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La insignia
28 de octubre del 2002


La ciencia también es una lírica


Carlos María Domínguez
Brecha. Uruguay, octubre del 2002.


La pedagogía, el sentido común y sus persuasiones vincularon la ley a la fuerza de atracción de la tierra. Pero a poco de leer con detenimiento las palabras de Newton encontramos su metáfora y representación: "Todo pasa como si los cuerpos se atrajeran proporcionalmente al producto de sus masas y en razón inversa al cuadrado de sus distancias".

Al modo de Machado con su "Todo pasa y todo queda...", lejos de hablar de un derrumbe nombra la atracción de los cuerpos celestes y mundanos en el espacio, su poder de encantamiento en el radio de las direcciones posibles. Los cuerpos se atraen, dijo Isaac, en razón inversa a la intensidad de su diferencia y su distancia. ¿Por qué los cuerpos se juntan, se besan, se adhieren y desean entre sí? No lo sabemos. ¿Qué fortuito destino los reúne en la proporción de su ser? Tampoco. Apenas sospechamos que su soledad gravita y corrige, quiere ser y dejar de ser al mismo tiempo. Decían los clérigos: "Dios obra misteriosamente", y con singular modestia lo expresó Newton: "Todo pasa como si...". Sobre esa conjetura y el regreso del bíblico manzano edificamos nuestra iglesia.

Decía Fernando Pessoa que el binomio de Newton es tan bello como la Venus de Milo, sólo que es muy poca la gente que se da cuenta. Mientras los científicos avanzan en su afán por atrapar lo que no comprenden, la mayoría de la humanidad convierte lo que no entiende en respuesta. Aprendimos a manipular la combustión, la luz eléctrica, las computadoras, con la misma omnipotencia e indefensión con que un recién nacido recibe a la corte de sus parientes hasta el instante en que algo comienza a oler mal. No hay mayor certidumbre que el estado de completa ignorancia. ¿Pero qué somos, hoy, sin un enchufe, frente a un cortocircuito o un virus en la computadora? Un ser que arrastra su miseria en busca del técnico que nos devuelva el alma, el orgullo y su candor. Pretendemos un mundo del tamaño de nuestra conciencia y una conciencia del tamaño de nuestra necesidad. Detrás de la tecnología, sin embargo, queda el mundo inexplicado e incierto.

Podemos manipular la luz y saber que se comporta como corpúsculos o como ondas, pero no explicar qué es. Y lo milagroso no es que la inteligencia del hombre acierte con las leyes de la naturaleza, lo milagroso es que la naturaleza conteste a su ilusión, como contesta la realidad a las palabras del poeta. También la ciencia es una lírica. Una pretensión humana que no acaba de consumarse.

Mientras el círculo fue para los griegos la representación perfecta, Dios el centro de la creación y el punto de fuga, el núcleo desde donde organizar la perspectiva euclideana, las estrellas giraron alrededor de la Tierra con una circularidad emblemática. Aun cuando Copérnico descubrió que girábamos alrededor del sol no necesitó adjudicarle otro movimiento que el circular. Y ahí estaba el universo para contestarle, de nuevo, que sí.

Pero algo se descentró en el mundo de los hombres, Dios dejó de ocupar su corazón, Miguel Ángel comenzó a sumar unas torsiones demasiado enfáticas a sus frescos y el Greco las llevó a una dimensión alegórica. Entonces Kepler debió renunciar a los resultados de una vida de trabajo y asumir su fracaso, antes de comprender que los planetas no se movían en círculos sino describiendo órbitas elípticas, y el universo, otra vez, le dijo sí, tal si adoptara las proporciones de una obra manierista.

Una larga cadena de cambios en los paradigmas científicos nos arroja a lo desconocido de la pregunta original: ¿será que la verdad y la belleza se atraen proporcionalmente al producto de sus masas y en razón inversa al cuadrado de sus distancias?

Ancho mundo. Por nimio que parezca, un viejo manual de meteorología, rescatado de los puestos de la feria de Tristán Narvaja, motiva mis modestas reflexiones. Se titula La meteorología y tiene la bondad de llevar este generoso acápite: "Obra escrita al alcance de todas las inteligencias por el doctor don Fernando Santander y Gómez. Ilustrada con profusión de grabados que explican el texto". Fue editado en Barcelona por el Establecimiento Tipográfico Editorial de Ramón Molinas en 1898.

Entonces la meteorología llevaba más de cincuenta años de vertiginoso progreso desde que el teniente de navío de la armada estadounidense F Maury le dio un impulso decisivo. En 1842, a instancias suyas, el gobierno de Estados Unidos expidió una circular pidiendo a todos los capitanes de barco que comunicasen sus observaciones a fin de que se pudiese trazar la carta de los vientos del Atlántico. Ningún capitán le dio pelota. Pero, sin rendirse, Maury resolvió forzar la atención pública: con sus observaciones de los vientos realizadas a lo largo de diez años consiguió que el capitán Jackson, a bordo del velero Wright, partiera de Baltimore el 9 de febrero de 1848 y cortara el Ecuador 24 días después, cuando hasta entonces la travesía requería 41 días de navegación. El Wright había aprovechado los vientos favorables y evitado los peligrosos siguiendo las previsiones de Maury. El éxito alentó la realización de un congreso internacional reunido en Bruselas, en 1853, con la participación de los más distinguidos meteorólogos, y desde entonces se estableció una red telegráfica europea para seguir los huracanes desde la frontera ruso-asiática hasta Lisboa. El estudio del comportamiento del cielo se convirtió en una ciencia que requería la colaboración de todas las naciones que vivían debajo.

El libro de don Fernando Santander y Gómez tiene la virtud de explicar muchos fenómenos que el ciudadano común ignora, aunque se vea cotidianamente expuesto a ellos. Puede que muchos de sus datos hayan sido posteriormente corregidos y ajustados, pero trasmiten esa cuota de misterio que nadie necesita para vivir, a menos que harto de convertir su seguridad en certeza experimente una necesidad de asombro y se atreva a meter la cabeza en la boca del mundo.

Dice don Fernando que el peso de un litro de aire seco es de cerca de 1,3 gramos, de modo que por el sólo hecho de andar sobre la superficie de la Tierra un hombre carga sobre sus hombros una columna de 15 quilos de aire y no puede avanzar de pie con una presión superior a 10 quilos, equivalente a vientos de 96 quilómetros por hora.

Entre otras sorpresas, dice: "También recibe la Tierra calor de las estrellas, en cantidad, por extraño que parezca, casi igual a la que recibe del sol en igual tiempo.

Este calor estelar llega hasta la superficie de la Tierra por irradiación a través de los espacios siderales. La corta cantidad que puede llegarnos procedente de cada astro queda compensada con la infinidad de las estrellas que lo envían". De modo que si no calentaran nuestras noches, ¿cuánto más frías serían? Que tomen nota los poetas: ¿fría luz de las estrellas?

Los observatorios meteorológicos de montaña conocieron en el siglo xix muchas sacrificadas aventuras que don Fernando relata. Tipos dispuestos, literalmente, a morir de frío, con tal de observar qué ocurría en las altas cumbres, enfrentando vientos de 290 quilómetros que en apenas una hora convierten un poste telegráfico en un carámbano de escarcha de tres metros de diámetro.

En 1888 debió abandonarse la estación de Pike's Peak, en Colorado, Estados Unidos, a 4.340 metros de altura, después de 15 años de funcionamiento. El registro más bajo de temperatura fue de 39 grados bajo cero. "La velocidad del viento era menor que en Monte Washington -asegura don Fernando-; pero, en cambio, era grande la exposición al fuego del cielo, especialmente en tiempos húmedos o durante las nevadas. En tales condiciones, era dable hacer salir chispas de los dedos, y todos los objetos puntiagudos se empenachaban con un surtidor de fuego." ¡Fuego del cielo! No estamos hablando de rayos sino del frío que quema y produce fuego. ¿Hielo en el cielo? Los altos cirrus que a menudo vemos pasar sobre un fondo azul, están formados por finas agujas de hielo que se desplazan entre los 5 mil y 9 mil metros de elevación, a temperaturas bajo cero.

Hace unos años, un amigo de Montevideo resolvió la iluminación del jardín exterior de su casa prescindiendo de ute. Consiguió captar la energía eléctrica de la atmósfera. Confieso que cuando me lo comentó creí que deliraba, pero don Fernando no sólo vino a confirmármelo, también explica el sencillo instrumento que utilizó mi amigo. El aire de la atmósfera tiene, en forma más o menos constante, una carga de 50 voltios de electricidad. Sólo hay que oponerle otro polo para que se produzca un fenómeno similar al de los rayos durante las tormentas.

Imposible reseñar la cantidad de novedades y asombros que acerca este viejo y generoso libro, "al alcance de todas las inteligencias". Agregaría también de la sensibilidad, porque no hay más que conocer la rotación de los vientos del mundo y su maravillosa coordinación con el movimiento de las mareas para comprender, con emoción, que nuestra pequeña vida cotidiana habita un auténtico y vasto prodigio del que a menudo no tenemos ni idea, y que las ciencias como la poesía, el saber y la estética abren un mismo camino al límite de los misterios intolerables. No se puede vivir, todo el tiempo, con la cabeza en la perplejidad, pero tampoco, todo el tiempo, en las manidas, rutinarias certezas. Don Isaac, Pessoa y don Fernando nos lo recuerdan.



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