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8 de octubre del 2002 |
Jaime Barba
Esto del uranio es un tema árido. No es sencillo explicarlo cuando se ignora tanto. Me atrevo por una sola razón: la idea de un uranio empobrecido me parece un escándalo.
Sé que los expertos (los halcones, sobre todo) me espetarán que la cuestión no es para legos. Y es que si ellos dicen que hay uranio empobrecido y que su empleo no causa efectos nocivos, pues, qué remedio, hay que creerles. Sin embargo, yo no puedo, soy (por culpa de mi progenitor, y el republicano-inmigrante-español-pobre de mi abuelo, y el padre de él... y así hasta llegar a Lucy, o mejor aún: hasta la primera ameba) un redomado incrédulo. Confieso sin tapujos mi ignorancia respecto al uranio empobrecido. Y es que sólo hasta hace cuatro días me he enterado de la cuestión. Supongo que llevo décadas de retraso. El uranio, de elemento atómico número 92 (símbolo U), es un metal blanco de la familia de los actínidos. Ah, y se oxida en contacto con el aire. Mi hija mayor, que sí está enterada respecto al uranio me informa: «Todos los compuestos del uranio son tóxicos. El U 235 (físil) separado de las impurezas del boro (B) y el cadmio (Cd), se utiliza en reactores nucleares y armas atómicas. El U 235 (físil) se obtiene por irradiación de torio natural». Y a continuación me pregunta ella: «¿Y vos para qué lo querés?». Alcanzo a comprender por su explicación que, aunque está en jerigonza científica, aquello es peligroso. Hiroshima y Nagasaki, sin duda, son ejemplos prístinos de los efectos del uranio. Me corrijo: En realidad es un poco ingenuo atribuirle voluntad al uranio, más bien habría que decir que el uranio en manos insensatas (e irresponsables, por consiguiente) esculpe monumentos monstruosos como los miles de muertos y afectados por la radiactividad en el tristemente célebre fin de la guerra nº 2. Pues bien, volvamos. Lo del uranio empobrecido desde hace cuatro días me quita el sueño. Todo apunta a CNN, como responsable de mi desvelo. Y es que esa cadena lanzó el asunto. Se trataba de un reportaje en varias entregas (aunque sólo aguanté una) acerca de la cuestión del inminente ataque contra Irak. Vi y escuché con cuidado. Lo medular estaba en dos cosas: 1) Que las bombas que destruyeron los tanques iraquíes en la frontera con Kuwait, en el marco de las alucinantes jornadas bélicas de la eufemística Tormenta del Desierto, estaban revestidas de uranio empobrecido y 2) Que el uranio empobrecido (decía el periodista que afirmaban los halcones) no causaba daños posteriores (amén de la muerte del que lo recibe, se entiende; es decir, una bicoca). Como se ve los motivos para mi desvelo son justificados. Que las tropas invasoras iraquíes iban a ser aniquiladas era ficha cantada, y sólo la temeridad y tiránica voluntad bélica del jefe de Estado (y su cohorte) iraquí pensaban lo contrario. En verdad, no me interesa hacer un alegato a favor de Saddam Hussein y sus secuaces, ni lo merece ni es necesario: ese régimen es presa de su propia prisión. Lo terrible de la cuestión es que se diga que el uranio empobrecido es inocuo. En el reportaje en comento se muestran los efectos duraderos (en niños, sobre todo) de aquella iniquidad. En la hora presente pareciera que no hay argumentos que pongan límite a este anhelo desbocado de una minoría ínfima de personas que aspira llevarnos a la extinción de la especie humana sin interpósita mano. No puedo menos que decir: Uranio empobrecido, ¡sí, cómo no! San Salvador, 4 de octubre de 2002 |
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