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La insignia
9 de octubre del 2002


La ola del tiempo


Rubén Moheno
La Jornada. México, 6 de octubre.


En mi memoria está una portada de El corsario negro que enfrenta dos naves de blancas velas enhiestas y antes que su arboladura soberbia llegue a tocar el cielo remata el tremolante airón de la batalla. Fuego rabioso de artillería y fusilería descargan sus costados a unos pasos de distancia.

Ya dentro de la historia uno conocería la forma favorita del ataque corsario: el abordaje con el profundo y precario pistolón en la mano izquierda, el sable fiel en la derecha:

«El Corsario Negro rompió aquella muralla de cuerpos humanos y se metió en medio del último grupo de combatientes. Había tirado el sable de abordaje y empuñaba una espada. La hoja silbaba como una serpiente…»

A los diez años había leído casi toda la obra de Emilio Salgari (1862-1911). De algún modo fue mi primer enciclopedia y no me importó mucho que señalara el fuerte de Veracruz como San Juan de la Luz y no de Ulúa. Yo conocía el puerto porque había acompañado a mi padre varias veces en la corrida nocturna del ferrocarril (que ya no existe). Los sentimientos que surgían de aquellas páginas compensaban con creces la muy ocasional imprecisión que hubiera podido percibir en un autor documentado hasta la saciedad en la historia y la geografía que surcaban sus novelas. También en la zoología y meteorología que desplegaba ante los ojos de la imaginación para levantar asombro y avidez por el mundo. Uno se sumergía en la narración como bajo una ola y sólo cuando ésta había pasado podía distinguir fallas.

Lo importante en los poetas dramáticos es la precisión de las emociones. A diferencia del capitán de barco en la vida real, que puede verse ahogado en el tedio administrativo, la sabiduría del escritor veronés fue la de un marino de escuela que nunca agotó su celo romántico por el mar. Quizá porque sólo hizo un viaje en el Adriático le fue dada la gracia de no saciarse nunca. La transmitió intacta a sus devotos lectores.

Son sus personajes como ideas platónicas. El rico aristócrata piamontés que era el Corsario Negro encarnó varios arquetipos a un tiempo. Por encima de todo la devoción a sus hermanos asesinados: seguido tan sólo de dos compañeros penetró una noche en Maracaibo para recuperar el cadáver del Corsario Rojo que impúdicamente exponía en la plaza el gobernador Wan Guld. En el mar le daría cristiana sepultura.

Ya entonces uno se daba cuenta que el Corsario era sólo un ideal y no podía servir de máscara. Pero ni el tiempo ni la marea borraron su impresión y yo me pregunto si años tarde más habría sentido igual la muerte de algunos amigos de no haber leído esas páginas. Con ellas la vida empezó a ser -para decirlo con R. L. Stevenson- una serie de adioses.

No todo el elenco salgariano tenía igual origen y motivación, pero los acompañantes del Corsario en aquella temeraria incursión nocturna, el vizcaíno Carmaux y el hamburgués Van Stiller (a los que se sumaría el gigante africano Moko), serían muy importantes personajes de fondo para representar el valor y la lealtad a través de toda la serie.

El Corsario tomaba lo peor de la fortuna como si fuera lluvia de primavera y no sabía atacar con ventajas. Era el valor inimitable y el honor personal en cualquier arena. Tenía clemencia hacia los valientes sin fortuna, compasión con los débiles; la más profunda melancolía (en adagio) y un desinterés mundano absoluto:

«¿Y a mí qué me importa el dinero -contestó el Corsario Negro- hago la guerra por motivos puramente personales. Además, yo ya he cobrado mi parte».

Su fama había llegado a los hermosos oídos de la joven Honorata; porque en esos libros se encontraba, además, el interés imperecedero del amor:

«Me han dicho que usted era un hombre que siempre estaba taciturno y sombrío, y que cuando la tempestad enfurecía el mar de las Antillas salía a recorrerlo a despecho de las olas y los vientos, y depredaba sin temor alguno el gran Golfo, desafiando las iras de la Naturaleza, porque le protegían espíritus infernales.

-¿Y qué más? -preguntó el Corsario.
-Que a los dos corsarios de los trajes rojo y verde los había ahorcado un hombre que era enemigo mortal suyo, y que…»

Fue a instancias de mi madre me dio mi padre aquellos libros, y debió ser por ellos que me embarqué después, como fotógrafo, para hacer mis singladuras en una flota mercante, que ya no existe. De 1976 a 78 tocaría todos los puertos mexicanos de altura en las dos costas; iría de los puertos creole, en Louisiana, al de San Francisco (bahía literaria de Jack London), vía Canal de Panamá. En el Caribe vería la nieve de Santa Marta, Kingston, Curaçao. Visitaría Campo Alegre, "el burdel más grande del mundo". Todo bardado, como campo de concentración; con casa de cambio y bares para encontrar a las muchachas (venidas de todas latitudes) que brindaban hospedaje en los pequeños cuartos donde vivían.

No whore like my whore!

Hoy, la estanflación llevó a Curaçao a rentar su espacio a una base aérea estadunidense.

Con Salgari uno podía ir a las antípodas de inmediato. Tal vez en Malasia estaba linda la mar, tal vez el viento llevaba esencia sutil de azahar (el dulce aliento de Mariana); lo cierto es que apenas oyó Sandokan hablar de la existencia de aquella joven, sintió la imperiosa necesidad de estar junto a la Perla de Labuán. Otra historia impagable donde uno encontraría el capitán portugués Yañez, con su genio de espía, su talento militar, y su buen ánimo como desafío a la tradicional saudade.

En la serie de El león de Damasco uno podía asistir a la batalla de Lepanto y ver brillar a la bella Leonora, llamada Capitán Tormenta por sus enemigos y dueña de una infalible estocada secreta. Uno aprendía a aquilatar el valor de los símbolos; como esa fina corbata de seda negra dentro de una cajita de plata obsequiada por el sultán: delicada e inapelable sentencia de muerte.

Con los hijos del aire uno iría al desierto del Gobi, a compartir banquetes de lengua de yak; al Índico con los pescadores de perlas, con el rey de los cangrejos a Norteamérica.

Fue una ironía del destino que el Corsario se enamorara de Honorata Wan Guld, hija del enemigo al que había jurado dar muerte junto a toda su familia. Porque también en el ajedrez y en el amor -para decirlo con Julio Cortázar- hay esos instantes en que la niebla se triza y es entonces que se cumplen las jugadas o los actos que un segundo antes hubieran sido inconcebibles:

«Era la jovencita una linda criatura, alta, elegante, de líneas suavísimas, tenía la epidermis de color blanco rosado… »

Y en aquellos libros la belleza no era sólo blanca: «Las dos mujeres que la seguían, dos camaristas, sin duda alguna, eran mulatas, lindas las dos, y tenían el color ligeramente bronceado con reflejos de cobre.»

En las naves de Salgari uno solía hallar oasis de lujo, calma y voluptuosidad:

«Las paredes del pequeño salón estaban tapizadas de seda azul con hilos de oro, y decoradas con espejos de Venecia; el piso desaparecía bajo un tupido tapiz oriental, y las amplias ventanas que daban al mar, divididas por elegantes columnas acanaladas, estaban resguardadas por ligeras cortinas de muselina… Dos grandes y artísticos candelabros de plata iluminaban el salón, reflejando su luz en los espejos y haciendo brillar un grupo de armas entrecruzadas en la puerta. El Corsario invitó a sentarse a la joven flamenca y a la mulata.»

No sin candor, el temible Olonés intentó aplacar las sospechas del Corsario sobre el parentesco de Honorata (en Salgari no falta el reconocimiento aristotélico, ni el humor): ¡Bueno; pues con matarla está todo concluido!

El escritor no ocultó el origen siniestro de la gran masa de filibusteros que pueblan sus libros, pero encontró para ellos una forma de redención en la hermandad de la costa: «Aquellos depredadores del mar, que habían caído en el Golfo de México provenientes de todas partes de Europa, y que se reclutaban entre la canalla de los puertos de mar de Francia, de Italia, de Holanda, de Alemania y de Inglaterra, corroídos por todos los vicios, pero despreciadores de la muerte y capaces de los más grandes heroísmos y de las mayores audacias, se convertían en corderos obedientes, sin perjuicio de transformarse en tigres de combate.»

Salgari señala el cuartel general de aquellos hombres (y mujeres) en la islas Tortugas, norte de Haití, a fines del siglo XVI. Esa agitada sociedad filibustera no vivía las convulsiones internas que caracterizan a las nuestras. Se regía a su modo por principios de igualdad: había abolido la esclavitud formal. Y la informal también porque privaba el reparto justo de "la renta" (caro ideal que alguna vez, no debemos dudarlo, verá su día en nuestras pujantes democracias).

Unos historiadores resaltarán la leyenda negra española; otros enfocarán su telescopio en las patentes de corso (las actuales franquicias transnacionales serían sus hijas bastardas). Lo cierto es que Salgari fue un valiente sin fortuna en la vida real, y en su trágica muerte. No es necesario cubrirlo de adornos políticamente correctos. Pero resulta interesante el diálogo entre el Corsario y un jefe de los indios arawakos (que alguna vez poblaron Curaçao):

«-La amistad de los hombres blancos no se hizo para los arawakos, porque esa amistad ha sido fatal para los hombres rojos de la costa! ¡Estas selvas son nuestras! ¡Regresen…!
-Nosotros no somos hombres blancos de los que han conquistado las costas reduciendo a la esclavitud a los caribes. Por el contrario, somos amigos suyos y atravesaremos estos bosques persiguiendo a algunos de sus enemigos, dijo el Corsario Negro, mostrándose al propio tiempo.»

El cine no hizo justicia a Salgari, a pesar de unos pocos ejemplos en contrario, y más que aprovechamiento hubo saqueo.

En esa narrativa con velocidad de vértigo la acción transcurre sin solución de continuidad. A la batalla (en prestissimo) seguiría la atención a la selva; o al mar, que actuaría como un personaje especial. O la descripción de extraños peces y moluscos, que se transformarían en apetitosos manjares. Una amplia (o dolorosamente precaria) dotación de armas, vislumbres de fieras temibles a las que hay que enfrentar, formas geográficas que aún nos desconocen, fosforescencias de Epifanía, estados de ánimo del mar. Espléndidas naves en grandes maniobras, como El Rayo, con sus rocambolescos cambios de fortuna, escapes providenciales y… gran literatura perdida para siempre. Habría que apostar a la suerte de un Corsario Negro interestelar.

Después vinieron otras lecturas, por supuesto.

Más allá de Salgari, siempre será preferible Drake a Morgan. Del primero sobreviven las edificaciones donde saqueó el oro, en cambio el segundo incendió Panamá (aunque arriesgó el pellejo).

Los ladrones suelen robar basura, mientras los piratas encuentran tesoros de verdad. Los actuales financieros internacionales y sus socios nativos no cuadran con ese título.

Por todo eso sentí consternación cuando me convocaron a escribir estas líneas. Luego pensé que era un buen síntoma ese malestar; como un dolor de brazo en alguien que ya carece de él: al menos un reflejo de la infancia perdida, irremisiblemente.

No podemos volver a jugar a los piratas. Nos hemos vuelto demasiado cínicos incluso para disfrutar de un buen match (desigual) entre la reina Victoria y Sandokan. Hoy, cuando mucho, podemos asistir avergonzados al dudoso combate entre George Bush y Osama Bin Laden. Aunque en el primero la única lucha creíble fue la que dijo sostener contra una galleta asesina frente a una pantalla de televisión (que quizá mostraba otro video donde el oriental renguea y, supuestamente, invoca a Alá).

Dice un poeta que la tarea fundamental en su oficio es recuperar la infancia a voluntad. Y uno se pregunta qué pulso deberá emplear la humanidad para recuperarse.

Stevenson reivindicó así el género de aventuras:

«Jamás hubo un niño (excepto el señor [Henry] James) que no haya buscado oro, y sido pirata, y comandante militar, y bandido en las montañas, y sufrido naufragio y prisión, y empapado en sangre sus pequeñas manos, y recuperado galantemente la batalla perdida, y protegido la inocencia y la belleza de manera triunfante.»



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