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23 de octubre del 2002 |
David Alvargonzález
I
En este artículo voy a intentar exponer de un modo breve una teoría filosófica acerca del relativismo cultural. Una «teoría filosófica» no es una verdad científica, pero tampoco es una simple «opinión». Las opiniones, si vamos a hacer caso a Platón, tienen más que ver con el mundo de los fenómenos, el mundo de las apariencias, el mundo del que se parte para rectificarlo al construir las teorías filosóficas. Las opiniones son el caos mientras que las teorías filosóficas suponen siempre cierto orden, cierta sistematización crítica y argumentada de las opiniones. II No puedo en esta ocasión, por razones de espacio, hacer una historia de los orígenes de las ideas de «etnocentrismo» y «relativismo cultural», aunque esta historia es muy importante para argumentar en contra del relativismo. Así las cosas, voy a partir, para mi propósito, de la presencia del relativismo cultural entre nosotros, presencia no sólo en el campo categorial de la etnología, la antropología cultural o la lingüística, sino también en contextos filosóficos y prácticos (éticos, políticos, estéticos, médicos, religiosos, etc.). Voy a tomar como referencia, para empezar, la definición de «relativismo cultural» y de «etnocentrismo» que figura en un conocido manual de Antropología (Harris, Introducción a la Antropología general): El relativismo cultural es aquel «principio que afirma que todos los sistemas culturales son intrínsecamente iguales en valor, y que los rasgos característicos de cada uno tienen que ser evaluados y explicados dentro del sistema en el que aparecen». Según este principio, «toda pauta cultural es intrínsecamente tan digna de respeto como las demás». Frente al relativismo cultural, el etnocentrismo «es la creencia de que nuestras propias pautas de conducta son siempre naturales, buenas, hermosas o importantes, y que los extraños, por el hecho de actuar de manera diferente, viven según patrones salvajes, inhumanos, repugnantes o irracionales». A nadie se le escapa que estas definiciones, aparentemente denotativas, implican una defensa del relativismo cultural y una condena del etnocentrismo. Detrás de ellas se esconde aquella exitosa fórmula de Lévi-Strauss: «salvaje es quien llama salvaje a otro». La defensa del relativismo cultural se da, desde luego, entre la mayoría de los antropólogos, para quienes la nivelación de todas las culturas no sólo es un principio metodológico de investigación (un supuesto del que se parte pero que luego se podría rectificar) sino que se considera como la forma más madura y elaborada de la sabiduría antropológica. Pero el relativismo cultural es una idea que no se limita a funcionar dentro de la categoría etnológica o antropológica sino que está también presente en el ámbito de la filosofía mundana y de la praxis política. En estos contextos, el éxito de esta idea no es independiente, según creo, de la gran implantación práctica de dos nebulosas ideológicas que sirven como modelo al razonamiento relativista: en primer lugar, la ideología de la tolerancia asociada a las democracias liberales neocolonialistas y, en segundo lugar, las teorías del fundamentalismo ecologista. III La mayoría de los estados del mundo desarrollado tienen, en la actualidad, la forma política de la democracia liberal en la que los ciudadanos son iguales ante la ley y tienen los mismos derechos y deberes políticos. Cada ciudadano tiene su propio «fuero interno» y vota «en conciencia»: todos los votos son iguales y todas las opiniones son respetables por el mero hecho de emitirse (incluso aunque sean opiniones delirantes fruto de alucinaciones o de ignorancia culpable). En estos sistemas políticos, la virtud fundamental es la tolerancia, incluida la tolerancia de la ignorancia y el dislate, que más que tolerancia debería llamarse paciencia. Las democracias liberales colonialistas son, por eso, en principio, escépticas pues, como instituciones, no defienden ninguna filosofía concreta (aunque sean democracias «coronadas» como la nuestra). Quizás ese respeto a todo tipo de opinión, visto desde determinadas partes del cuerpo político, pueda tomar la forma cínica de aquel principio que hizo explícito Federico II: «mis vasallos y yo hemos llegado a un acuerdo, ellos dicen lo que quieren y yo hago lo que me da la gana». Trasladando los principios de las democracias liberales al terreno internacional o intercultural, cambiando «personas» por «pueblos» o «culturas», los principios de la isonomía y la isegoría se convierten inmediatamente en el principio del relativismo cultural. En el concierto internacional, todos los pueblos y las culturas tienen los mismos derechos (entre los cuales, desde luego, está el derecho a seguir existiendo, a conservar su identidad), y «todos los sistemas culturales son intrínsecamente iguales en valor». Así, lo que en el terreno de la democracia es la conciencia, aquí son los contenidos de cada cultura y, así como todas las conciencias son iguales (todas valen lo mismo, todas tienen opiniones, cada individuo es un voto, etc.), del mismo modo, todas las culturas y «toda pauta cultural es intrínsecamente tan digna de respeto como las demás». También aquí, como ocurría con Federico II, el principio de no injerencia puede ser interpretado como la filosofía de unos imperios neocolonialistas depredadores que se han dado cuenta de que el gobierno indirecto les reporta más ventajas que el colonialismo a la vieja usanza (sobre todo si ese colonialismo quería ser el de un imperio conformador, el «imperio civil» que Ginés de Sepúlveda opuso al «imperio heril»). El emperador de una de estas democracias liberales depredadoras podrá decir ahora: «hemos llegado a un acuerdo con los países satélites: ellos tienen la identidad cultural que quieren y nosotros rapiñamos lo que nos da la gana». No puedo aquí analizar mínimamente esa nebulosa ideológica que acompaña a los sistemas políticos democráticos liberales, y conociendo que esta ideología es ampliamente compartida, tampoco quiero pecar de intempestivo. Para mis propósitos, basta con decir que, incluso admitiendo los principios de la democracia liberal como principios de una sociedad política, no está nada claro que ese modelo pueda trasladarse, sin más, al terreno de las relaciones entre culturas, etnias o países, como intentaré argumentar. La otra ideología que el relativismo cultural toma como referencia en sus argumentos es, según me parece, la del fundamentalismo ecologista, ese ecologismo que predica la conservación de todas las especies de organismos vivos. Para el biólogo, la conservación de todas las especies puede entenderse como una reivindicación de tipo profesional, con el objeto de que no disminuya el campo de fenómenos que cubre su ciencia. Pero, desde otros puntos de vista prácticos (médicos, políticos, etc.), la erradicación de ciertas especies (por ejemplo, especies nocivas para el hombre) resulta un objetivo igualmente deseable. El fundamentalismo ecologista no puede evitar que seamos organismos heterótrofos (aunque cierto ecologismo vegetariano parece ir en esa línea), pero, en todo caso, sí parte del supuesto de que todas las especies y todos los rasgos biológicos tienen el mismo valor, cuando se miran desde el principio del incremento de la diversidad biológica. El fundamentalismo ecologista es comúnmente fijista (su principio es conservar las especies que hay), ya que la evolución biológica es imposible sin la extinción. Aquí, nuevamente, se hace posible el paralelismo con la situación culturológica. Cambiemos «especies» por «culturas», y «diversidad biológica» por «diversidad cultural», y el conservacionismo ecologista se nos convertirá en el conservacionismo de las culturas ligado al relativismo. Incluso, también aquí, el interés de los antropólogos por la conservación de las culturas etnológicas, su interés por evitar su contaminación o su cambio, puede ser entendido también como una reivindicación de tipo profesional para que no disminuya o desaparezca el campo de estudio de su disciplina. Una prueba explícita de que este paralelismo funciona la tenemos en el llamado «Tratado sobre la Biodiversidad» en el que, sin solución de continuidad, se protegen por igual las plantas, los animales y las culturas indígenas y sus conocimientos. Trataré de mostrar las graves consecuencias que tiene el trasladar al contexto culturológico el modelo biológico fijista del conservacionismo de las especies (sin entrar ahora en la discusión de este modelo e independientemente de su verdad). IV Las dos afirmaciones que conforman el núcleo del relativismo cultural son, en las definiciones antes citadas, las siguientes: «Todos los sistemas culturales son intrínsecamente iguales en valor» y «toda pauta cultural es intrínsecamente tan digna de respeto como las demás». Intentaré argumentar que estas dos afirmaciones son falsas. Antes, sin embargo, es necesario comentar que la aparente claridad de esas afirmaciones esconde, sin embargo, una calculada ambigüedad, y ésta se hace muy evidente en los múltiples sentidos de la palabra «valor». Efectivamente, «valor» puede ser «valor de verdad», «valor moral», «valor ético», «valor económico» (valor de cambio), «valor estético», «valor religioso» (lo santo como un valor y lo satánico como un contravalor), etc. La brevedad exigida en este artículo no me permite analizar cómo se modula la tesis del relativismo cultural en cada uno de estos contextos y en sus relaciones. Voy a conformarme, entonces, con analizar dos de ellos en los que es muy evidente que el principio del relativismo cultural es insostenible. En primer lugar, analicemos lo que ocurre cuando la igualdad de valor de todas las culturas y el respeto a las diferentes pautas culturales se entiende en el terreno de la ética. Como es bien sabido a través de los informes periódicos de Amnistía Internacional, hay muchas culturas en las que la mutilación genital femenina (que va desde la ablación, pasando por la escisión, hasta la infibulación) es una pauta cultural normal. Los nativos de estas culturas (kikuyus, bambarras, fulas, mandikas, soninkes, halpulaares, etc.) consideran que esa práctica es una parte irrenunciable de su identidad cultural, y los intentos por parte de ciertas organizaciones occidentales de combatir las mutilaciones sexuales de las mujeres son considerados por esos nativos como actos de imperialismo cultural destinados a destruir su identidad. Según el relativismo cultural, tendríamos que admitir que esa pauta cultural es intrínsecamente tan digna de respeto como cualquier otra, y que tiene valor por el mero hecho de existir y de enriquecer la diversidad cultural mundial. Y, de este modo, 135 millones de mujeres de todo el mundo han sufrido la clitoridectomía, y las que han tenido peor suerte (y disfrutan de más identidad cultural, dirán algunos) han sufrido la extirpación de los labios menores e incluso la ablación de los labios mayores y su posterior cosido (cosido que será abierto y cerrado a demanda del esposo). Los efectos de esas mutilaciones van más allá del momento de su ejecución puesto que es frecuente que estas mujeres mutiladas sufran infecciones crónicas, hemorragias intermitentes, abscesos, trastornos renales, quistes, efectos dañinos sobre su sexualidad, complicaciones añadidas en los partos, etc. Las razones que dan los nativos para justificar estas mutilaciones son muy variadas, aunque se repiten en culturas muy diversas: que el clítoris es la parte masculina del cuerpo de la mujer y hay que extirparlo para que no se confundan hombres y mujeres, que si el clítoris toca el pene del hombre éste morirá, que los genitales femeninos no mutilados son feos y voluminosos, que pueden crecer y resultar incómodos colgando entre las piernas, que si la cabeza del niño toca el clítoris durante el parto el niño morirá, que las mujeres no mutiladas no son fértiles o no pueden concebir, etc. Parece evidente que una práctica cultural como la que estamos comentando atenta contra los derechos éticos más elementales de la persona humana, esos derechos que afectan a su propia subsistencia y a la conservación de su integridad física. Ahora bien, la condena de las mutilaciones genitales femeninas por razones éticas supone que los derechos éticos elementales de la persona humana son universales por su estructura lógico-material, a pesar de que hayan sido construidos originariamente en la cultura occidental (por ser ésta la inventora de la filosofía y, consiguientemente, de la ética como disciplina racional filosófica). Si estos derechos éticos son universales, entonces todas las pautas culturales que atenten contra ellos son condenables, no son dignas de respeto y, más que un valor, suponen un contravalor. Por eso no tiene ningún sentido apelar a la tolerancia para defender estas prácticas contrarias a la ética: los principios éticos universales nos exigen tomar una posición intolerante en este asunto. Lo contrario sería estar viendo a esos millones de mujeres como hormigas, como si no fuesen personas humanas, como si fuesen animales de una reserva (aunque ahora la reserva sea reserva cultural), sería algo así como ponernos en «el punto de vista de Dios» (por usar la expresión que Leibniz utilizó en otro contexto). Es decir, el respeto por esas personas, por esos dos millones de mujeres que esperan ser mutiladas cada año, nos impide respetar las pautas culturales correspondientes, y nos obliga a ser intolerantes. He puesto este ejemplo en razón de su actualidad, pero podrían ponerse muchos otros ya que el registro etnográfico y etnohistórico está plagado de pautas culturales que chocan directamente contra los derechos éticos elementales de toda persona humana (y que, por tanto, son, sin paliativos, indignas): infanticidio femenino (se constata que sólo en Asia faltan 100 millones de niñas), sacrificios humanos rituales, canibalismo, deformaciones corporales dañinas, esclavitud culturalmente sancionada, etc. Estas pautas culturales que estamos citando son el material antropológico más importante que tenemos para negarnos rotundamente a adoptar una posición escéptica (relativista) en ética, y para defender que existen unos derechos y unas obligaciones éticas elementales y universales (que afectan a todas las personas humanas). Sin embargo, no se nos oculta que estos principios éticos chocan, muy a menudo, con normas morales vigentes en muchos grupos y culturas, incluida la nuestra. Nosotros consideramos que las normas éticas están construidas en la perspectiva de la persona individual distributivamente considerada, tomada en abstracto, independientemente de la cultura o grupo al que pertenece, mientras que las normas morales serían normas particulares de una cultura o un grupo, dentro del cual el individuo es una parte atributiva. Para decirlo con la terminología que Abenhasam de Córdoba usó en el contexto de la clasificación de las ciencias, las normas éticas serían «comunes a todos los pueblos», mientras que las normas morales serían «particulares de cada pueblo». Las normas éticas y las morales, a veces, coexisten pacíficamente e incluso pueden llegar a coincidir, pero otras veces entran en conflicto: por ejemplo, la norma ética universal de respetar y conservar la integridad física de las personas entra en conflicto, en algunas culturas, con ciertas normas morales (de grupo) ligadas a los ritos de paso. Podría decirse que el que es relativista cultural soluciona estos conflictos en favor de la moral particular de una determinada cultura, en favor del punto de vista emic de cada pueblo, mientras que el que no lo es supone que esos principios éticos fundamentales universales (los que garantizan la vida y la integridad de las personas) sólo podrán saltarse en ocasiones muy excepcionales (por ejemplo, cuando la supervivencia del grupo exija arriesgar la vida de algunos de sus miembros). V Este conflicto objetivo entre las normas éticas y las morales hace que la condena del relativismo cultural apelando a razones éticas sea considerada muy discutible por aquellos que dan prioridad indiscriminadamente al respeto de las normas morales particulares de cada pueblo y defienden un «contextualismo ético». Por este motivo, creo que las razones de más peso para rechazar el relativismo cultural no son razones éticas (con ser éstas tan importantes, como hemos visto) sino que son, sobre todo, razones gnoseológicas, entre otras cosas porque, como veremos, la toma de partido en cuestiones gnoseológicas afecta necesariamente a los juicios éticos. El relativismo cultural se convierte en relativismo gnoseológico cuando la igualdad de valor de todas las culturas y de todas las pautas culturales va referida al valor de la verdad. Para el relativista gnoseológico todas las pautas culturales serían igualmente verdaderas cuando son vistas desde el punto de vista emic, desde el punto de vista interno a cada cultura. Para el relativista gnoseológico cada cultura es un mundo con una coherencia sui generis, y no es posible traducir unas culturas a otras sin traicionarlas (ésta es la hipótesis lingüística de Sapir/Whorf pero generalizada ahora a toda pauta cultural). Por esta razón, el relativismo cultural suele ir asociado al emicismo (en la nueva etnografía), al particularismo (revitalizado hoy en la llamada «antropología posmoderna»), y al nominalismo (pues, para ese relativismo, categorías tales como magia, ciencia, mito, etc, son meras denominaciones eurocéntricas). El relativismo gnoseológico pretende que no existen verdades universales que tengan vigencia en todas las culturas y, en este sentido, es una de las modulaciones posibles del escepticismo gnoseológico, es una especie de pirronismo. El relativismo gnoseológico particularista supone que cada cultura está totalmente aislada de las demás, y niega la posibilidad de establecer comparaciones interculturales porque cada cultura es, por así decir, una «mónada sin ventanas», y esto a pesar de que el «megarismo cultural» está siendo continuamente desmentido por la realidad del difusionismo. Ahora bien, el relativismo gnoseológico tiene un alcance todavía mayor que el relativismo cultural ya que no sólo afecta a las diferentes culturas (todas las culturas son verdaderas «a su manera»), sino que afecta también a los diferentes conocimientos de una cultura (por ejemplo, religión y ciencia, que serían ambos verdaderos, «cada uno en su esfera»), y a las diferentes épocas históricas dentro de una cultura dada (muy especialmente, a las diferentes fases de la historia y de la prehistoria de las ciencias, de modo que cada teorema sería verdadero «en su momento histórico»). Thomas Kuhn, con su conocida teoría sobre los paradigmas y las revoluciones científicas, ha contribuido de un modo muy importante (quizás sin pretenderlo del todo) a difundir este contextualismo y relativismo en historia de la ciencia. No hay más que recordar que, en su filosofía de la historia de la ciencia, los paradigmas se suceden como modas y son inconmensurables entre sí (como las culturas, que son imposibles de comparar para el particularista relativista), y los teoremas científicos sólo son verdaderos dentro de un paradigma y en un momento histórico, es decir, sólo son verdaderos emic. En su teoría de la verdad científica de corte sociologista los teoremas científicos no son más que el fruto de un consenso dentro de una comunidad de especialistas, un consenso que, además, se ve favorecido por la circunstancia de que siempre los defensores del paradigma antiguo se acaban muriendo antes. La teoría del falsacionismo de Karl Popper, con su idea de una verdad científica conjetural, provisional, frágil, también ha facilitado el camino al relativismo gnoseológico porque ha contribuido a difundir la idea de que las ciencias son sólo hipótesis teóricas, y las hipótesis científicas ocuparían en nuestra sociedad el mismo lugar que las hipótesis mágicas ocupan en las sociedades preestatales. La filosofía de la ciencia de Popper mostró sus limitaciones de un modo muy palmario cuando despachó de un golpe la evolución biológica, a la que calificó de teoría metafísica, con gran regocijo de los creacionistas que vieron sus necias especulaciones bíblicas puestas al mismo nivel que la teoría sintética. En este mismo sentido, no hay que olvidar que las filosofías de Kuhn y de Popper han sido muy celebradas por los anticientíficos, los relativistas culturales y los filósofos posmodernos porque de ellas deducen que es legítimo desconfiar de la universalidad de las verdades científicas (lo cual les evita, de paso, tener que dedicar mucho tiempo a estudiar esas ciencias). Es imposible en el contexto de este artículo entrar a discutir, ni siquiera mínimamente, las diferentes filosofías posibles acerca de la verdad científica. Yo voy a hablar aquí desde las coordenadas de una filosofía de la ciencia materialista que afirma la universalidad de la verdad de los teoremas científicos, y que considera que partes muy importantes, irrenunciables, de nuestra realidad presente están constituidas desde las ciencias (así, por ejemplo, el átomo, los procesos cuánticos, la biología molecular, la célula, o la evolución biológica -en cuanto que determinante, por sus consecuencias, de nuestro presente). Ésta es una filosofía que ni siquiera admite el relativismo en historia de la ciencia porque los teoremas más modernos no se imponen por razones de conveniencia gremial, social o política, o porque haya un relevo generacional, sino, simplemente, porque son más potentes que los antiguos. Y esa mayor potencia puede ser objetivamente evaluada porque los nuevos teoremas abarcan más fenómenos, más materiales, que los antiguos, y contienen a éstos como especificaciones suyas o, críticamente, como rectificaciones. Por eso, se puede afirmar que en la historia de los teoremas científicos se da un progreso y un avance que no tiene marcha atrás. De este modo, la filosofía del presente no puede dudar de todo, como duda el escepticismo pirrónico y el relativismo gnoseológico, como todavía dudó Descartes en el siglo XVII antes de la consolidación de la Revolución científica, porque, así como Descartes tuvo que detener su duda en la firmeza de las matemáticas, del mismo modo nosotros, tres siglos después, partimos de una multiplicidad de ciencias muy desarrolladas y en marcha, con unos teoremas de los que no podemos dudar y que constituyen una gran parte de nuestra realidad presente. Nosotros sabemos con absoluta certeza que el brujo no puede conseguir que llueva haciendo uso de su magia y de sus piedras de llover, ni puede detener el rayo o calmar el océano. Y, aunque admitamos que las ciencias tienen también sus límites (el ignoramus, ignorabimus! de Emil du Bois-Reymond), de ningún modo podemos considerar la magia como alternativa a la ciencia, pues la magia es una apariencia de conocimiento, es un pseudoconocimiento que avanza erráticamente y se contenta con sus aciertos. Y esta crítica, esta clasificación del quehacer del brujo, nos permite, de paso, dar cuenta del carácter arcaico, perfectamente prescindible, de esas mismas figuras u otras parecidas cuando aparecen incrustadas, como supervivencias, en nuestra propia cultura. Nosotros también sabemos que el contacto con el clítoris no produce la muerte del varón ni del nasciturus, y que las mujeres no mutiladas son igualmente fértiles. Es más, nosotros, desde los teoremas científicos universales de la biomedicina, podemos dar cuenta perfectamente de todas las complicaciones y las disfunciones que acarrea la mutilación sexual femenina (ablación, escisión, infibulación), y podemos proponer la desaparición de esas pautas culturales arcaicas como un objetivo valioso etic (incluso contra la propia voluntad emic de las víctimas a las que habrá que sacar de su falsa conciencia con los programas de educación correspondientes). Decía antes que, en muchas ocasiones, nuestros juicios éticos no son independientes de la discusión del relativismo gnoseológico, y en este ejemplo lo podemos comprobar con toda claridad, pues nuestra condena de esas mutilaciones está en parte fundamentada sobre una verdad biomédica que no puede ponerse en duda: el carácter dañino y totalmente prescindible de esas pautas culturales. Así pues, en este caso el juicio ético es posible, entre otras cosas, porque esta verdad biomédica no es válida solamente en la cultura occidental (válida quoad nos, que diría Santo Tomás) sino que es válida universalmente (es decir válida quaod se). Esa validez quoad se de las verdades científicas implica que la ciencia, aunque haya surgido en una cultura muy concreta (la cultura occidental de tradición grecolatina), aunque haya nacido en un determinado pueblo (para seguir utilizando la brillante fórmula de Abenhasam), es universal, por tanto, es «común a todos los pueblos». Pero, si es universal, entonces, una vez constituida, la ciencia, en algún sentido, no forma parte de la cultura, ya que la cultura es siempre «cultura particular». Ya sabemos que hay quien habla de una «cultura universal» pero, para nosotros esa «cultura universal» (como el lenguaje universal) no existe. Acaso es una «cultura de síntesis» o una «cultura general, enciclopédica», o una «cultura de Davos», pero éstas son también, evidentemente, culturas particulares. Renunciamos aquí, por motivos de espacio, a sacar las conclusiones que se derivan de estas últimas afirmaciones. (Una primera versión de este artículo apareció en El escéptico, la revista para el fomento de la razón y la ciencia, número 3, invierno 1998-1999, págs. 8-13) Alguna bibliografía comentada: Amnistía Internacional. 1998: La mutilación genital femenina y los derechos humanos, EDAI, Madrid. Es el informe aludido en el texto, con datos y detalles abundantes para poner los pelos de punta a las mujeres que aún sigan siendo relativistas culturales. Gustavo Bueno. 1992-1994: Teoría del cierre categorial, 5 vols., Pentalfa, Oviedo. y Qué es la ciencia (Pentalfa, 1995). En estos libros es donde se expone la filosofía de la ciencia del materialismo (con su teoría de la verdad científica como identidad sintética) desde la cual argumento contra el relativismo gnoseológico. 1996: El mito de la cultura, Editorial Prensa Ibérica, Barcelona, varias ediciones. Libro imprescindible para cualquiera que pretenda hablar del tema de la cultura en serio (y no hablando por hablar o por dar una opinión). 1996: El sentido de la vida, Pentalfa, Oviedo. Véase el capítulo primero para la distinción ética/moral tal como la uso al hablar de los conflictos ética/moral. Clifford Geertz, James Clifford, et alii. 1991: El surgimiento de la antropología posmoderna, Gedisa, Barcelona (compilación y estudio preliminar de Carlos Reynoso). Se trata de un libro muy útil para conocer las posiciones de la antropología posmoderna. Marvin Harris. 1991: Introducción a la Antropología General, Alianza Universidad, Madrid. Se trata de un manual de Antropología cultural muy informativo, probablemente el mejor de los disponibles en español, realizado desde los principios del materialismo cultural. Del capítulo séptimo he tomado la definición de relativismo cultural que aparece citada en el texto, y que puede considerarse, por lo demás, canónica. También en este manual puede consultarse el significado de la distinción emic/etic en antropología, que utilizo en mi razonamiento. Tomás Samuel Kuhn. 1957: La revolución copernicana, Ariel, Barcelona 1978. 1962: La estructura de las revoluciones científicas, F.C.E., Méjico, varias fechas. 1977: La tensión esencial, F.C.E., Méjico, 1982. 1987: ¿Qué son las revoluciones científicas? y otros ensayos, Paidós, Barcelona, 1989. Estas obras son, quizás, las más significativas para hacerse un juicio de las posiciones de Kuhn en historia y filosofía de la ciencia. Claudio Lévi-Strauss. 1955. Tristes trópicos, Eudeba, Buenos Aires, 1970. Uno de los lugares clásicos donde se hace la crítica al etnocentrismo y se defiende el relativismo cultural. Carlos Raimundo Popper. 1934 y 1958: La lógica de la investigación científica, Tecnos, Madrid, varias fechas. Éste es el libro fundamental de Popper en donde se expone su teoría de la verdad científica asociada a la idea de falsabilidad. 1974: Búsqueda sin término, Tecnos, Madrid 1977. Éste es el libro en el que Popper expone su diagnóstico de la evolución biológica como teoría metafísica. |
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