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21 de octubre del 2002 |
David Méndez
Si consideramos la tradición literaria (que ya es mucho considerar), antaño no había emperador que no contara entre sus cortesanos con un bufón. No tanto para que lo entretuviera con sus chascarrillos, sino, al contrario, para convertir al mandamás en objeto de ellos. El tonto, el loco, el niño y el payaso reaparecen en distintas literaturas como iluminadores de la verdad; no de una verdad oculta, sino de aquella tan evidente que para enunciarse precisa de demasiada ingenuidad, insolencia o desesperación (así desde Shakespeare a Fo, pasando por Valle-Inclán, Frisch, Cervantes y Bassi, entre otras textualidades más o menos jocosas). Nada tiene de curioso, entonces, que el chiste grosero que desvela la realidad de las realidades proceda de esos personajes marginales: el núcleo de lo normal, en que siempre anida el poder, sólo puede ser contado desde la periferia de lo anormal. Y esa contradicción hace mucho de reír. Hoy hemos de conceder que nos manda y ordena un emperador de lo más cómico, pero que ni Cristo le ríe las gracias. Su antepenúltimo chiste es tronchante. Dijo, recuerden: "o el mundo está conmigo pero el conmigo de un emperador es tan mayestático que caben lo mismo los muertos de atentados que los dueños de las transnacionales] o sois todos unos terroristas". El edicto, así proclamado, se le escapa a su vecino del tercero en una reunión de propietarios y los carcajeos echan abajo el edificio. Pero como fue un chiste imperial, pues nada, a reírse por lo bajini. Ya no hay bufón en esta corte que transforme nuestras sonrisas de medio pelo en unas buenas carcajadas de despeinarse.
Algo le pasa a la risa. Hemos ido llenando nuestras bocas de aparatos ortodónticos, de dietas de adelgazamiento, de opiniones idénticamente bostezables y, finalmente, de carcajadas y felicidades protésicas. Por eso regocija comprobar en la obra teatral "Estudio de la risa", de Teatro La República, cómo todavía el humor se puede pedorrear de las instituciones y la moral oponiendo al sentido común el más absoluto vacío del absurdo. Pues esto es, en parte, lo que evidencia el montaje: que todo nuestro lenguaje políticamente correcto, nuestras costumbres institucionalizadas, nuestra cultura y nuestras vidas domesticadas sólo recubren una nada a la que da risa asomarse. Lo correctamente moral y lo moralmente serio se confabulan, en este Imperio que todos juntos formamos, para ocultar por completo que esto, todo esto, carece del más mínimo sentido y, que por tanto, todo está por inventar cada día. Frente a esta feliz indeterminación de esponja marina, el poder sistematizado presenta una resistencia quitinosa de supuesta inevitabilidad y ubicuidad, como si toda posible realidad estuviera ya agotada de antemano y fuera un disparate pensar otra manera de vivir, cuando de hecho, el disparate es simplemente vivir. Por ello, nos cuentan los republicanos de esta República la anécdota de Demócrito, al que la absurda actividad del puerto de su ciudad le llevaba a revolcarse con una risa que vemos actualizada en las carcajadas de otro nuevo Demócrito frente al desfile diario de hombres y mujeres cargados de bolsas de la compra o de la basura. De ahí también, las socráticas historias de Nasrudín, que flemáticamente narradas al espectador, nos colocan en la más risueña de las ignorancias . Montada sobre el esquema de una sucesión de episodios aparentemente dispares, el "Estudio de la risa" bien podría haberse titulado "Enciclopedia de la risa", dada su apretada y brillante exhaustividad: en el escenario desfilan aceradas sátiras del espectáculo mediático, ironías electorales, serias y caricaturizadas exposiciones filosóficas, chistes imperiales con sus causas y consecuencias, amores tontos, ridiculeces funerales, rutinas paródicas, esperpentos laborales y otras fórmulas que, cerradas por una brillante (y risueña) enumeración de tipos de hilaridades, pretenden averiguar cómo, por qué, para qué, de qué sí y de qué no reímos. Dentro de esta multiplicidad de formas, la enorme eficacia escénica del montaje depende tanto más de las correspondencias, a veces evidentes, en ocasiones sutilísimas, entre los distintos episodios, que de la reiteración evidente de un mensaje. Con ello, La República practica un teatro que se acerca más a una velada exposición de evidencias que a una rotunda enunciación doctrinal, por lo que requiere del espectador un ánimo cooperante y lúdico con que sacar conclusiones, a partir de las pistas que dejan diseminadas los actores a lo ancho y largo de interpretaciones y escenarios. Esas huellas, en este caso, forman una especie de explicación microfísica y absurda de nuestros sometimientos cotidianos, de los que, claro está, nos hacen carcajearnos. Esa descripción minuciosa del poder que nos conforma, mostrada en el montaje desde una perspectiva foucaultiana, se basa más en la presencia de una sobreabundancia de verdades que nos atenazan, que en unos mecanismos de represión ejercidos voluntariamente por los poderosos. El "Estudio de la risa" nos muestra en nuestras absurdas y seguras rutinas diarias, en nuestra felicidad obligatoria, en nuestras ridículas conversaciones tópicas, en nuestras opciones políticas amañanadas y se (nos) interroga, oblicuamente y al paso, sobre de dónde vendrá todo eso. El esquema teatral utilizado por La República resulta, como se puede observar, absolutamente apropiado al tema, pues a la carga agobiante de verdades y seguridades del poder ("trabaja, consume y muere"), oponen sólo la liviana sospecha de la risa. Además, esta fórmula, que posee sus evidentes virtudes y peligros, les permite pulir sus obras con el tiempo, como hemos podido comprobar quienes disfrutamos del primer montaje madrileño y del último bilbaíno, donde la sucesión episódica estaba hilvanada con una precisión tal, que maximizaba los efectos de coherencia en el conjunto. Coherencia construida con habilísimos pespuntes, que cosen una clase de historia del arte a varios esqueches y distintas figuras retóricas y que pretenden recuperar la risa del adocenamiento al que el bodrio espectacular y la felicidad protésica la tienen sometida. "Adivina, adivinanza", nos advierten, "oro parece, plata no es: ¿quién tiene tanto interés en obligarnos a ser felices? ¿quiénes detentan la sonrisas más profilácticas?". Y también, casi al principio de la obra: "un diablo y un ángel coinciden en un cóctel. En un determinado momento, el diablo comienza a carcajearse. Y su risa es brutal, sincera, absolutamente contagiosa. Pronto los invitados se encuentran llorando, meándose, desternillándose de la risa. El ángel se da cuenta de la naturaleza satánica de las carcajadas del diablo y, decidido a contrarrestar su efecto, comienza a reír él también, y su risa es como un cascabel y un manantial de luz y alegría. Pero nadie le secunda. El ángel se ríe en éxtasis por la beatitud y perfección del mundo. El diablo, de su sinsentido". La risa (al menos uno de sus tipos -La República dixit) destruye aquello de lo que se ríe para no construir nada en su lugar, porque sabe que de la nada, nada sale, excepto naderías. Por eso, los auténticos bufones, republicanos a ser posible, están en tierra de nadie. Y por eso son peligrosos y hay que meterlos en cintura. Y por eso, no faltará el hombre serio que nos reproche que todo esto no tiene ninguna gracia; y lleva razón, pero aún así nos reímos. Y si les preguntara a los payasos de La República dónde está el chiste, responderían: "¡Pero hombre, por Dios, asómese Vd. a la ventana!".
Estudio sobre la risa
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