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La insignia
18 de octubre del 2002


El olivo de paz


Sergio Ramírez
La Insignia. Nicaragua, octubre del 2002.


La primera vez que tuve que ver con el presidente Carter fue en el año de 1978, cuando regresaba a Nicaragua desde Costa Rica junto con los demás miembros del Grupo de los Doce, desafiando una orden de prisión de la dictadura por sediciosos. Carter le escribió una curiosa carta a Somoza, que sólo conocí tiempos después, en la que lo felicitaba por su disposición a respetar en el futuro los derechos humanos, pero a la vez lo advertía amablemente de garantizar nuestra seguridad y libertad en territorio de Nicaragua. Somoza hizo pública la potencial felicitación, pero no la advertencia que a lo mejor nos salvó la vida.

Aquel presidente de los Estados Unidos era diferente en muchos sentidos no sólo ante la percepción del público estadounidense, sino también en Latinoamérica, y su paso por la Casa Blanca entre 1977 y 1981 habría de colocarse entre dos eras de signo muy imperial, la de Nixon echado del poder a causa del escándalo del Watergate, y a duras penas completada por Ford, y luego la de Reagan, que remontó sin mayores problemas el escándalo de la Contragate. Carter, lejos de oscuras conspiraciones, parecía en cambio salir de los viejos trasfondos puritanos de los Estados Unidos rurales, devoto cristiano sureño proveniente de una familia de sembradores de maní en Georgia.

El sello de su presidencia fue singular desde el principio, cuando anunció una política exterior basada en el respeto a los derechos humanos. No a pocos sorprendieron las declaraciones en Ginebra de un funcionario de su gobierno, si mal no recuerdo embajador alterno en las Naciones Unidas, James Schick, quien había sido agregado de la embajada de Estados Unidos en Managua, en las que pidió perdón por la participación de su país en el derrocamiento de Salvador Allende. Quizás se le fue la mano en cuanto a las instrucciones que tenía, pero de todos modos resultó algo inaudito. Somoza, y todos los de su especie, empezaron seriamente a preocuparse. La tenacidad de Carter en variar la política exterior de los Estados Unidos dio su primer fruto con el tratado de entrega del canal de Panamá, firmado en 1977 con Omar Torrijos tras una dura batalla para conquistar la voluntad de la opinión pública, y la del senado, una batalla en la que Torrijos logró poner del lado del tratado al propio John Wayne, el gran sheriff del establecimiento conservador opuesto a la firma. Y el siguiente fruto sería el fin de la dictadura familiar de medio siglo en Nicaragua en 1979, algo que el propio Somoza nunca acabó de entender, él, que se consideraba un leal ciudadano norteamericano según confiesa en su libro de memorias traicionado.

Quien lo había traicionado era Carter, según sus lamentaciones página tras página del libro. ¿Cuándo pudo imaginárselo? El propio embajador norteamericano en Managua, Lawrence Pezzulo, le exigía la renuncia, y su salida de Nicaragua, para que pudiera instalarse una Junta de Gobierno respaldada por las fuerzas guerrilleras triunfantes del sandinismo. Para la apreciación de quienes creían que entregar el canal al gobierno de Panamá arriesgaba los intereses de la seguridad nacional de los Estados Unidos, transar con una organización guerrillera en Nicaragua arriesgaba esos intereses aún más.

Naturalmente Carter quiso hasta el último momento que la Guardia Nacional no desapareciera del todo, y que la transición se diera por cauces ordenados, rescatando de las brasas lo que quedaba de institucionalidad en el país, pero cuando no lo consiguió, de todas maneras siguió respaldando a aquella revolución impredecible por todo el tiempo que le quedó de su único período, antes de ser derrotado por Reagan. Fue una derrota injusta provocada no por la entrega del canal de Panamá, ni por haber admitido el triunfo de la revolución en Nicaragua, sino porque había fracasado en el rescate de los rehenes secuestrados en la embajada de Estados Unidos en Teherán. A los ayatolas les convenía más Reagan, y fue a él a quien entregaron los rehenes horas después de su toma de posesión.

Carter era un presidente que podía fallar, que podía confesar sus errores, que podía tropezar o desvanecerse mientras corría a campo traviesa. Era un ser humano investido de poder, que proyectaba la imagen de lo que realmente era, lejos de los seductores engaños de sombras y reflejos de la cueva de Platón. Reagan, en cambio, sabía que llega un momento en que el electorado castiga las apariencias de debilidad, y los fracasos, y sabía también entonar sus discursos impecables en la voz tersa de los anunciantes del nuevo modelo Chevrolet, para lo que estaba entrenado.

La primera vez que Carter vino a Nicaragua no tenía ya la investidura presidencial. Vestido de overoles ajustó con un martillo de carpintero el marco de la puerta de una casa en construcción, en un proyecto de viviendas campesinas en Chinandega financiado por una organización humanitaria con el que ahora tenía que ver. Lo acompañé a correr a campo traviesa en las madrugadas por los prados del viejo country club en las cercanías de Managua, y su resistencia era mayor que la mía, pese a todos los años que me sacaba en edad. En las pláticas de esas veces, no cejaba en su preocupación por la suerte del país, y por su futuro, cuando aún seguía encendida la guerra de los contras.

Volvió en 1990 para las elecciones que ganó Violeta de Chamorro, cuando llegaba a su fin la década sandinista. Había estado involucrado en el traspaso del poder que recibimos en 1979 por la vía de las armas, y de la negociación, y ahora iba a involucrarse en el traspaso de poder que entregábamos por la vía de las elecciones. Un testigo y un partícipe singular en dos momentos cruciales de la historia de América Latina, el principio y el fin de una revolución.

Lejos de encerrarse en el mausoleo que se le construye a cada ex presidente de los Estados Unidos en su estado natal, supo convertir desde el principio al Centro Carter en Atlanta en un polo de solución de conflictos internacionales, de vigilancia de los procesos electorales y del respeto a los derechos humanos, todo lo cual tiene que ver con la paz.

Y mientras estuvo en la Casa Blanca, nunca condujo ninguna guerra. De allí que seguramente pasará mucho tiempo antes de que otro presidente de los Estados Unidos vuelva a recibir el Premio Nobel de la Paz.



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