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13 de octubre del 2002 |
Guillermo Castro Herrera
En enero de 1891, en el más rico de sus esfuerzos por establecer un lugar en el mundo para el proyecto de una Cuba liberada tanto del colonialismo español como del neocolonialismo estadounidense, y de los males ya evidentes en el Estado Liberal Oligárquico dominante entonces en Hispanoamérica, publicó José Martí en México el artículo "Nuestra América". Allí, tras delinear de manera sinfónica los rasgos fundamentales de nuestra identidad, y los grandes desafíos de nuestro ingreso a la contemporaneidad, señaló: "No hay batalla entre la civilización y la barbarie, sino entre la falsa erudición y la naturaleza".
El rechazo de Martí a la disyuntiva entre civilización y barbarie, planteada por Domingo Faustino Sarmiento en 1845 en su ensayo "Facundo" como el problema decisivo para la América hispana, no puede ser más evidente. El significado histórico decisivo del planteamiento del cubano, sin embargo, radica en que la disyuntiva que propone se corresponde con una concepción del mundo radicalmente distinta, en su contenido como en sus consecuencias, a la que animara la propuesta por Sarmiento, incorporada desde mediados del siglo XIX al pensamiento político y al ejercicio del poder por las oligarquías de la región, y reverdecido en el "pensamiento único" neoliberal. La imprecisión aparente de Martí, al propio tiempo, es característica de una cultura nueva, que busca dar sentido y forma a resistencias al orden imperante hasta entonces difusas. Aquí, como observara Antonio Gramsci, cuando de una concepción del mundo se pasa a otra "el lenguaje precedente permanece, pero se usa metafóricamente. Todo el lenguaje se convertido en una metáfora y la historia de la semántica es también un aspecto de la historia de la cultura: el lenguaje es una cosa viva y al mismo tiempo un museo de fósiles de una vida pasada". Este proceso se renueva ahora, cuando implosiona de la visión de América Latina que, entre las décadas de 1950 y 1970, encontró sustento en la teoría del desarrollo, hoy en crisis. Esa implosión se hace sentir, por ejemplo, en la creciente evidencia de las limitaciones del lenguaje del desarrollismo para dar cuenta de los problemas creados por una modalidad de inserción en el mercado mundial que asumía como ventajas competitivas la oferta de recursos naturales y mano de obra abundantes y baratos para atraer la inversión extranjera, y que inevitablemente desembocó en la situación de crecimiento económico mediocre con deterioro social y degradación ambiental constantes que venimos padeciendo desde la década de 1980. No basta, aquí, con agregar al sustantivo "desarrollo" los adjetivos "humano" y "sostenible", como no bastó en la antigua Unión Soviética la demanda de darle un "rostro humano" a lo que allí se dio en entender por socialismo. En ambos casos, se terminaba por afirmar que ni aquel socialismo era, ni este desarrollo es, lo que se suponía que fueran. La diferencia está en que el primero culminó en 1989 el proceso de su proceso de más de veinte años de desintegración, cuando el segundo iniciaba la fase culminante del suyo, que hoy se hace sentir de manera inocultable. En este sentido, la crítica de la América que llamamos "Latina" desde los remanentes de la teoría del desarrollo es por necesidad un ejercicio metafórico del tipo al que se refiere Gramsci. Lo importante, sin embargo, es la dirección en que ese ejercicio avance, pues la solución a los problemas creados por el desarrollo realmente acaecido - como los que en su momento ocasionara el socialismo "realmente existente" del camarada Brezhnev - no sólo requiere de la crítica a la concepción del mundo que en su momento lo animó, sino además de la formación de la concepción nueva, que sintetice y oriente en una dirección creadora la aspiración a una vida nueva que hoy se expresan en la multifacética resistencia a los males del neoliberalismo que animan la vida política en toda la América nuestra. La América nuestra, la que viene de nuestro ingreso al moderno sistema mundial con Bolívar y de la búsqueda de lugar propio en ese sistema emprendida por Martí, renueva su persistente vitalidad en la llamarada de esperanza que, al decir de Atilio Borón, hoy nos ofrece el pueblo de Brasil. Anteayer fue llamada "Española", como ayer se la llamó "Latina". El nombre que reciba mañana será, sin duda, el que mejor exprese el resultado de nuestro empeño por alcanzar, como lo pedía "Nuestra América" hace más de un siglo ya, "aquel estado apetecible, donde cada hombre se conoce y se ejerce, y disfrutan todos de la abundancia que la naturaleza puso para todos en el pueblo que fecundan con su trabajo y defienden con sus vidas". De una transición como la que encaramos hoy dijo Martí, en 1884, que se estaba "en tiempos de ebullición, no de condensación; de mezcla de elementos, no de obra enérgica de elementos unidos", de lucha de "las especies por el dominio en la unidad del género". En tiempos así, hay que aprender a crecer con nuestra gente, para ayudarla a crecer, hasta hacer del Nuevo Mundo parte fecunda del mundo nuevo en que se condensen y actúen con toda la energía necesaria los elementos que le vienen dando forma. Allí estará nuestro lugar, creado por nosotros, no recibido de otros. Allí seremos, finalmente, todo lo que podamos llegar a ser. |
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