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14 de octubre del 2002 |
Marcelo Colussi
Una de las pocas cosas que se repite invariablemente en todas las culturas conocidas es la música. Seguramente porque, como pocas cosas, es bella.
Toda la música es bella, sublime incluso. Seguramente por la materia misma que maneja: el sonido, es una expresión humana condenada a ser forzosamente bella. El sonido evoca y se liga siempre con los sentimientos. Por tanto no corre el riesgo de equivocarse, de mentir, de ser intrascendente. En todo momento histórico podemos asistir a este fenómeno; la idea de la música como arte es occidental, y reciente. La música ha acompañado el curso de la historia humana desde tiempos inmemoriales, como parte de la adoración religiosa, de la guerra, de las fiestas, de los estados de ánimo colectivo. Sólo en la modernidad europea -al igual que las otras diversas expresiones artísticas- se vuelve arte en tanto arte puro, transformándose en actividad autónoma. A partir de ahí, y siempre hablando de la producción musical europea, su historia deviene un ámbito y un código propios, donde su motor es la búsqueda de la belleza como fin en sí mismo, sin ningún otro compromiso ritual o ceremonial. Como expresión de la enorme variedad cultural que ha desarrollado la especie humana en su historia, igualmente enorme y variado es el abanico de posibilidades musicales que se ha creado. Si bien hay algunos patrones comunes en esa producción allende los tiempos y las latitudes, la oferta existente es increíblemente amplia, y de ninguna manera se podría pensar en alguna forma más bella, más refinada o más profunda que otra. Toda música, adecuada a su momento y a su contexto social, es bella. El siglo XX ha acrecentado de una manera dramática procesos de cambio que se venían dando desde el XIX. En la lógica que el capitalismo inició, ninguna faceta de lo humano puede escapar a ese horizonte de producción mercantil: todo deviene bien de cambio, tiene un precio, está concebido en función de una estrategia comercial. La música, por cierto, no puede ser ajena a esta dinámica. La pregunta que podemos abrir, sin embargo, cuestiona hasta qué punto la producción mercantil que vamos viendo acrecentarse día a día en el ámbito musical mantiene el espíritu de belleza que estaba en su base. Está más que claro que los modelos de belleza son, dicho muy rápidamente, coyunturales. No hay una belleza universal ahistórica. De todos modos cabe reflexionar en torno a la producción musical que padecemos en la actualidad, donde se van universalizando gustos más allá de las diferencias culturales, y donde se busca como fin supremo la venta de la mercadería terminada, independientemente de su calidad. Rápidamente queremos enfatizar que ninguna música es más bonita que otra; pero creo que pueden abrirse dudas genuinas en torno a esta globalización. Lo peligroso -patético si se prefiere- en este proceso en marcha es el lugar de mero consumidor pasivo en que vamos quedando las enormes mayorías, hoy día ya a escala global. Se universalizan gustos, se manipulan tendencias, se imponen consumos. Por supuesto que nadie está obligado a comprar el disco de moda que se publicita por los medios masivos, pero ¿quién y cómo puede sustraerse a esa fuerza? La música pasó a ser, en muy buena medida, el ruido de fondo que estamos constreñidos a consumir, en cualquier parte del mundo, en tanto una mercadería más que hace parte de las "diversiones" que se imponen. De ahí que continuamente cambian los músicos, los productos de moda, las formas en que se presentan propuestas y mensajes superficiales que, sin dudas al mes de producidos, son olvidados a la espera del nuevo hit. La idea de arte musical eurocéntrica de algunos siglos atrás va quedando de lado, y la misma mercadería estandarizada surgida de lo que, quizá imprecisamente, se llama Occidente, va tapando creaciones locales no occidentales, acorralando tradiciones a veces antiquísimas. Sin duda estas producciones, a veces con raíces milenarias, no han desaparecido (todavía al menos; quizá nunca suceda), pero la universalización de las usinas generadoras de modas las va rodeando. La mercadería musical conspira contra la calidad. No quiero decir que determinado pop inglés o estadounidense sea más o menos bello que una raga hindú, un sheng-guan chino o una ópera italiana. Pero, como mínimo, queda la duda respecto a la profundidad creativa -por así decirlo- de estas pasajeras creaciones, más pensadas en relación al hit parade que a su perdurabilidad. |
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