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La insignia
18 de octubre del 2002


Tren fantasma: Progreso, ilusión, ruina (II)


Christian Ferrer
Lote. Santa Fe (Argentina), octubre del 2002.


Nueve

Estas meditaciones no dejan de ser un poco inútiles en este país, cuyo impulso actual lo hace acoplar a cualquier slogan globalizador y cuyos lenguajes ya hace tiempo que están siendo formateados por el pánico económico. Hasta tanto no se acepte a la palabra técnica como una de las más complejas de la cultura humana, tan compleja como las palabras justicia, verdad, dios, música, fiesta, juego, bien y mal, poco avanzaremos en el conocimiento de nuestra actualidad. De allí que simples criterios de saber parezcan osadías en un terreno "tomado" por publicitarios de la técnica. Primero, las tecnologías no son equivalentes a la técnica -una fuerza que nos constriñe a aceptar el moldeado tecnológico del mundo-. Las tecnologías que habitan nuestro entorno son numerosas: grabadores, hornos a microondas, automóviles, computadoras. Pero la fácil accesibilidad a ellas no quiere decir que su significado lo sea. Todo objeto tecnológico nos está proponiendo una pedagogía, instrucciones de uso, modos de acoplarnos a su sistema de engranajes con el que ordenan el mundo. Y también suponen una erótica. Una herramienta solía ser poco más que una extensión del brazo, en cambio un reloj es un autómata que funciona según su propia temporalidad: nosotros "bailamos" al son de su bastoneo. Segundo, es preciso historizar a los acontecimientos. En las ciencias de la comunicación, expuestas como ningunas al impacto constante de la actualidad centrípeta, las fuerzas deshistorizantes actúan con potencia inusitada. La perspectiva histórica ayuda a combatir el terrorismo de la actualidad y nos conecta con la memoria social, los dramas históricos de una nación y con los ecos etimológico-sonoros que todo lenguaje arrastra. La historización de los acontecimientos técnicos no tiene como función acumular datos sobre su genealogía. La operación va mucho más allá de la "genealogía de los inventos", a la que son tan afectos los teóricos postpositivistas de la ciencia y la técnica. La historia enseña, asimismo, a problematizar el futuro. La nuestra es la primera generación humana que le está legando al futuro problemas de los que no sabemos si los hombres posteriores van a estar en condiciones, no ya de resolverlos sino siquiera de si va a haber alguien allí para hacerse cargo de ellos: los "residuos atómicos", cuya vida "útil" supera los siete mil años, constituye un ejemplo clásico. La polución de los mares, efecto -por primera vez- de la Revolución Industrial, es otro. Y al fin, es preciso desnaturalizar los productos de la organización técnica del mundo. Las tecnologías se nos presentan como naturales, como si fueran útiles, lógicas, como si nada hubiera que criticar en ellas. Pero no solamente tienen una historia, sino que en cada una de ellas está impresa la historia de luchas sociales cuyos desenlaces momentáneos han forjado éste, nuestro mundo. Para decirlo sencillamente: no se le puede creer a un discurso aquello que dice de sí mismo; no se puede describir la realidad con las categorías con que la "realidad" ha elegido justificarse a sí misma. Por otra parte, "desnaturalizar" supone situarnos en condición de asombro ante el acontecer del mundo y el obrar de los seres humanos.

Es imprescindible hacer una autopsia de la época, en especial de las facetas asociadas a lo que queremos llamar "modernidad tecnológica". Cuando se hace una autopsia de una época nada de lo que resta expuesto es agradable: encontramos el esqueleto de la dominación, las vísceras de la historia ocultada y los secretos de la "familia política" y de Estado que pasaron desapercibidos. Toda autopsia (y la etimología de la palabra significa "mirar con los propios ojos") y toda tarea de interpretación histórica es una tarea, en buena medida, ingrata. Se revela que lo "real" podría ser de otra manera, y lo que solemos considerar como "pasado" quizás haya sido distinto. Adorno y Horkheimer escribieron que "el conocimiento no consiste sólo en la percepción, en la clasificación y en el cálculo sino justamente en la negación de lo que es inmediato". De modo que la dilucidación de los secretos y las facetas que se ocultan tras la palabra "técnica" es quizás una de las tareas teórico-críticas más complejas de la actualidad, no sólo porque la técnica se nos aparece como un núcleo duro de las sociedades contemporáneas que no parecen requerir otra cosa más que la celebración, sino también porque todos los artefactos sociales se pretenden ahistóricos y necesarios. En cambio, cuando no los celebramos queda en evidencia un acuciante problema ético-político: el inmenso poder que está a cargo de personas que combinan destrezas tecnológicas muy sofisticadas con principios religiosos y morales pobrísimos. De allí que sea imprescindible analizar el proceso moderno de racionalización de la vida, que ha supuesto tres operaciones reductivas: de los muchos modos de ser en el mundo a muy pocos sometidos a racionalidad técnica; de la razón como atributo del pensamiento y bisagra conversacional a las meras funciones del cálculo y la manipulación; y al fin de la voluntad ética y política de la población a las relaciones de dominio escamoteadas a la conciencia. En el caso argentino, estas tres operaciones se encastran a una situación política riesgosa: en los últimos treinta años las elites dirigentes en casi todos los órdenes institucionales del país (empresas privadas, estado, academia, sindicatos, microemprendimientos asociados a nuevas tecnologías comunicacionales, responsables de los grandes medios masivos de comunicación), especialmente si se trata de camadas jóvenes, carecen de escrúpulos morales, disponen de escasa o ninguna adherencia a las tradiciones culturales o intelectuales nacionales, y sólo confían en criterios técnicos de decisión y en comportamientos "eficaces".

¿Qué sabemos acerca de la influencia cotidiana de los objetos técnicos? Poco y nada, más allá de la descripción de su uso y de sus organigramas operativos. Pensemos, por ejemplo, en un artefacto habitual como el teléfono. El primer abonado argentino a la telefonía fue el Ministro de Relaciones Exteriores, que ahora es una calle, Bernardo de Irigoyen. El segundo abonado, hoy una avenida, se llamaba General Julio Argentino Roca. Pensemos en un teléfono celular. Cualquiera celebra, evidentemente, la libertad espacial que él habilita. Pero al mismo tiempo no solemos reconocer que nuestras relaciones sociales dependen cada vez más del conmutador telefónico. Pensemos en los raudos movimientos de un cuerpo cuando atiende un teléfono, en los micromovimientos de las manos, de los dedos. Pensemos en sus gestos faciales: de agrado, desagrado, aburrimiento, impaciencia; en las estrategias lingüísticas que se usarán según el interlocutor de turno: jefe, familiar, persona molesta o amigo que hace mucho del que no se escucha su voz. Pensemos en las estrategias matinales, cuando se revisa la agenda, en la cantidad de microactividades que una persona es capaz de hacer al mismo tiempo que habla por teléfono. Pensemos en los servicios de control de llamada que nos indican si la persona que está llamando amerita ser atendida o no, en los garabatos que se dibujan mientras se habla en blocks de notas colocados ad hoc, en las estrategias que elige una persona para grabar un mensaje en el contestador. Pensemos en los problemas jurídicos que le puede traer a una persona el uso del teléfono. Es sólo porque colocamos el aparato en el altar del confort que no nos resulta extraña nuestra conducta fisiológica-perceptual en relación al teléfono, tecnología que ya tiene ciento veinte años de existencia.

La ideología del confort (versión materializada, especialmente en el espacio hogareño, de los ideales del progreso) se transformó en el espacio de comprensión de la tecnología y opera como pase mágico. Esta asunción es propia de la subjetividad burguesa, para la cual la casa resulta ser un "estuche" protector, resguardo frente a las inclemencias causadas por el espacio industrial. Como pliegue personal, la casa protege o acomoda al hombre moderno a lo largo de la "lucha por la existencia". En ese espacio, la tecnología deviene la puerta de acceso al esparcimiento y garantía de una vida confortable. Es un "acolchador" del sufrimiento. Por eso mismo, un objeto tan habitual como un teléfono opera como artefacto "psicofísico", como superficie somática que evidencia nuestra condición humana a la vez que reorganiza nuestra experiencia sensorial, psíquica y antropológica. ¿Qué significa la palabra "acolchamiento"? Arthur Schopenhauer suponía que la existencia es, básicamente, sufrimiento, y que el sufrimiento es inmutable, ineliminable de la vida. Esto no supone que la vida no sea también alegría, placer y serenidad, sino sólo que la densidad de sufrimiento es parte constitutiva de ella misma. Las utopías sociales del siglo XIX se propusieron eliminar, en lo posible, el dolor. Así, la ciencia se propuso reducir el poder de la naturaleza sobre la vida humana. El ejemplo más banal lo encontramos en el pronóstico del tiempo que consultamos diariamente. Por otro lado, la ciencia social también se propuso reducir el sufrimiento generado por el orden laboral. Dos ambiciones utópicas: reducción del poder del azar, reducción del rango de la injusticia social. En nuestra época histórica, "sentimental" -como la llamó Ernst Junger- se huye del dolor, pero no se pertrecha al alma para que esté preparada para ese contacto. ¿Por qué razón? Porque la modernidad no diferencia alma y cuerpo: lo único valorado es el cuerpo, sea como fuerza de trabajo en al ámbito laboral o como apariencia en el mundo de las relaciones sociales, ya sea como mercancía carnal o como cuerpo performativo. El cuerpo carece de defensas auténticas cuando entra en contacto con el sufrimiento: recibe el impacto en toda la línea. De allí la importancia del confort, que tiene como función resguardarnos de las inclemencias de la vida industrial y urbana moderna, en la que el sufrimiento opera como una suerte de "arma arrojadiza": como amenaza indiscriminada. Pues el dolor ya "no culpa a nadie", por ejemplo, a los "ricos", la "oligarquía" o al "imperialismo". Entonces, la lucha por la existencia, ideología propia del "darwinismo social", regula la existencia en la época sentimental. Y sólo el refugio de la intimidad permite eludir momentáneamente a los mandatos despiadados de los procesos laborales o de la soledad urbana, del tedio u aburrimiento o bien de los juegos relacionales en los que hay que ofrecerse como "apariencia". La tecnología ofrece confort a este hombre asediado y le concede esparcimiento en un mundo inclemente: nos anestesia contra el dolor. Ella asume el lugar de las prácticas consolatorias propias de una época anterior en la que la religión apaciguaba el dolor, ofreciéndole un sentido. Como la modernidad técnica supone un tipo de vida que somete al ser humano a las mismas exigencias que se le hacen a una máquina, fue necesario definir y construir un tipo caracterológico de ser humano a fin de poner en marcha la máquina de la sociedad tecnificada. En el siglo pasado todavía se podía hablar de "individuos singulares", de entes liberales, pero el siglo XX insertó a los individuos en organismos de rango estadístico, sean sindicatos, empresas de seguros de vida, tarjetas de crédito, jubilación garantizada por el Estado, la industria farmacéutica que trata con los síntomas depresivos, las terapias intensivas que prolongan artificialmente la vida o la hipoteca bancaria sobre el propio futuro. Al dejar de ser el cuerpo la coraza protectora del alma, sólo los "acolchonadores artificiales" nos permiten sostener la relación con el dolor.


Diez

¿Nostalgia por épocas mejores? Ninguna. No hay épocas felices atrás nuestro, nunca las hubo. A veces conviene retroceder y recurrir a una época pasada para que sirva de contraluz, a fin de hacer visible algo poco aprehensible. Cada época ha tenido sus propios problemas. Nosotros tenemos los nuestros y seguramente el futuro encontrará los suyos. La nostalgia es una operación sentimental conservadora y reaccionaria. Otra cosa muy diferente es la mirada melancólica, que nos ayuda a humanizar las cosas: un despliegue del ánimo. Y tampoco el futuro está dado de antemano, como parecen creer demasiadas personas en la Argentina de los años 90. Los giros políticos y ontológicos ante la actual situación histórica suceden únicamente cuando las dosis habituales de ilusión ceden su espacio emocional y espiritual a la esperanza.

Once

Es posible que existan pueblos que carezcan de juguetes, pero de cada pueblo que tiene los suyos se desprenden los futuros espirituales de sus niños. Una vez olvidada la canción de cuna, se colocan los primeros eslabones de la seriedad. Del estanciero al trencito de juguete y de allí al cazabombardero interplanetario de un videojuego, la juguetería industrial no sólo faceta costumbres; constituye también una guía ideológica: reproduce "a escala" el formato de los símbolos tecnológicos del progreso, tanto como, en otra escala, la Estación Central de Ferrocarril y las Redes Computacionales son, sucesivamente, maquetas de la organización burocrática del Estado de principios de siglo y de los flujos financieros e informacionales contemporáneos. En el "Meccano" o en el "Rasti" se ocultaba un proyecto de sociedad y un método de avance escalafonario para las nuevas generaciones, tanto como el torneo medieval suponía otras habilidades y simbologías. Es posible que ya en los años '60 se estuviera sembrando el imaginario tecnológico de la juventud actual: en el walkie-talkie de plástico de los juegos infantiles se anunciaba la aceptación de Internet tanto como en los surcos chirríosos que anillaban los temas en los viejos long-plays ya estaban implícitos los huecos que serían ocupados por los separadores de MTV. Es un tema viejo del siglo: el tiempo de ocio se recupera en beneficio de la circulación y aprobación de la mercancía, y aunque las conexiones parezcan insólitas o caprichosas, ellas pueden evidenciarnos las "fuerzas anímicas" que rigen una época.

Doce

Es enero del año 2000 y revisamos los diarios del día.

Algunas publicidades aterrorizan al consumidor: quien no tiene el producto, no existe; hay que actualizarse a toda costa y a todo coste; la diferencia entre viejos compradores y consumidores modernos abre aguas. DELONGHI se autopromociona: "El radiador dragón de Delonghi calienta un 170% más rápido. ¿Es tu abuela capaz de destejer pulloveres tan rápido?". La serie de publicidades referidas al inescindible par tecnología-comunicaciones es proliferante e inabarcable. La palabra "comunicación" en sí misma opera en Argentina a modo de moneda de cambio. "Se lo leían a Bill Gates de chico antes de dormirse": la publicidad de un manual de instrucciones está dirigida a hacer mella en los terrores paternos. Lo que en una época significaban la mecanografía y la estenografía, o el conocimiento del idioma inglés, hoy está asociado a las destrezas que ofrece el conocimiento de "lenguajes" de computación. Abrir las puertas del futuro depende de Gates. IBM presenta un servicio comercial en Internet llamado "e-business" con metáforas belicosas para un mundo cuya geometría es informacional: "Dar a conocer su empresa en Internet. Sumar clientes leales. Conquistar nuevos mercados". Dos avisos retoman mitos clásicos y oficios populares y los reenvían a la creciente extensión de la red informática en la vida social, pero a su vez resultan vagamente amenazantes. En el primero Telefónica promociona su website reyesmagos@infovia.com.ar, sugiriendo descartar al camello, medio de viabilidad anacrónico, incluso para la imaginación infantil: "Y Baltazar le dijo a Melchor: -si no tenemos dirección de e-mail, no existimos". El otro aviso, del suplemento de informática del diario La Nación, muestra un cartel hecho a mano por un picapedrero y que solía encontrarse en casi todos los barrios porteños. El cartel dice:"Pica-Pica.Bajadacordón.WWW.Pica-pica.com.ar". Pedagogía y terror. La letra, con publicidad, entra. En una propaganda comercial de Whirlpool se nos muestra una heladera y se dice que "cuando pensábamos en el año 2000, nos imaginábamos gente con brillantísimos trajes plateados subiéndose a naves espaciales súper aerodinámicas, y abriendo heladeras como esta". La anticipación esta vinculada al consumo clásico de seriales televisivas y películas de "trasnoche", y a su vez la tecnología asociada a la conquista del cielo exterior es "bajada a tierra". Hay en esta publicidad algunas constantes de los noventa: la recurrencia al idioma inglés ("No Frost") como lenguaje superior y global, por más que exista traducción castellana del concepto; y la mención de conceptos incomprensibles ("Tecnología Zyrium") como modo de prestigiar el producto. Pero no es preciso traducir ni explicar: todos prestan oídos al sermón de la mercancía global. Urbi et Orbi. Curioso: las grandes huelgas de la Patagonia de 1921-22 que culminarían en tragedia se iniciaron con la reivindicación obrera de que se tradujeran los carteles instructivos destinados a los trabajadores, pues no los entendían: estaban en idioma inglés.


Trece

"Fuck You!". Shit!". No es tan raro escuchar estas palabras en las calles porteñas, especialmente en sus barrios pudientes. Están siendo incorporadas al ajuar lingüístico de sectores de las clases medias juveniles. El impulso que lleva a estos jóvenes a adoptar a las ovejas negras de un -muchas veces- unfamiliar language, no es necesariamente el morbo sino el deseo de proximidad afectiva con el triunfador. En Norteamérica, a las "puteadas", se las llama four letter words pues, por un curioso afán de geometría gramatical, la mayor parte de las palabras "sucias" no sobrepasan el formato de las cuatro letras. Dentro de la panoplia de las fórmulas lingüísticas belicosas, las malas palabras podrían ser ubicadas dentro de la zona de las armas arrojadizas, las que sólo pueden herir a distancia aunque, justamente, lo que logran es aproximarla bruscamente. La distancia así acercada señala una mutua pertenencia. ¿Pero de qué cunas se ha nutrido esta afectividad por el lenguaje popular estadounidense? Quizás como consecuencia del consumo de películas subtituladas en la televisión por cable. No ha de descartarse incluso que los adolescentes estén aprendiendo argot erótico, pornográfico y callejero en los canales "para adultos" de cable suscriptos por sus padres. Así también, en los '60 descifraban una nueva sensibilidad juvenil en las "letras" de las canciones de rock.

Evidentemente, treinta años atrás había en Buenos Aires severas academias en las que se aprendía el idioma inglés, la "Cultural Inglesa" o "Toil & Chat". Pero el prestigio de un objeto de importación Made in USA trascendía el saber lingüístico y se acoplaba a un imaginario de consumo de signos que subterráneamente avanzaba bajo la línea de flotación de los discursos "antiyanquis" de entonces. El "ejecutivo", modelo profesional deseable de los años 60 y triunfante en la actualidad, se articulaba en la superficie con la necesidad de personal especializado para el desarrollo de la industria nacional, pero más oscuramente con experiencias emotivas tales como la estadía en grandes cadenas hoteleras o el "bagayismo" de revistas Playboy. Una lengua universal llega antes a los afectos que a la conciencia. Pero lo que llega no es necesariamente lo mejor sino la medianía de la -por otra parte- intensa cultura popular americana. Hoy sería posible decir "compacto", pero los argentinos prefieren llamarlo compact, o incluso CD. Ya no se pronuncia el nombre de una tecnología (por otra parte no traducida: un walkman) sino su marca: un sony, un aiwa. Un jacuzzi, un spa. El ciclo que comenzó a principios de siglo con los "hombres-sandwich" culmina en la ropa en la que se estampa el logo empresarial en letra tipo catástrofe. Que una novísima tecnología bautice a una palabra es un acontecimiento ya sucedido a principios de siglo. Pero entonces la lengua local "distorsionaba" el ruido del vocablo extraño y lo acomodaba al sonido lingüístico nacional. Así, calefón deriva de la marca de calentadores de agua "Califont". Extraña situación social: el walkman e Internet coexisten con el departamentucho de un ambiente, el desempleo, la villa miseria y el desvencijado ventilador. Somos víctimas del desarrollo desigual y combinado de las relaciones entre imperativos técnicos y pauperización económica, como desigual y combinada es nuestra relación entre la publicitación fervorosa de avanzadillas tecnológicas (clonación, implantes de siliconas, lectura del mapa genético) y la moral colectiva. Pero esto ya ocurría en los 30, aunque más amortiguado: la radio a transistores y la tabla de lavar, el automóvil y el calentador a querosén.

Los nuevos medios técnicos no afectan inmediatamente las creencias sino la conversación cotidiana. Así también, los modelos de vida deseable dejan muescas y esquirlas en los usos lingüísticos de la comunidad. En especial, cuando no hay contrapesos. Ese contrapeso podría llamarse "lenguaje argentino" -una cuestión que Jorge Luis Borges o Witold Gombrowicz, mucho mejor que las doctrinas nacionalistas, supieron tratar-, pero ese lenguaje se nutría de una creatividad social y de una imaginación plebeya hoy desvanecientes. La articulación informática-televisión impone ahora una "forma universal", y su voluntad de poder está apenas en la mitad de su curva de ascenso. Una especificidad argentina consistió en su amalgama de imaginación plebeya y de cultura política ya desde la época de los anarquistas y los sindicatos obreros de principios de siglo. Lo "plebeyo" no se confunde con la cultura "popular" o con la cultura de masas: las supone pero también las conecta a un cauce político que trasciende a las opciones partidarias. Del anarquismo al irigoyenismo y de allí al peronismo, lo plebeyo fue minando a los símbolos y a la ideología de las clases dominantes en Argentina, y luego del peronismo las obvió e incluso las desmoronó. El peronismo logró introducir un lenguaje político novedoso, que vinculó las significaciones obreristas maceradas por décadas de socialismo y anarquismo a una lengua política de índole mística, sentimental y bíblica. No ha de concedérsele menor importancia al hecho poco mencionado de que el peronismo se apoyó en un discurso reivindicatorio de las razas discriminadas en Argentina, los "cabecitas negras", los "grasitas", los "negros": el mestizo. Epifanía del trabajo, bucolismo popular y plebeyismo cultural. Pero quizás, y de modo opaco y perverso, sea también esa corriente plebeya lo que permite vincular a la Confederación General del Trabajo (CGT) con las películas pseudopornográficas de Isabel Sarli, a la festividad movilizada de los 17 de octubre con la dispersión de muchedumbres en discotecas y bailantas de la actualidad, a la pareja Perón-Evita con el wincofon y la telenovela, y a los 36 millones de juguetes entregados por la Fundación Eva Perón entre 1947 y 1955 con el fervor argentino por el derroche de dinero en sus viajes al exterior. Ya en los 60 el plebeyismo comenzó a ser absorbido por los signos de consumo de la incipiente globalización técnica, de los cuales las publicidades de Primera Plana son su testimonio. A su vez, esta absorción de un lenguaje por otro es efecto del fracaso en construir una nación, aunque se haya erigido una gran ciudad, antena receptora de estímulos externos. Demostramos ser una nacionalidad débil.


Catorce

En abril de 1982 una multitud en estado de delirio celebraba en Plaza de Mayo la ocupación militar de las Islas Malvinas. Ya algunos medios gráficos de entonces hicieron notar que las banderitas argentinas que cientos de miles de personas agitaban ante el General Leopoldo Fortunato Galtieri tenían sellada la formula Made in Hong-Kong.


Quince

Alguna vez la actual ciudad de General Roca se llamó Fisque Menucó. Pero entonces no sólo no había llegado el tren, tampoco lo habían hecho los argentinos. Por este tipo de parajes, y antes de los militares, suelen pasar seres atípicos que individualmente reconocen la región: antiguos conquistadores que buscaban una ciudad dorada, un francés que se autotituló "Rey de la Patagonia", exploradores, científicos. Caravanas, expediciones o errancias de extravagantes. Extrañas son las leyes humanas del espaciamiento, en cuya jurisdicción rigen el esfuerzo y la imaginación tanto como el clima y la reticencia de la naturaleza. El explorador siempre ha sido un adelantado del Verbo: nombra los ríos, clasifica la flora y bautiza los confines; pero el agrimensor, notario estatal, mide, calcula y diagrama el terreno. Entre ambos, divisiones de ejército. Y los militares no se retiran sin dejar su marca: los grados militares de variados coroneles y generales están hoy esparcidos en la toponimia de las Provincias de Buenos Aires, Neuquén y Río Negro, itinerario de la campaña al desierto. El habitante llega después, en compañía de agrónomos, ferroviarios, y de una tecnología que es a su vez fundamento simbólico de la buena vecindad: el alambrado de púa. De allí que la toponimia señale un secreto estatal de origen, la historia del poder. Y del dinero. El señor Allen, funcionario inglés del Ferrocarril del Sud, quien había acompañado al presidente Julio Argentino Roca en su viaje frustrado a inaugurar la línea, fue homenajeado por el Estado imponiéndosele su apellido a un pueblo. Ocurrió el 25 de mayo de 1910. Antes, su nombre indígena era "Tiene Sauces". Huahuel Niyeo, lugar por donde pasaba la línea ferroviaria San Antonio-Bariloche, fue rebautizado en 1926 con el nombre del ingeniero en jefe del proyecto, Jacobacci, quien había muerto cuatro años antes. No sólo desaparecía el poder del indio en aquellas regiones, también sus nombres.

Cuando Sarmiento inaugura las obras del ferrocarril al Tigre imagina al Paraná como un nuevo Río Nilo y a las islas de su delta como al pórtico de Venecia. La gran república comerciante e imperio naval y el antiguo y majestuoso Egipto: nombres mitológicos que se invocan del fondo de la historia para fundamentar la imagen futura de una Argentina prospera y potente. Es el sueño de un hombre animoso y positivo. Civilización y Barbarie eran términos que suponían polos magnéticos irreconciliables y era imprescindible que uno de los dos mundos de vida venciera al otro y se transformara en lema nacional. Al enemigo geográfico -las distancias argentinas- había que reducirlo por la tecnología, cuya aureola anunciaba la buena nueva laica: el progreso. Un estadista como Sarmiento percibe correlaciones entre tecnologías de ocupación del espacio, regímenes políticos y configuraciones culturales. El pie del jinete en el estribo anuncia el grito de guerra bárbaro así como las vías del ferrocarril transportarían algo más que cereal y ganado: urbanidad. El caballo era al Caudillaje lo que el tren a la República. Y sin duda, las correlaciones funcionaron. Pero algo falló en el engranaje cultural. Hoy, el país se ha convertido en una frenética zona mediático-informática: uno de los países más "cableados" del mundo. De hecho, la globalización mediática, financiera y tecnológica ha logrado que todas las grandes ciudades del mundo se parezcan mutuamente. Una aplanación de relieves antropológicos y lingüísticos nunca antes conocida. Pero inútil y peligrosa es la reivindicación de un irredento localismo, cuya defensa está hoy a cargo de ridículas expresiones religiosas y nacionalistas, pues lo que contradice lo global no es lo local o lo nacional sino lo cosmopolita. Y aquella energía de los lenguajes que sea capaz de traducir a su favor la presión global de la técnica.


Final

Argentina ha llegado al siglo XXI. Pero el triángulo político que se forma en la desembocadura del Río Bermejo, al cual Sarmiento idílicamente transmutaba en imágenes mito-históricas y que la medalla con que iniciamos estas meditaciones celebraba, es hoy un páramo. La provincia de Corrientes se declaró en bancarrota a comienzos del año 2000, y las de Chaco y Formosa constituyen economías paupérrimas. El cercano Paraguay no es más que una maraña feudal caótica. La única industria que allí ha logrado prosperar en los últimos treinta años ha sido el contrabando. Los ferrocarriles patagónicos que la segunda medalla celebraba ya no existen. Dejaron de transportar pasajeros en 1992. Los rieles semienterrados adquieren lentamente fisonomía de fósil, y los pobladores cercanos desmantelan parte de las viejas estaciones y se llevan los durmientes acumulados. Y al fin, el triángulo positivista destinado a albergar y estudiar a los enfermos mentales está en ruinas, tanto como los geriátricos que en la Ciudad de Buenos Aires estacionan a los ancianos. La sola mención de ambas instituciones suscita en la imaginación popular la figura de la "casa del terror". En efecto: en 1985, una médica de la Colonia de Alienados Montes de Oca, la Doctora Cecilia Giubileo, quien ya tenía en su haber dos cuñados desaparecidos durante la dictadura, y quien investigaba el tráfico de órganos extraídos a los pacientes para su posterior venta clandestina, desapareció a su vez. La búsqueda de su cuerpo en ese lugar y en la cercana colonia de Open Door reveló túneles secretos donde se encontraron huesos humanos. Una inspección oficial de los archivos de aquellos psiquiátricos reveló asimismo que entre 1976 y 1991 habían muerto 1321 pacientes y que otros 1395 estaban desaparecidos. Una calamidad dotada de la fuerza de un sismo o una inundación parece haber atravesado Argentina. Y yo no puedo sino contemplar a las tres medallas en mi escritorio detalladas al comienzo como lápidas irónicas para una nación.



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