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La insignia
26 de octubre del 2002


El Diablo Cojuelo (II)


Luis Vélez de Guevara (1579-1644)


Tranco cuarto

Dejemos a estos caballeros en su figón almorzando y descansando, que sin dineros pedían las pajaritas que andaban volando por el aire y al fénix empanado, y volvamos a nuestro astrólogo regoldano y nigromante injerto, que se había vestido con algún cuidado de haber sentido pasos en el desván la noche antes, y, subiendo a él, halló las ruinas que había dejado su familiar en los pedazos de la redoma, y mojados sus papeles, el tal espíritu ausente; y viendo el estrago y la falta de su demoñuelo, comenzó a mesarse las barbas y los cabellos y a romper sus vestiduras, como rey a lo antiguo. Y estando haciendo semejantes extremos y lamentaciones, entró un diablejo zurdo, mozo de retrete de Satanás, diciendo que Satanás su señor le besaba las manos; que había sentido la bellaquería que había usado el Cojuelo; que él trataría de que se castigase, y que entre tanto se quedase él sirviéndole en su lugar. Agradeció mucho el cuidado el astrólogo y encerró el tal espíritu en una sortija de un topacio grande, que traía en un dedo, que antes había sido de un médico, con que a todos cuantos había tomado el pulso habían muerto. Y en el infierno se juntaron entre tanto, en sala plena, los más graves jueces de aquel distrito, y haciendo notorio a todos el delito del tal Cojuelo, mandaron despachar requisitoria para que le prendiesen en cualquier parte que le hallasen, y se le dió esta comisión a Cienllamas, demonio comisario que había dado muy buena cuenta de otras que le habían encargado, y llevándose consigo por corchetes a Chispa y a Redina, demonios a las veinte, y subiéndose en la mula de Liñán, salió del infierno con vara alta de justicia en busca del dicho delincuente.

En este tiempo, sobre la paga de lo que habían almorzado, habían tenido una pesadumbre el revoltoso diablillo y don Cleofás con el Figón, en que intervinieron asadores y torteras, porque lo que es del diablo, el diablo se lo ha de llevar, y acudiendo la justicia al alboroto, se salieron por una ventana, y cuando el alguacil de Corte, con la gente que llevaba, pensaba cogerlos, estaban ya de la otra parte de Getafe, en demanda de Toledo, y dentro de un minuto, en las ventillas de Torrejón, y en un cerrar de ojos, a la vista de la Puerta de Visagra, dejando la real fábrica del Hospital de Afuera a la derecha mano; y, volviéndose el estudiante al camarada, le dijo: -Lindos atajos sabes: malhaya quien no caminara contigo todo el mundo mejor que con el Infante don Pedro de Portugal, el que anduvo las siete partidas de él. -Somos gente de buena maña -respondió el Cojuelo.

Y cuando estaban hablando en esto, llegaban al barrio que llaman de la Sangre de Cristo y al mesón de la Sevillana, que es el mejor de aquella ciudad. El Diablo Cojuelo le dijo al estudiante: -Esta es muy buena posada para pasar esta noche y para descansar de la pasada; éntrate dentro y pide un aposento y que te aderecen de cenar; que a mí me importa llegarme esta noche a Costantinopla a alborotar el serrallo del Gran Turco y hacer degollar doce o trece hermanos que tiene, por miedo de que no conspiren a la Corona, y volverme de camino por los Cantones de los esguízaros y por Ginebra a otras diligencias de este modo, por sobornar con algunos servicios a mi amo, que debe de estar muy indignado contra mí por la travesura pasada; que yo estaré contigo antes que den las siete de la mañana.

Y, diciendo y haciendo, se metió por esos aires como por una viña vendimiada, meando la pajuela a todo pajarote y ciudadano de la región etérea, a fuer de los de la jerigonza crítica, y don Cleofás se entró a tomar posada, que, aunque estaba llena de muchos pasajeros que habían venido con los galeones y pasaban a la Corte, con todo, al huésped nuevo hicieron cortesía, porque la persona de don Cleofás traía consigo cartas de recomendación, como dicen los cortesanos antiguos.

Convidáronle a cenar unos caballeros soldados aquella noche, preguntándole nuevas de Madrid, y después de haber cumplido con la celebridad de los brindis por el rey (Dios le guarde) por sus damas y sus amigos, y haber dado las aceitunas con los palillos carta de pago de la cena, se fué cada uno a recoger a su aposento, porque habían de tomar la madrugada para llegar con tiempo a Madrid, y don Cleofás hizo lo mismo en el que le señaló el Huésped, sintiendo la soledad del compañero en algún modo, porque le traía entretenido; y haciendo varios discursos sobre la almohada, se quedó como un pajarito, jurando al silencio de las sombras, como lo demás del mundo, el mesón de la Sevillana el natural vasallaje con el sueño, que solas las grullas, los murciélagos y lechuzas estaban de posta a su cuerpo de guardia, cuando a las dos de la noche unas temerosas voces repetían: «¡ Fuego, fuego !» despertaron a los dormidos pasajeros, con el sobresalto y asombro que suele causar cualquier alboroto a los que están durmiendo, y más oyendo apellidar «¡fuego!», voz que con más terror atemoriza los ánimos más constantes, rodando unos las escaleras por bajar más aprisa, otros, saltando por las ventanas que caían al patio de la posada, otros que, por las pulgas o temor de las chinches, dormían en cueros, como vinagre, hechos Adanes del baratillo, poniendo las manos donde habían de estar las hojas de higuera, siguiendo a los demás, y acompañándolos don Cleofás, con los calzones revueltos al brazo y una alfajía que, por no encontrar la espada, halló acaso en su aposento, como si en los incendios y fantasmas importase andar a palos ni a cuchilladas, natural socorro del miedo en las repentinas invasiones.

Salió en esto el Huésped en camisa, los pies en unas empanadas de Frenegal, cinchado con una faja de grana de polvo el estómago, y un candil de garabato en la mano, diciendo que se sosegasen; que aquel ruido no era de cuidado; que se volviesen a sus camas, que él pondría remedio en ello. Apretóle don Cleofás, como más amigo de saber, le dijese la causa de aquel alboroto: que no se había de volver a acostar sin descifrar aquel misterio. El Huésped le dijo muy severo que era un estudiante de Madrid que hacía dos o tres meses que entró a posar en su casa, y que era poeta de los que hacen comedias, y que había escrito dos que se las habían chillado en Toledo y apedreado como viñas, y que estaba acabando de escribir la comedia de Troya abrasada, y que sin duda debía de haber llegado al paso del incendio, y se covertía tanto en lo que escribía, que habría dado aquellas voces; que por otras experiencias pasadas sacaba él que aquello era verdad infalible como él decía; que para confirmarlo subiesen con él a su aposento y hallarían verdadero este discurso.

Siguieron al Huésped todos de la suerte que estaban, y, entrando en el aposento del tal poeta, le hallaron tendido en el suelo, despedazada la media sotanilla, revolcado en papeles y echando espumarajos por la boca y pronunciando con mucho desmayo: «¡ Fuego, fuego !», que casi no podía echar la habla porque se le había metido monja. Llegaron a él muertos de risa y llenos de piedad todos, diciéndole: -Señor licenciado, vuelva en sí y mire si quiere beber o comer algo para este desmayo.

Entonces el poeta, levantando como pudo la cabeza, dijo: -Si es Eneas y Anquises, con los Penates y el amado Ascanio, ¿qué aguardáis aquí, que está ya el Ilión hecho cenizas, y Príamo, Paris y Policena, Hécuba y Andrómaca han dado el fatal tributo a la muerte, y a Elena, causa de tanto daño, llevan su presa Menelao y Agamenón? Y lo peor es que los mirmidones se han apoderado del tesoro troyano.

-Vuelva a su juicio- dijo el Huésped-; que aquí no hay almidones ni toda esa tropelía de disparates que ha referido, y mucho mejor fuera llevarle a casa del Nuncio, donde pudiera ser con bien justa causa mayoral de los locos, y meterle en cura; que se le han subido los consonantes a la cabeza como tabardillo.

-¡Qué bien entiende de afectos el señor huésped!-, respondió el poeta incorporándose un poco más.

-De afectos ni de afeites- dijo el Huésped- no quiero entender, sino de mi negocio: lo que me importa es que mañana hagamos cuenta de lo que me debe de posada y se vaya con Dios; que no quiero tener en ella quien me la alborote cada día con estas locuras: basten las pasadas, pues comenzando a escribir, recién llegado aquí, la comedia de El Marqués de Mantua, que zozobró y fué una de las silbadas, fueron tantas las prevenciones de la caza y las voces que dió llamando a los perros Melampo, Oliveros, Saltamontes, Tragavientos, etcétera, y el «¡Ataja, ataja!», y el «¡Guarda el oso cerdoso y el jabalí colmilludo!», que malparió una señora preñada, que pasaba de Andalucía a Madrid, del sobresalto; y en la otra de El Saco de Roma, que entrambas parecieron cual tenga la salud, fué el estruendo de las cajas y trompetas, haciendo pedazos las puertas y ventanas de este aposento a tan desusadas horas como éstas, y el de «¡Cierra España!», «¡Santiago, y a ellos!», y el jugar la artillería con la boca, como si hubiera ido a la escuela con un petardo, o criádose con el basilisco de Malta, que engañó el rebato a una compañía de infantería que alojaron aquella noche en mi casa, de suerte que, tocando alarma, se hubieron de hacer a oscuras unos soldados pedazos con otros, acudiendo al ruido medio Toledo con la justicia, echándome las puertas abajo, y amenazó a hacer una de todos los diablos; que es poeta grulla, que siempre está en vela, y halla consonantes a cualquier hora de la noche y de la madrugada.

El poeta dijo entonces: -Mucho mayor alboroto fuera si yo acabara aquella comedia de que tiene vuesa merced en prendas dos jornadas por lo que le debo, que la llamo Las Tinieblas de Palestina, donde es fuerza que se rompa el velo del Templo en la tercera jornada, y se oscurezca el sol y la luna, y se den unas piedras con otras, y se venga abajo toda la fábrica celestial con truenos y relámpagos, cometas y exhalaciones, en sentimiento de su Hacedor; que por faltarme los nombres que he de poner a los sayones no la he acabado. ¡Ahí me dirá vuesa merced, señor Huésped, qué fuera ello!

-Váyase- dijo el mesonerazo- a acabarla al Calvario, aunque no faltará en cualquier parte que la escriba o la representen quien le crucifique a silbos, legumbre y edificio.

-Antes resucitan con mis comedias los autores- dijo el poeta: -y para que conozcan todas vuesas mercedes esta verdad y admiren el estilo que llevan todas las que yo escribo, ya que se han levantado a tan buen tiempo, quiero leerles ésta.

Y, diciendo y haciendo, tomó en la mano una rima de vueltas de cartas viejas, cuyo bulto se encaminaba más a pleito de tenuta que a comedia, y arqueando las cejas y deshollinándose los bigotes, dijo, leyendo el título, de esta suerte: -Tragedia troyana, Astucias de Simón, Caballo griego, Amantes adúlteros y Reyes endemoniados. Sale lo primero por el patio, sin haber cantado, el Paladión, con cuatro mil griegos por lo menos, armados de punta en blanco, dentro de él.

-¿Cómo- le replicó un caballero soldado de aquellos que estaban en cueros, que parece que se habían de echar a nadar en la comedia- puede toda esa máquina entrar por ningún patio ni coliseo de cuantos hay en España, ni por el del Buen Retiro, afrenta de los romanos anfiteatros, ni por una plaza de toros?

-¡Buen remedio!- respondió el poeta. -Derribárase el corral y dos calles junto a él para que quepa esta tramoya, que es la más portentosa y nueva que los teatros han visto; que no siempre sucede hacerse una comedia como ésta, y será tanta la ganancia, que podrá muy bien a sus ancas sufrir todo este gasto. Pero escuchen, que ya comienza la obra, y atención, por mi amor. Salen por el tablado, con mucho ruido de chirimías y atabalillos, Príamo, rey de Troya, y el príncipe Paris, y Elena, muy bizarra en un palafrén, en medio, y el rey a la mano derecha (que siempre de esta manera guardo el decoro a las personas reales); y luego, tras ellos, en palafrenes negros, de la misma suerte, once mil dueñas a caballo.

-Más dificultosa apariencia es ésa que la otra- dijo uno de los oyentes-, porque es imposible que tantas dueñas juntas se hallen.

-Algunas se harán de pasta- dijo el poeta-, y las demás se juntarán de aquí para allí; fuera de que, si se hace en la Corte, ¿qué señora habrá que no envíe sus dueñas prestadas para una cosa tan grande, por estar los días que se representare la comedia, que será, por lo menos, siete u ocho meses, libres de tan cansadas sabandijas?

Hubiéronse de caer de risa los oyones, y de una carcajada se llevaron media hora de reloj, al son de los disparates del tal poeta, y él prosiguió diciendo: -No hay que reírse, que si Dios me tiene de sus consonantes, he de rellenar el mundo de comedias mías, y ha de ser Lope de Vega (prodigioso monstruo español y nuevo Tostado en verso), niño de teta conmigo; y después me he de retirar a escribir un poema heroico para mi posteridad, que mis hijos o mis sucesores hereden, en que tengan toda su vida que roer sílabas. Y ahora oigan vuesas mercedes: -amagando a comenzar, el brazo derecho levantado, los versos de la comedia, cuando todos a una voz le dijeron que lo dejase para más despacio; y el Huésped, indignado, que sabía poco de filis, le volvió a advertir que no había de estar un día más en la posada.

La encamisada, pues, de los caballeros y de los soldados se puso a mediar con el Huésped el caso, y don Cleofás, sobre un Arte poética de Rengifo, que estaba también corriendo borrasca entre otros legajos por el suelo, tomó pleito homenaje al tal poeta, puestas las manos sobre los consonantes, jurando que no escribiría más comedias de ruido, sino de capa y espada; con lo que quedó el Huésped satisfecho. Y con esto se volvieron a sus camas; y el poeta, calzado y vestido, con su comedia en la mano, se quedó tan aturdido sobre la suya, que apostó a roncar con los Siete Durmientes, a peligro de no valer la moneda cuando despertase.


Tranco quinto

Dentro de muy pocas horas lo fué de volverse a levantar los huéspedes al quitar, haciendo la cuenta con ellos de la noche pasada el Huésped de por vida, desperezándose y bostezando de lo trasnochado con el poeta, y trataron de caminar, ensillando los mozos de mulas y poniendo los frenos al son de seguidillas y jácaras, y brindándose con vino y pullas los unos a los otros, ribeteándolas con tabaco en polvo y en humo, cuando don Cleofás también despertó, tratando de vestirse, con algunas saudades de su dama: que las malas correspondencias de las mujeres a veces despiertan más la voluntad; y antes que diesen las ocho, como había dicho, entró por el aposento el camarada, en traje turquesco, con almalafa y turbante, señales ciertas de venir de aquel país, diciendo: -¿Heme tardado mucho en el viaje, señor licenciado?

Él le respondió sonriéndose: -Menos tardó vuesa merced desde el cielo al infierno, con haber más leguas, cuando rodó con todos esos príncipes que no han podido gatear otra vez a la maroma de donde cayeron.

-¿Al amigo, señor don Cleofás- respondió el Cojuelo-, chinche en el ojo?, como dice el refrán de Castilla? ¡Bueno, bueno!

-Pocos hay- respondió el estudiante- que, ofreciéndose el chiste, miren esos respetos; pero esto lo digo yo en galantería y la amistad que hay ya entre nosotros. Mas, dejando esto aparte, ¿cómo nos ha ido por esos mundos?

-Hice todo a lo que fuí y mucho más- respondió el genízaro recién venido; -y si quisiera, me jurara por Gran Turco aquella buena gente; que a fe que alguna guarda mejor su palabra, y saben decir verdad y hacer amistades, que vosotros los cristianos.

-¡Qué presto te pagaste!- dijo don Cleofás. -Algún cuarto debes de tener de demonio villano.

-Es imposible- respondió el Cojuelo-, porque descendemos todos de la más noble y más alta montaña de la tierra y del cielo, y, aunque seamos zapateros de viejo, en siendo montañeses, todos somos hidalgos: que muchos de ellos nacen, como los escarabajos y los ratones, de la putrefacción.

-Bien sé que sabes filosofía- le dijo don Cleofás- mejor que si la hubieras estudiado en Alcalá, y que eres maestro en primeras licencias. Dejemos estas digresiones y acaba de darme cuenta de tu jornada.

-Con el traje del país, como ves- respondió el diablillo-, por ensuciarlos todos, como cierto amigo que, por desaseado en extremo, ensució el de soldado, el de peregrino y estudiante, volví por los Cantones, por la Bertolina y Ginebra, y no tuve que hacer nada en estos países, porque sus paisanos son demonios de sí mismos, y éste es el juro de heredad que más seguro tenemos en el infierno después de las Indias. Fuí a Venecia por ver una población tan prodigiosa, que está fundada en el mar, y de su natural condición tan bajel de argamasa y sillería, que, como la tiene en peso el piélago Mediterráneo, se vuelve a cualquier viento que le sopla. Estuve en la Plaza de San Marcos platicando con unos criados de unos clarísimos esta mañana, y hablando en las gacetas de la guerra, les dije que en Costantinopla se había sabido, por espías que estaban en España, que hay grandes prevenciones de ella, y tan prodigiosas, que hasta los difuntos se levantan, al son de las cajas, de los sepulcros para este efecto, y hay quien diga que entre ellos había resucitado el gran duque de Osuna; y apenas lo acabé de pronunciar, cuando me escurrí, por no perder tiempo en mis diligencias, y, dejando el seno adriático, me sorbí la Marca de Ancona, y por la Romanía, a la mano izquierda, dejé a Roma, porque aun los demonios, por cabeza de la Iglesia militante, veneramos su población.

Pasé por Florencia a Milán, que no se le da con su castillo dos blancas de la Europa. Vi a Génova la bella, talego del mundo, llena de novedades, y, golfo lanzado, toqué a Vinaroz y a los Alfaques, pasando el de León y Narbona. Llegué a Valencia, que juega cañas dulces con la primavera; metíme en la Mancha, que no hay greda que la pueda sacar; entré en Madrid, y supe que unos parientes de tu dama te andaban a buscar para matarte, porque dicen que la has dejado sin reputación; y lo peor es lo que me chismeó Zancadilla, demonio espía del infierno y sobrestante de las tentaciones; que me andaba a buscar Cienllamas con una requisitoria; y soy de parecer, para obviar estos dos riesgos, que pongamos tierra en medio. Vámonos al Andalucía, que es la más ancha del mundo; y pues yo te hago la costa, no tienes que temer nada; que, con el romance que dice Tendré el invierno en Sevilla y el veranito en Granada, no hemos de dejar lugar en ella que no trajinemos.

Y, volviéndose a la ventana que salía a la calle, le dijo: -Hágote puerta de mesón. Vamos, y sígueme por ella, don Cleofás; que hemos de ir a comer a la venta de Darazután, que es en Sierra Morena, veintidós o veintitrés leguas de aquí.

-No importa- dijo don Cleofás-, si eres demonio de portante, aunque cojo.

Y diciendo esto salieron los dos por la ventana, flechados de sí mismos; y el Huésped, desde la puerta, dándole voces al estudiante cuando le vió por los aires, diciendo que le pagase la cama y la posada; y don Cleofás respondiendo que, en volviendo de Andalucía, cumpliría con sus obligaciones: y el Huésped, que parecía que lo soñaba, se volvió santiguando y diciendo: -Pluguiera a Dios, como se me va éste, se me fuera el poeta, aunque se me llevara la cama y todo asida a la cola.

Ya en esto, el Cojuelo y don Cleofás descubrían la dicha venta y, apeándose del aire, entraron en ella, pidiendo al ventero de comer, y él les dijo que no había quedado en la venta más que un conejo y un perdigón que estaban en aquel asador entreteniéndose a la lumbre.

-Pues trasládenlos a un plato- dijo don Cleofás-, señor ventero, y venga el salmorejo; poniéndonos la mesa, pan, vino y salero.

El ventero respondió que fuese en buena hora; pero que esperasen que acabasen de comer unos extranjeros que estaban en eso, porque en la venta no había otra mesa más que la que ellos ocupaban. Don Cleofás dijo: -Por no esperar, si estos señores nos dan licencia, podremos comer juntos; y ya que ellos van en las sillas, nosotros iremos en las ancas.

Y sentándose los dos al paso que lo decían, fué todo uno, trayéndoles el ventero la porción susodicha, con todas sus adherencias e incidencias, y comenzaron a comer en compañía de los extranjeros, que el uno era francés, el otro inglés, el otro italiano y el otro tudesco, que había ya pespuntado la comida más a prisa a brindis de vino blanco y clarete, y tenía a orza la testa, con señales de vómito y tiempo borrascoso, tan zorra de cuatro costados, que pudiera temerle el corral de gallinas del ventero. El italiano preguntó a don Cleofás que de adónde venía, y él le respondió que de Madrid. Repitió el italiano: -¿Qué nuevas hay de la guerra, señor español?

Don Cleofás le dijo: -Ahora todo es guerra.

-Y ¿contra quién dicen?- replicó el francés.

-Contra todo el mundo- le respondió don Cleofás-, para ponerlo todo él a los pies del rey de España.

-Pues a fe- replicó el francés- que primero que el rey de España...

Y antes que acabase la razón el gabacho, dijo don Cleofás: -El rey de España...

Y el Cojuelo le fué a la mano diciendo: -Déjame, don Cleofás, responder a mí, que soy español por la vida, y con quien vengo, vengo; que les quiero con alabanzas del rey de España dar un tapaboca a estos borrachos, que si leen las historias de ella, hallarán que por rey de Castilla tiene virtud de sacar demonios, que es más generosa cirugía que curar lamparones.

Los extranjeros, habiendo visto callar al español, estaban muy falsos, cuando el Cojuelo, sentándose mejor y tomando la mano, y en traje castellano, que ya había dejado a la guardarropa del viento el turquesco, les dijo: -Señores míos, mi camarada iba a responder, y a mí, por tener más edad, me toca el hacerlo; escúchenme atentamente, por caridad. El rey de España es un generosísimo lebrel que pasa acaso solo por una calle y no hay gozque en ella que a ladrarle no salga, sin hacer caso de ninguno; hasta que se juntan tantos, que se atreve uno, al desembocar de ella a otra, pensando que es sufrimiento y no desprecio, a besarle con la boca la cola; entonces vuelve y, dando una manotada a unos y otra a otros, huyen todos de manera que no saben dónde meterse, y queda la calle tan barrida de gozques y con tanto silencio, que aun a ladrar no se atreven, sino a morder las piedras de rabia. Esto mismo le sucede siempre con los reyes contrarios, con las señorías y potentados, que son todos gozques con su majestad católica; pero guárdese el que se atreviere a besarle la cola: que ha de llevar manotada que escarmiente de suerte a los demás, que no hallen dónde meterse huyendo de él.

Los extranjeros se comenzaron a escarapelar, y el francés le dijo: -¡Ah, bugre, coquín español!

Y el italiano: -¡Forfante, marrano español!

Y el inglés: -¡Nitesgut español!

Y el tudesco estaba de suerte que lo dió por recibido, dando permisión que hablasen los demás por él en aquellas cortes.

Don Cleofás, que los vió palotear y echar espadañas de vino y herejías contra lo que había dicho su camarada, acostumbrado a sufrir poco y al refrán de «quien da luego, da dos veces», levantando el banco en que estaban sentados los dos, dió tras ellos, adelantándose el compañero con las muletas en la mano, manejándolas tan bien, que dió con el francés en el tejado de otra ventana que estaba tres leguas de allí, y en una necesaria de Ciudad Real con el italiano, porque muriese hacia donde pecan, y con el inglés, de cabeza en una caldera de agua hirviendo que tenían para pelar un puerco en casa de un labrador de Adamuz; y al tudesco, que se había anticipado a caer de bruces a los pies de don Cleofás, le volvió al puerto de Santa María, de donde había salido quince días antes, a dormir la zorra.

El ventero se quiso poner en medio y dió con él en Peralbillo, entre aquellas cecinas de Gestas, como en su centro.

Volviéronse con esto a sentar a comer de los despojos que había dejado el enemigo, muy despacio, y estando en los postreros lances de la comida, entraron algunos mozos de mula en la venta, llamando al Huésped y pidiendo vino, y tras ellos, en el mismo carruaje, una compañía de representantes que pasaban de Córdoba a la Corte, con ganas de tomar un refresco en la venta. Venían las damas en jamugas, con bohemios, sombreros con plumas y mascarillas en los rostros; los chapines, con plata, colgando de los respaldares de los sillones; y ellos, unos con portamanteos sin cojines y otros sin cojines ni portamanteos, las capas dobladas debajo, las valonas en los sombreros, con alforjas detrás; y los músicos, con las guitarras en cajas delante de los arzones, y algunos de ellos ciclanes de estribos, y otros, eunucos, con los mozos que les sirven a las ancas, unos con espuelas sobre los zapatos y las medias y otros con botas de rodillera sin ninguna; otros, con varas para hacer andar sus cabalgaduras y las de las mujeres. Los apellidos de los más eran valencianos, y los nombres de las representantas se resolvían en Marianas y Anas Marías, hablando todo recalcado, con el tono de la representación. La conversación con que entraron en la venta era decir que habían robado a Lisboa, asombrado a Córdoba y escandalizado a Sevilla, y que habían de despoblar a Madrid, porque con sólo la loa que llevaban para la entrada, de un tundidor de Ecija, habían de derribar cuantos autores entrasen en la Corte. Con esto se fueron arrojando de las cabalgaduras, y los maridos, muy severos, apeando en los brazos a sus mujeres, llamando todos al Huésped, y él de nada se dolía.

La autora se asentó en una alfombrilla que la echaron en el suelo; las demás princesas, alrededor, y el autor andaba solicitando el regalo de todos, como pastor de aquel ganado. Y djio el Cojuelo: -Con el señor autor estoy en pecado mortal de parte de mis camaradas.

-¿Por qué?- dijo don Cleofás.

Respondió el diablillo: -Porque es el peor representante del mundo y hace siempre los demonios en los autos del Corpus, y está perdigado para demonio de veras, y para que haga en el infierno los autores si se representaren comedias: que algunas hacen estas farándulas que aun para el infierno son malas.

-Uno he visto aquí- dijo don Cleofás-, entre los demás compañeros, que le he deseado cruzar la cara porque me galanteó en Alcalá una doncella, moza mía, que se enamoró de él viéndole hacer un rey de Dinamarca.

-Doncella- dijo el Cojuelo- debía de ser de allá; pero si quieres- prosiguió- que tomemos los dos venganza del autor y del representante, espera y verás como lo trazo; porque ahora quieren repartir una comedia con que han de secundar en Madrid, y sobre los papeles has de ver lo que pasa.

Al mismo tiempo que decía esto el Cojuelo, el apuntador de la compañía sacó de una alforja los de una comedia de Claramonte, que había acabado de copiar en Adamuz, el tiempo que estuvieron allí, diciendo al autor: -Aquí será razón que se repartan estos papeles, entre tanto que se adereza la comida y aparece el Huésped.

El autor vino en ello porque se dejaba gobernar de tal apuntador como de hombre que tenía grandisíma curia en la comedia, y había sido estudiante en Salamanca, y le llamaban el Filósofo por mal nombre; y, llegando con el papel de la segunda dama a Ana María, mujer del que cantaba los bajetes y bailaba los días de Corpus; habiéndole dado la primera dama a Mariana, la mujer del que cobraba y que hacía su parte también en las comedias de tramoya, arrojándole, dijo que ella había entrado para partir entre las dos los primeros papeles, y que siempre le daban los segundos, y que ella podía enseñar a representar a cuantas andaban en la comedia, porque había representado al lado de las mayoras representantas del mundo, y en la legua la llamaban Amarilis, segunda de este nombre. Otra le dijo que no sabría mirar lo que ella con su zapato representaba, respondiéndole la otra que de cuándo acá tenía tanta soberbia, sabiendo que en Sevilla le prestó hasta las enaguas para hacer el papel de Dido en la gran comedia de don Guillén de Castro, echando a perder la comedia y haciendo que silbasen la compañía.

-Tú eres la silbada- dijo la otra- y tu ánima.

Llegando a las manos y diciéndose palabras mayores, y tan grandes que alcanzaron a los maridos; y sacando unos con otros las espadas, comenzó una batalla de comedia, metiéndolos en paz los mozos de mulas con los frenos que acababan de quitar; y dejándolos empelotados, se salieron don Cleofás y el Cojuelo de la venta al camino de Andalucía, quedándose abrasando a cuchilladas la compañía, que fuera un Roncesvalles del molino del papel si el ventero no llegara con la Hermandad en busca de los dos que se fueron, para prenderlos, con escopetas, chuzos y ballestas; y hallando esta nueva matanza en su venta, y jarros, tinajas y platos hechos tantos en la refriega, los apaciguaron y prendieron a los dichos representantes para llevarlos a Ciudad Real, habiendo de tener otra pelaza más pesada con el alguacil que los traía a Madrid por orden de los arrendadores, con comisión del Consejo.


Tranco sexto

En este tiempo, nuestros caminantes, traguando leguas de aire, como si fueran camaleones de alquiler, habían pasado a Adamuz, del gran marqués del Carpio, Haro y nobilísimo descendiente de los señores antiguos de Vizcaya, y padre ilustrísimo del mayor Mecenas que los antiguos ingenios y modernos han tenido, y caballero que igualó con sus generosas partes su modestia. Y habiéndose sorbido los siete vados y las ventas de Alcolea, se pusieron a vista de Córdoba por su fertilísima campiña y por sus celebradas dehesas gamonosas, donde nacen y pacen tantos brutos, hijos del Céfiro más que los que fingió la antigüedad en el Tajo portugués; y entrando por el Campo de la Verdad (pocas veces pisado de gente de esta calaña) a la Colonia y populosa patria de dos Sénecas y un Lucano, y del padre de la Poesía española, el celebrado Góngora, a tiempo que se celebraban fiestas de toros aquel día y juego de cañas, acto positivo que más excelentemente ejecutan los caballeros de aquella ciudad, y tomando posada en el mesón de Las Rejas, que estaba lleno de forasteros que habían concurrido a esta celebridad, se apercibieron para ir a verlas, limpiándose el polvo de las nubes; y llegando a la Corredera, que es la plaza donde siempre se hacen estas festividades, se pusieron a ver un juego de esgrima que estaba en medio del concurso de la gente, que en estas ocasiones suele siempre en aquella provincia preceder a las fiestas, a cuya esfera no había llegado la línea recta, ni el ángulo obtuso ni oblicuo; que todavía se platicaba el uñas arriba y el uñas abajo de la destreza primitiva que nuestros primeros padres usaron; y acordándose don Cleofás de lo que dice el ingeniosísimo Quevedo en su Buscón, pensó perecer de risa, bien que se debe al insigne don Luis Pacheco de Narváez haber sacado de la oscura tiniebla de la vulgaridad a la luz la verdad de este arte, y del caos de tantas opiniones las demostraciones matemáticas de esta verdad.

Había dejado en esta ocasión la espada negra un mozo de Montilla, bravo aporreador, quedando en el puesto otro de los Pedroches, no menos bizarro campeón, y arrojándose, entre otros que la fueron a tomar muy de aprisa, don Cleofás la levantó primero que todos, admirando la resolución del forastero, que en el ademán les pareció castellano, y dando a su camarada la capa y la espada, como es costumbre, puso bizarramente las plantas en la palestra. En esto, el maestro, con el montante, barriendo los pies a los mirones, abrió la rueda, dando aplauso a la pendencia vellorí, pues se hacía con espadas mulatas; y partiendo el andaluz y el estudiante castellano uno para el otro airosamente, corrieron una ida y venida sin tocarse al pelo de la ropa, y a la segunda, don Cleofás, que tenía algunas revelaciones de Carranza, por el cuarto círculo le dió al andaluz con la zapatilla un golpe de pechos, y él, metiendo el brazal, un tajo a don Cleofás en la cabeza, sobre la guarnición de la espada; y convirtiendo don Cleofás el reparo en revés con un movimiento accidental, dió tan grande tamborilada al contrario, que sonó como si la hubiera dado en la tumba de los Castillas. Alborotáronse algunos amigos y conocidos que había en el corro, y sobre el montante del señor maestro le entraron tirando algunas estocadillas veniales al tal don Cleofás, que con la zapatilla, como con agua bendita, se las quitó, y apelando a su espada y capa, y el Cojuelo a sus muletas, hicieron tanta riza en el montón agavillado que fué menester echarles un toro para ponerlos en paz: tan valiente montante de Sierra Morena, que a dos o tres mandobles puso la plaza más despejada que pudieran la guardia tudesca y española, a costa de algunas bragas que hicieron por detrás cíclopes a sus dueños, encaramándose a un tablado don Cleofás y su camarada, muy falsos, a ver la fiesta, haciéndose aire con los sombreros, como si tal no hubiera pasado por ellos; y acechándolos unos alguaciles, porque en estas ocasiones siempre quiebra la soga por lo más forastero, habiendo dejarretado el toro, llegaron desde la plaza a caballo, diciéndoles: -Señor licenciado y señor cojo, bajen acá, que los llama el señor corregidor.

Y haciendo don Cleofás y su compañero orejas de mercader, comenzaron los ministros o vaqueros de la justicia a quererlo intentar con las varas y agarrándose cada uno de la suya, a vara por barba, dijeron a los tales ministros, quitándoselas de las manos de cuajo: -Sígannos vuesas mercedes si se atreven a alcanzarnos.

Y levantándose por el aire, parecieron cohetes voladores; y los dichos alguaciles, capados de varas, pedían a los gorriones «¡Favor a la justicia!», quedándose suspensos y atribuyendo la agilidad de los nuevos volatines a sueño; haciendo tan alta punta los dos halcones, salvando a Guadalcázar, del ilustre marqués de este título, del claro apellido de los Córdovas, que dieron sobre el rollo de Ecija, diciéndole el Cojuelo a don Cleofás: -Mira qué gentil árbol berroqueño, que suele llevar hombres como otros fruta.

-¿Qué columna tan grande es ésta?- le preguntó don Cleofás.

-El celebrado rollo del mundo- le respondió el Cojuelo.

-Luego ¿esta ciudad es Ecija?- le repitió don Cleofás.

-Esta es Ecija, la más fertil población de Andalucía- dijo el diablillo-, que tiene aquel sol por armas a la entrada de esa hermosa puente, cuyos ojos rasgados lloran a Genil, caudaloso río que tiene su solar en Sierra Nevada, y después, haciendo con el Darro maridaje de cristal, viene a calzar de plata estos hermosos edificios y tanto pueblo de abril y mayo. De aquí fué Garci Sánchez de Badajoz, aquel insigne poeta castellano; y en esta ciudad solamente se coge el algodón, semilla que en toda España no nace, además de otros veinticuatro frutos, sin sembrarlos; de que se vale para vender la gente necesitada; su comarca también es fertilísima. Montilla cae aquí a mano izquierda: habitación de los heroicos marqueses de Priego, Córdovas y Aguilares, de cuya gran casa salió, para honra de España, el que mereció llamarse Gran Capitán por antonomasia; y hoy a su marqués ilustrísimo se le ha acrecentado la casa de Feria por morir sin hijos aquel gran portento de Italia que malogró la Fortuna de envidia; cuyo gran sucesor, siendo mudo, ocupa a grandezas en silencio elocuente las lenguas de la Fama. Más abajo está Lucena, del alcaide de los Donceles, duque de Cardona, en cuyo océano de blasones se anegó la gran casa de Lerma. Luego Cabra, celebrada por su sima, tan profunda como la antigüedad de sus dueños, pregona con las lenguas de sus almenas, que es del ínclito duque de Sesa y Soma, y que la vive hoy su entendido y bizarro heredero. Luego Osuna se ofrece a la demarcación de estos ilustres edificios, blasonando con tantos maestres Girones la altivez de sus duques; y veintidós leguas de aquí cae la hermosísima Granada, paraíso de Mahoma, que no en vano la defendieron tanto sus valientes africanos españoles: de cuya Alhambra y Alcazaba es alcaide el nobilísimo marqués de Mondéjar, padre del generoso conde de Tendilla, Mendozas del Ave María y credo de los caballeros. No nos olvidemos, de camino, de Guadix, ciudad antigua y celebrada por sus melones, y mucho más por el divino ingenio del doctor Mira de Amescua, hijo suyo y arcediano.

Cuando iba el Cojuelo refiriendo esto llegaron a la plaza Mayor de Ecija, que es la más insigne de Andalucía, y junto a una fuente que tiene en medio del jaspe, con cuatro ninfas gigantas de alabastro derramando lanzas de cristal, estaban unos ciegos sobre un banco, de pies, y mucha gente de capa parda de auditorio, cantando la relación muy verdadera que trataba de cómo una maldita dueña se había hecho preñada del diablo, y que por permisión de Dios había parido una manada de lechones, con un romance de don Álvaro de Luna y una letrilla contra los demonios que decía:

Lucifer tiene muermo,
Satanás, sarna,
Y el Diablo Cojuelo Tiene almorranas.
Almorranas y muermo,
sarna y ladillas,
su mujer se las quita
con tenacillas.

El Cojuelo le dijo a don Cleofás: -¿Qué te parece los testimonios que nos levantan estos ciegos y las sátiras que nos hacen? Ninguna raza de gente se nos atreve nosotros si no son éstos, que tienen más ánimo que los mayores ingenios; pero esta vez me lo han de pagar, castigándose ellos mismos por sus propias manos; y daré, de camino, venganza a las dueñas: porque no hay en el mundo quien no las quiera mal, y nosotros las tenemos grandes obligaciones porque nos ayudan a nuestros embustes; que son demonias hembras.

Y sobre la entonación de las coplas metió el Cojuelo tanta cizaña entre los ciegos que, arrempujándose primero, y cayendo de ellos en el pilón de la fuente, y otros en el suelo, volviéndose a juntar, se mataron a palos, dando barato, de camino, a los oyentes, que les respondieron con algunos puñetes y coces. Y como llegaron a Ecija con las varas de los alguaciles de Córdoba, pensando que traían alguna gran comisión de la Corte, llegó la justicia de la ciudad a hacerles fiesta y a lisonjearlos con ofrecerles sus posadas; y ellos, valiéndose de la ocasión, admitieron las ofertas con que fueron regalados como cuerpos de rey; y preguntándoles qué era el negocio que traían para Ecija, el Cojuelo les respondió que era contra los médicos y boticarios, y visita general de beatas; y que a los médicos se les venía a vedar que, después de matar un enfermo, no les valiese la mula por sagrado, y que, cuando no se saliese con esto, por lo menos, a los boticarios que errasen las purgas, que no pudiesen ser castigados si se retrujesen en los cementerios de las mulas de los médicos, que son las ancas; y que a las beatas se les venía a quitar el tomar tabaco, beber chocolate y comer jigote.

Parecióle al alguacil mayor, que no era lerdo y tenía su punta de hacer jácaras y entremeses, que hacían burla de ellos, y quiso agarrarlos para dar con ellos en la trena y después sacudirles el polvo y batanarles el cordobán por embelecadores, embusteros y alguaciles chanflones; y levantando el Cojuelo una polvareda de piedra azufre y asiendo a don Cleofás por la mano, se desaparecieron, entre la cólera y resolución de los ministros ecijanos, dejándolos tosiendo y estornudando, dándose de cabezadas unos a otros sin entenderse, haciendo los neblíes de la más oscura Noruega puntas a diferentes partes; y dejando a la derecha a Palma, donde se junta Genil con Guadalquivir por el vicario de las aguas, villa antigua de los Bocanegras y Portocarreros, y de quien fué dueño aquel gran cortesano y valiente caballero don Luis Portocarrero, cuyo corazón excedió muchas varas a su estatura; y luego a la Monclova, bosque deliciosísimo y monte de Clovio, valeroso capitán romano, y posesión hoy de otro Portocarrero y Enríquez, no menos gran caballero que el pasado; y a la hermosa villa de Fuentes, de quien fué marqués el bizarro y no vencido don Juan Claros de Guzmán el Bueno, que después de muchos servicios a su rey murió en Flandes con lástima de todos y envidia de más, hijo de la gran casa de Medina-Sidonia, donde todos sus Guzmanes son Buenos por apellido, por sangre y por sus personas esclarecidas, sin tocar al pelo de la ropa a Marchena, habitación noble de los duques de Arcos, marqueses que fueron de Cádiz, de quien hoy es meritísimo señor el excelentísimo duque don Rodrigo Ponce de León, en quien se cifran todas las proezas y grandezas heroicas de sus antepasados; columbrando desde más lejos a Villanueva del Río, de los marqueses de Villanueva, Enríquez y Riberas, y hoy de don Antonio Alvárez de Toledo y Beamonte, marqués suyo y duque de Huesca, heredero ilustre del gran duque de Alba, condestable de Navarra, llegaron de un vuelo los dos pajarotes de camarada, no siendo ésta la mayor pareja que habían corrido, al pie de la cuesta de Carmona, en su dilatada, fértil y celebrada vega, donde les anocheció; diciéndole don Cleofás al amigo: -Camarada, descansemos un poco, que es mucho pajarear éste, y nos metemos a lechuzas silvestres; que la serenidad de la noche y el verano brindan a pasarla en el campo.

-Soy de ese parecer- dijo el Cojuelo; -tendamos la raspa en este pradillo junto a este arroyo, espejo donde se están tocando las estrellas, porque aguardan a la madrugada visita del sol, Gran Turco de todas esas señoras.

Y don Cleofás, poniendo el ferreruelo por cabecera y la espada sobre el estómago, acomodó el individuo, y estando boca arriba, paseando con los ojos la bóveda celestial, cuya fábrica portentosa al más ciego gentil obliga a rastrear que la mano de su artífice es de Dios, y de gran Dios, le dijo al camarada: -¿No me dirás, pues has vivido en aquellos barrios, si esas estrellas son tan grandes como esos astrólogos dicen cuando hablan de su magnitud, y en qué cielo están, y cuántos cielos hay, para que no nos den papillas cada día con tantas y tan diversas opiniones, haciéndonos bobos a los demás con líneas y coluros imaginados; y si es verdad que los planetas tienen epiciclos; y el movimiento de cada cielo, desde el primer móvil al remiso y trepidante; y dónde están los signos de estos luceros escribanos, porque yo desengañe al mundo y no nos vendan imaginaciones por verdades?

El Cojuelo le respondió: -Don Cleofás, nuestra caída fué tan de prisa, que no nos dejó reparar en nada; y a fe que si Lucifer no se hubiera traído tras de sí la tercera parte de las estrellas, como repiten tantas veces en los autos del Corpus, aún hubiera más en que haceros más garatusas la Astrología. Esto todo sea con perdón del antojo del Galileo y el del gran don Juan de Espina, cuya célebre casa y peregrina silla son ideas de su raro ingenio; que yo hablo de antojos abajo, como de tejas, y salvo la óptica de estos señores antojadizos que han descubierto al sol un lunar en el lado izquierdo, y en la luna han linceado montes y valles, y han visto a Venus cornuta. Lo que yo sé decir, que el poco tiempo que estuve por allá arriba, nunca oí nombrar la Bocina, el Carro, la Espica Virginis, la Ursa maior ni la Ursa minor, las Pléyades ni las Helíades, nombres que los de la Astrología les han dado, y esa que llamaron Vía Láctea, y ahora, los vulgares, Camino de Santiago, por donde anda tanto el cojo como el sano; que si esto fuera así, yo también, por lo cojo, había de andar por aquel camino, siendo hijo de vecino de aquella provincia.

Ya en estas razones últimas, se había agradecido al sueño el tal don Cleofás, dejando al compañero de posta como grulla de la otra vida, cuando un gran estruendo de clarines y cabalgaduras le despertó sobresaltado, recelando que se llevaba a otra parte más desacomodada el que le había agasajado hasta entonces; pero el diablillo le sosegó diciendo: -No te alborotes, don Cleofás, que estando conmigo no tienes que temer nada. -Pues ¿qué ruido tan grande es éste?- le replicó el estudiante.

-Yo te lo diré- dijo el Cojuelo- si acabas de despertar y me escuchas con atención.


Tranco séptimo

El estudiante se incorporó entonces, supliendo con bostezos y desperezos lo que le faltaba por dormir, y prosiguió el diablillo diciendo: -Todo este estruendo trae consigo la casa de la Fortuna, que pasa al Asia Mayor a asistir a una batalla campal entre el Mogor y el Sofí, para dar la victoria a quien menos la mereciere. Escucha y mira: que ésta que pasa es su recámara, en lugar de acémilas van mercaderes y hombres de negocios que llaman, cargados de cajas de moneda de oro y plata, con reposteros bordados encima con las armas de la Fortuna, que son los cuatro vientos, y un arpón en una torre moviéndose a todos cuatro; sogas y garrotes del mismo metal que llevan, y, con ir con tanto peso, van descansados a su parecer. Esta tropa innumerable que pasa ahora mal concertada es de oficiales de boca, cocineros, mozos de cocina, botilleres, reposteros, despenseros, panaderos, veedores y la demás canalla que toca a la bucólica. Estos que vienen agora a pie, con fieltros blancos terciados por los hombros, son lacayos de la Fortuna, que son los mayores ingenios que ha tenido el mundo, entre los cuales va Homero, Píndaro, Anacreonte, Virgilio, Ovidio, Horacio, Silio Itálico, Lucano, Claudiano, Estacio Papinio, Juvenal, Marcial, Cátulo, Propercio, el Petrarca, Sanazaro, el Taso, el Bembo, el Dante, el Guarino, el Ariosto, el caballero Marino, Juan de Mena, Castillejo, Gregorio Hernández, Garci Sánchez, Camoes y otros muchos que han sido en diferentes provincias príncipes de la Poesía.

-Por cierto que han medrado poco- dijo el estudiante-, pues no han pasado de lacayos de la Fortuna.

-No hay en su casa- dijo el Cojuelo- quien tenga lo que merece.

-¿Qué escuadrón es éste tan lucido, con joyas de diamantes y cadenas y vestidos lloviendo oro y perlas- prosiguió el estudiante; -que llevan tantos pajes en cuerpo que los alumbran con tantas hachas blancas, y van sobre filósofos antiguos que les sirven de caballos, de tan malos talles que los más son corcovados, cojos, mancos, calvos, narigones, tuertos, zurdos y balbucientes?

-Estos son- dijo el Cojuelo- potentados, príncipes y grandes señores del mundo que van acompañando a la Fortuna, de quien han recibido los estados y riquezas que tienen; y, con ser tan poderosos y ricos, son los más necios y miserables de la tierra.

-¡Buen gusto ha tenido la Fortuna, por cierto!- dijo don Cleofás. -¡Bien se le parece que tiene nombre de mujer: que escoge lo peor!

-Primero lo debieron a la Naturaleza- respondió el Cojuelo.

Y prosiguió diciendo: -Aquel gigante que viene sobre un dromedario con un ojo, y ése ciego, solamente en la mitad de la frente; con un árbol de suma magnitud en las manos, lleno de bastones, mitras, laureles, hábitos, capelos, coronas y tiaras, es Polifemo, que después que le cegó Ulises le ha dado la Fortuna a cargo aquella escarpia de dignidades para que las reparta a ciegas, y va siempre junto al carro triunfal de la Fortuna, que es aquel que le tiran cincuenta emperadores griegos y romanos; y ella viene cercada de faroles de cristal, con cirios pascuales encendidos dentro de ellos, sobre una rueda llena de arcaduces de plata que siempre está llenándolos y vaciándolos de viento; y el otro pie en el elemento mismo que está lleno de camaleones que le van dando memoriales, y ella rompiéndolos. Ahora vienen siguiéndola sus damas en elefantes con sillones de oro sembrados de balajes, rubíes y crisólitos. La primera es la Necedad, camarera mayor suya y, aunque fea, muy favorecida. La Mudanza es esa otra que va dando cédulas de casamiento y no cumpliendo ninguna. Esa otra es la Lisonja, vestida a la francesa, de tornasoles de aguas, y lleva en la cabeza un iris de colores por tocado y en cada mano cien lenguas. Aquella que le sucede, vestida de negro, sin oro ni joya, de linda cara y talle, que viene llorosa, es la Hermosura: una dama muy noble y muy olvidada de los favores de su ama. La Envidia la sigue, y la persigue, con un vestido pajizo, bordado de basiliscos y corazones.

-Siempre esa dama- dijo don Cleofás- come grosura: que es halcón de las alcándaras de palacio.

-Esa otra que viene- prosiguió el Cojuelo-, que parece que va preñada, es la Ambición, que está hidrópica de deseos y de imaginaciones. Esa otra es la Avaricia, que está opilada de oro, y no quiere tomar el acero porque es más bajo metal. Aquellas que vienen, con tocas largas y anteojos, sobre minotauros, son la Usura, la Simonía, la Mohatra, el Chisme, la Baraja, la Soberbia, la Invención, la Hazañería: dueñas de la Fortuna. Los que vienen galanteando a estas señoras todas y alumbrándolas con antorchas de colores diferentes son ladrones, fulleros, astrólogos, espías, hipócritas, monederos falsos, casamenteros, noveleros, corredores, glotones y borrachos. Aquel que viene sobre el asno de oro de Lucio Apuleyo es Creso, mayordomo mayor de la Fortuna; y a su mano izquierda, Astolfo, su caballerizo mayor. Aquellos que van sobre cubas con ruedas y velicómenes en las manos, dando carcajadas de risa, son sus gentileshombres de la copa, que han sido taberneros de Corte primero. Aquella escuadra de salvajes que vienen en jumentos de albarda son contadores, tesoreros, escribanos de raciones, administradores, historiadores, letrados, correspondientes, agentes de la Fortuna, y llevan manos de almireces por plumas, y por papel pieles de abadas. Tras de ellos viene una silla de manos, bordada de trofeos, para las visitas de la Fortuna; los silleros son Pitágoras, Diógenes, Aristóteles, Platón y otros filósofos para remudar, con camisolas y calzones de tela de nácar, herrados los rostros con eses y clavos. Aquellos que vienen ahora de tres en tres, sobre tumbas enlutadas, a la jineta y a la brida, son médicos de la cámara y de la familia, boticarios y barberos de la Fortuna. Ahora cierra todo este escuadrón y acompañamiento aquella prodigiosísima torre andante, que es la de Babilonia, llena de gigantes, de enanos, de bailarines y representantes, de instrumentos músicos y marciales, de voces, de algazaras, que se ven y oyen por infinitas ventanas que tiene el edificio, coronadas de luminarias y flechando girándulas y cohetes voladores; y en un balcón grande de la fachada va la Esperanza: una jayana vestida de verde, muy larga de estatura, y muchos pretendientes, por abajo, a pie: soldados, capitanes, abogados, artífices y profesores de diferentes ciencias, mal vestidos, hambrientos y desesperados; dándola voces, y con la confusión no se entienden los unos a los otros ni los otros a los unos. Y por otro balcón del lado derecho va la Prosperidad, coronadas de espigas de oro y vestida de brocado de tres altos bordado de las cuatro estaciones del año, sembrando talegos sobre muchos mentecatos ricos que van en literas, roncando, que no los han menester y piensan que los sueñan. Ahora sigue todo este aparato una infinita tropa de carros largos llenos de comida y vestidos de mujeres y de hombres, que es la guardarropa de la Fortuna; y con ir tantos como la siguen desnudos y hambrientos, no les da un bocado que coman ni un trapo con que se cubran; y aunque los repartiera con ellos, no les viniera bien: que están hechos solamente a medida de los dichosos.

Seguía este carruaje un escuadrón volante de locos, a pie, y a caballo, y en coches, con diferentes temas; que habían perdido el juicio de varios sucesos de la Fortuna por mar y por tierra; unos riéndose, otros llorando, otros cantando, otros callando y todos renegando de ella; y no tomaba de otros parecer, diligencia para no acertar nada, desapareciendo toda esta máquina confusa una polvareda espantosa, en cuyo temeroso piélago se anegó toda esta confusión, llegando el día; que fué mucho que no se perdiera el sol con la grande polvareda, como don Beltrán de los planetas; subiéndose los dos camaradas la cuesta arriba a la recién bautizada ciudad de Carmona, atalaya de Andalucía, de cielo tan sereno, que nunca le tuvo, y adonde no han conocido el catarro, si no es para servirle; y tomando refresco de unos conejos y unos pollos en un mesón que se llama de los Caballeros, pasaron a Sevilla, cuya Giralda y torre, tan celebrada, se descubre desde la venta de Peromingo el Alto, tan hija de vecino de los aires, que parece que se descalabra en las estrellas.

Admiró a don Cleofás el sitio de su dilatada población, y de la que hacen tantos diversos bajeles en el Guadalquivir, valla de cristal de Sevilla y de Triana, distinguiéndose de más cerca la hermosura de sus edificios, que parece que han muerto vírgenes y mártires, porque todos están con palmas en las manos, que son las que se descuellan de sus peregrinos pensiles entre tantos cidros, naranjos, limones, laureles y cipreses; llegando en breve espacio a Torreblanca, una legua larga de esta insigne ciudad, desde donde comienza su calzada y los caños de Carmona, hermosísimo puente de arcos, por donde entra el río Guadaira en Sevilla, cuya hidrópica sed se lo bebe todo, sin dejar apenas una gota para tributar el mar; que es solamente el río en todo el mundo que está privilegiado de este pecho; haciendo mayor la belleza de esta entrada infinitas granjas, por una parte y por otra, que en cada una se cifra un jardín terrenal; granizando azahares, mosquetas y jazmines reales. Y al mismo tiempo que ellos iban llegando a la puerta de Carmona, atisbó el Cojuelo entrar por ella a caballo, con vara alta y los dos corchetes que sacó del infierno, a Cienllamas; y, volviéndose a don Cleofás, le dijo: -Aquel que entra por la puerta de Carmona es comisario de mis amos, que viene contra mí a Sevilla: menester es guardarnos.

-No se me da dos blancas- dijo don Cleofás; -que yo estoy matriculado en Alcalá y no tiene ningún tribunal jurisdicción en mi persona; y, fuera de eso, dicen que es Sevilla lugar tan confuso, que no nos hallarán, si queremos, todos cuantos hurones tiene Lucifer y Belcebú.

Entrándose en la ciudad los dos a buen paso y guiando el Cojuelo, la barba sobre el hombro, fueron hilvanando calles, y, llegando a una plazuela, reparó don Cleofás en un edificio suntuoso de unas casas que tenían una portada ostentosa de alabastro y unos corredores dilatados de la misma piedra. Preguntóle don Cleofás al Cojuelo qué templo era aquél, y él le respondió que no era templo, aunque tenía tantas cruces de Jerusalén del mismo relieve de mármol, sino las casas de los duques de Alcalá, marqueses de Tarifa, conde de los Molares y adelantados mayores de Andalucía, cuya grandeza ha heredado hoy el gran duque de Medinaceli por falta de hijos herederos, que aunque fuera mayor, no le hiciera más: que por Fox y Cerda es lo más que puede ser.

-Ya conozco ese príncipe- dijo don Cleofás-, y le he visto en la Corte; y es tan generoso y entendido como gran señor.

Con esta plática llegaron a la Cabeza del Rey don Pedro, cuya calle se llama de Candilejo, y atravesando por cal de Abades, la Borciguinería y el Atambor, llegaron a las calles del Agua, donde tomaron posada, que son las más recatadas de Sevilla.

En este tiempo, a nuestro astrólogo o mágico se lo había llevado de una apoplejía el demoñuelo zurdo que sustituía al Cojuelo, y bajó a pedir justicia a Lucifer en el hueso del alma, sin las mondaduras del cuerpo, del quebrantamiento de su redoma; y doña Tomasa, no olvidando los desaires de don Cleofás, trataba con otra requisitoria de venir a Sevilla con un galán nuevo que tenía, soldado de los galeones, para tomar venganza casándose con el licenciado Vireno de Madrid la Olimpia de mala mano, sabiendo que se había escapado allá.

Don Cleofás y su camarada no salían de su posada por desmentir las espías de Cienllamas y de Chispa y Redina, y subiéndose a un terrado una tarde, de los que tienen todas las casas de Sevilla, a tomar el fresco y a ver desde lo alto más particularmente los edificios de aquella populosa ciudad, estómago de España y del mundo, que reparte a todas las provincias de él la sustancia de lo que traga a las Indias en plata y oro (que es avestruz de la Europa, pues digiere más generosos metales); espantándose don Cleofás de aquel numeroso ejército de edificios, tan epilogado, que si se derramara, no cupiera en toda la Andalucía, le dijo a su compañero: -Enséñame desde aquí algunos particulares, si se descubren a la vista.

El Cojuelo le dijo: -Ya por aquella torre que descubrimos desde tan lejos discurrirás que esa bellísima fábrica que está arrimada a ella es la iglesia mayor, y mayor templo de cuantos fabricó la Antigüedad ni el siglo de ahora reconoce. No quiero decirte por menudo sus grandezas: basta afirmarte que su cirio pascual pesa ochenta y cuatro arrobas de cera, y el candelero de tinieblas, de grandeza notable, es de bronce, y de tanta ostentación y artificio, que si fuera de oro, no hubiera costado tanto. Su custodia es otra torre de plata, de la misma fábrica y modelo; su trascoro no perdonó piedra exquisita y preciosa a los minerales; su monumento es un templo portátil de Salomón. Pero salgámonos de ella, que aun con las relaciones ni los pensamientos no podemos los demonios pasearla, y vuelve los ojos a aquel edificio que se llama la Lonja, cortada del pernil de San Lorenzo el Real, diseño de don Felipe II, y a mano derecha de ella está el Alcázar, posada real y antigua de los reyes de Castilla, fértil albergue de la primavera, de quien es ilustrísimo alcaide el conde-duque de Sanlúcar la Mayor, gran Atlante del Hércules de España, cuya prudentísima cabeza es el reloj del gobierno de su monarquía; que, a no estar labrado el Buen Retiro, fábrica de inimitable ejemplar por el edificio, los jardines y estanques, tuviera este palacio sevillano la primacía de todas las casas reales del mundo, poniendo en primer lugar el real salón que la majestad del rey don Felipe IV el Grande ha copiado de su divina idea, donde todas las admiraciones vienen cortas y las mayores grandezas enjuagadas. Más adelante está la Casa de la Contratación, que tantas veces se ve enladrillada de barras de oro y plata. Luego está la casa del bizarro conde de Cantillana, gran cortesano, galán y palaciego; airoso caballero de la plaza: crédito de sus aplausos y alegría de sus reyes; que esto confiesan los toros de Tarifa y Jarama cuando cumplen con sus rejones como con la parroquia. Luego está, junto a la puerta de Jérez, la gran Casa de la Moneda, donde siempre hay montones de oro y plata, como de trigo, y, junto a ella, la Aduana, tarasca de todas las mercaderías del mundo, con dos bocas; una a la ciudad y otra al río, donde está la Torre del Oro y el muelle, chupadera de cuanto traen amontonado los galeones en los tuétanos de sus camarotes. A mano derecha está el puente de Triana, de madera, sobre trece barcos. Y más abajo, en el margen del celebrado río, las Cuevas, monasterio insigne de la Cartuja de San Bruno, que, con profesar el silencio mudo, vive a la lengua del agua. A esta otra parte, sobre la orilla del Guadalquivir, está Gelves, donde todos los romances antiguos de moros iban a jugar cañas, y hoy de sus ilustres condes y del gran duque de Veragua, hijo y retrato de tan gran padre;

que es, para no tener a mundos miedo,
Portugal y Colón, Castro y Toledo.

-Soltáronsete -dijo don Cleofás- los consonantes, camarada.

-Cuidado fue y no descuido- respondió el Cojuelo-, porque me deba más que prosa el dueño de estas alabanzas.

Y prosiguió diciendo: -Allí es el Alamillo, donde se pescan los sábalos, albures y sollos; y más abajo cae el Algaba, de los esclarecidos marqueses de este título, de Ardales y condes de Teba, Guzmanes en todo. De esa otra parte cae el Castellar, de los Ramírez y Saavedras, y a la vuelta, Villamanrique, de los Zúñigas, de la gran casa de Béjar, cuyo último malogrado marqués fué Guzmán dos veces Bueno, sobrino del gran patriarca de las Indias, capellán y limosnero mayor del rey, cuya generosa piedad se taracea con su oficio y con su sangre, y hermano del gran duque de Medina-Sidonia, cuyo solio es Sanlúcar de Barrameda, corte suya, que está ese río abajo, siendo Narciso del océano y generalísimo de Andalucía y de las costas del mar de España, a cuyo bastón y siempre planta vencedora obedece el agua y la tierra, asegurando a su rey toda su monarquía en aquel promontorio donde asiste, para blasón del mundo... Y pues ya llega la noche, y de estas alabanzas no puedo salir menos que callando para encarecerlas, dejemos para mañana lo demás.

Bajándose del terrado a tratar que se aderezase la cena y a salir un poco por la ciudad a su insigne Alameda, que hizo y adornó con las dos columnas de Hércules el conde de Barajas, asistente de Sevilla y, después, de Castilla dignísimo presidente.



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