". Me quedé helado, pero supe reaccionar de inmediato. "A sus órdenes, mi coronel", le dije, cuadrándome, yo, que nunca he llevado un uniforme, o, al menos, así lo creí hasta hoy. Entonces, descubrí que estábamos en unos galpones abandonados y me dispuse a preparar la salida, seguro de que en esta ocasión las cosas sucederían de otra forma. Recordé, confuso, los días pasados en Alepo, en el hotel Barón, llenos de gozo, la escalera de la entrada, el salón con el piano, la habitación del coronel Lawrence desde la que atisbaba los zocos. Quise ver aún la fotografía de El Dhafara, Rub' al-Khali, pero vi que estábamos en Arabia, bajo el turco, peleando en la gran guerra, y me acometió un sudor frío al pensar que recordaba con precisión unas fotografías hechas en el año 2000. Todavía faltan más de ochenta años para llegar a esa fecha, que yo ya no veré, pero no quise pensar en ello, y me dispuse a caminar de nuevo, porque me di cuenta de que las cantimploras de agua encierran sueños de beduinos. Me apresuré. Había que aprovechar las horas más frescas de la mañana. Damasco nos esperaba.



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