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La insignia
9 de octubre del 2002


El Che, los desaparecidos


Carlos Tobal
La Insignia. Argentina, 9 de octubre.


I. La ciudad sin el Che

Todos los días, uno se topa con hombres altos vendiendo latitas de gaseosas entre el rumor de los autos que esperan la luz del semáforo. Hay muchachos que se filtran en los negocios mendigando u ofreciendo baratijas y no provoca escándalo tanta gente suelta hurgueteando los recipientes de basura, chicos comiendo de los restos. La novedad es que varios parecen bien vestidos; impasibles, introducen su brazo por la boca abierta de esos tachos que cuelgan dignamente de los postes de alumbrado. Luego, siguen su ruta, envueltos en el aire bovino de los seres sin atributos. Son los respetables que antes leían el diario dentro del tren subterráneo. La gente sin hogar duerme sobre las veredas.

A la velocidad del automóvil, se percibe el cambio de barrio viendo a través de la ventanilla, el deterioro de los aspectos y el desvaído gris de las fachadas. La ciudad ha mutado desde aquella época en que éramos chicos, y el Che la vivió y la dejó. Salió de Rosario para cruzar América en moto. Un estudiante de Medicina, tan cualunque que sus compañeros no hubieran apostado que iba a ser el Che.

La desesperanza y el pragmatismo navega sobre la ciudad como una neblina, se ha implantado en las conciencias, y resulta difícil ponerse a pensar en asuntos cuya utilidad no se evidencie de inmediato. Si no fuera por ese tema de los restos de los desaparecidos, que aparece cada tanto y se reinstala en el calor de las noticias, como una cuestión latente, que pide ser desentrañada. Entonces, cuando retorna el recuerdo, vuelve a verse la foto del Che, su voz.

La gesticulación en las películas, las historias que sobre él se siguieron relatando, la inmensidad de la tarea que emprendió y lo exiguo de sus medios. La idea de que podría haber triunfado, prolonga una especie de interés dramático no resuelto que hace trabajoso ordenar un razonamiento ecuánime: no se puede dejar de sentir que es la figura íntima de alguien, un hermano apenas mayor que se fue siendo joven y nunca regresó, o que fue muerto cuando ya volvía. Es reconocido como cercano por hombres decentes de variadas ideologías. Se habla de la veneración tardía de los lugareños, allí donde cayó. Y su cara es enarbolada contra la injusticia en París y en recónditas ciudades del mundo.

De todos modos, eso no hará mella en el rostro de los funcionarios que, en pro del nuevo orden mundial, conducen el descenso de los pueblos hacia la pobreza alargada, en el plan de uniformar el Globo bajo el dominio del Imperio.

Las investigaciones que el profesor Noam Chomsky realizó sobre documentación confidencial recién desclasificada por el gobierno estadounidense, y la comprobada contratación de jefes de los SS de la Alemania nacional socialista en la dirección de los servicios secretos yanquis, puso en claro que las contradicciones entre ellos eran meramente circunstanciales y que, una vez zanjadas las diferencias, los triunfadores en la contienda podían usar las herramientas de dominación de los vencidos.

El sueño americano resulta la cara amable de la eugenesia hitleriana. Y el nacional socialismo, una de las formas que tomó, en ese momento, el capitalismo en expansión. Hollywood es una de las fábricas de consenso hacia la política norteamericana, la televisión una cajita que extirpa idolatrías. Los instrumentos financieros para el despliegue radical y planetario del sistema capitalista están produciendo el exterminio parcial de poblaciones, equiparable al que los nazis concentraban en las cámaras de gas. Es el resultado invertido de la lucha de clases. El racismo fue un pretexto para legitimar las conquistas. A las causales conocidas del delito de genocidio habría que agregarle el exterminio mediante la explotación económica globalizada y el consumado con móviles geopolíticos.

El Che va sufrir el destino, común a una generación argentina, no del todo escondido. La imagen del guerrillero heroico, ha desplazado la conciencia sobre la similitud entre su final y el de los miles de civiles opositores de la Dictadura Militar, combatientes y no, que han sido también fusilados por sus captores.

Los diarios, hoy, recuerdan el asesinato de Kennedy, pero sólo hablan de la "muerte" del Che. Si bien con Guevara se ocuparon de exhibir el cadáver a la prensa -temerosos de que ocurriera lo mismo que en Méjico, donde el pueblo descreyendo la caída de Emiliano Zapata, siguió luchando-, es innegable que él es uno de nuestros treinta mil desaparecidos. (Y tan reticentes estuvieron al principio con la búsqueda de sus restos, que un antiguo recluso -misteriosamente las autoridades lo dejaron salir de la cárcel- acuchilló, en medio de la noche, a un chico del lugar que ayudaba a los antropólogos a desenterrar. Y luego la cuestión pareció diluirse.)

El Che, herido, con su arma inutilizada, fue capturado vivo, se encubrió su apresamiento y se disimuló el homicidio. Para no contradecir la versión oficial que atribuía su muerte al combate, sus asesinos, evitando toda herida fulminante, lo fusilaron disparándole por debajo de la cintura, sometiéndolo al suplicio de una prolongada agonía, que diera coartada al tiempo en que estuvo prisionero. Incluso, haciendo sintonía, extrañamente, con el informe de sus captores, su muerte se conmemora el ocho de octubre, un día antes de la verdadera.

Ese tiempo infinito y tenebroso que transcurre entre la detención y el final de la ejecución, fue transitado por él y por otros miles de argentinos. Cada parte de pedregullo o gota de río que los condenados recorrieron en su último trayecto, el relato de cualquiera de esos segundos terminales, contiene la historia en negro y contemporánea de la Nación que pugna por ser desocultada.

La palabra sería epítome: podríamos imaginarnos un caudaloso inventario, un archivo, un directorio. Ellos cargan las experiencias personales de todos los habitantes de una región a lo largo del tiempo. Alguien (un hombre o muchos) expresa la crisis de una sociedad engañosamente calma hasta entonces. Y en un momento, la autoridad, cual un demiurgo, decide aniquilar a los revoltosos. Los borra de la lista de existentes en el ara del equilibrio. El desaparecimiento, entonces, queda connotado como un acto de censura, una raya, un límite, un exceso (decía Videla) deseable de celo en pro de la salud general.

Aplicando el contemporáneo utilitarismo, se podría decir que la autoridad entendió que el transcurrir de la vida iría sedimentándose por sobre el agujero provocado en el tejido social y nuevas formas cotidianas habrán de digerir el genocidio como hace el mar con las pisadas de la playa. Los ojos futuros, se sabe, acaban por inercia, aceptando la visión oficial.

En la época previa a la Constitución Argentina de 1853, integrada por los historiadores dentro del eufemismo de "Organización Nacional", se llevaba, cuenta Sarmiento, un "Censo de Opiniones", cuyo interrogatorio las personas debían responder desde la temprana escuela. Estaba el hábito de pasar a degüello a los opositores. No era necesariamente una manera de matar, aunque el método proviniera del trato con las vacas en el campo. Era algo adicional, como la íntima escritura, la rúbrica personalísima de aquellas firmas antiguas. La herida trasuntaba, a la vez, la forma de una tachadura, la orden del desaparecimiento que se infligía en el cuerpo que ya estaba muriendo a consecuencia de la violencia.

Los efectos del degüello debían ser múltiples, perdurables y curiosos: Dibujaba la cara irónica con que el condenado se presentaba ante Dios. El espanto radicaba en que empujaba a compartir, figuradamente y en carne propia, la muerte del otro. Por algún misterio, ese desenlace tenía el efecto retroactivo del final de las antiguas tragedias. Teñir el sentido de esa vida pasada que había quedado trunca por obra de la represión.

Luego del tal epílogo, las acciones vitales del personaje, en su relectura obligada, serán siempre las peripecias del degollado. Y como resto casi pícaro, de manera subliminal, se filtraría la idea de la complicidad de la víctima con su condena: Al observar los hechos desde hoy, el sentido común nos haría por fuerza deducir la responsabilidad de la víctima. Pues, si el protagonista hubiese podido evitar (de haber sido prudente) la consecuencia dañina y no lo hizo, es también culpable. Cada cual, como se dice, es arquitecto de su propio destino. La ambigüedad de la culpa del héroe, trasladada a los tiempos que corren, es el efecto terminal del degüello. Servirá de escarmiento a los revoltosos, da base material a la desesperanza y funda la paz social.

También desmiente la ilusión tan difundida, del Contrato Social como fundamento último del Sistema. Por algo la Dictadura Militar se autodenominó "Proceso de Reorganización Nacional". La nueva reorganización (o ajuste) eliminará la expectativa (turbia pero equilibrante) de movilidad o ascenso dentro de la organización social. El concepto de ciudadano será sustituido por el de consumidor: su posición va a dejar de ser mirada con relación a un cuerpo ideal y entrañable de derechos, garantías y obligaciones. Y pasará a existir en función de un ente: El Mercado (que tiene el aditamento de libre, pero es manipulado desde las sombras.) La propiedad de las riquezas sufrirá una altísima concentración y la parte creciente de la población que, como consecuencia de ella, dejará de consumir, estará directamente marginada.


II. El Nuevo Teatro y la arquitectura del daño

Cuando el polaco Tadeusz Kantor trajo su teatro a Buenos Aires, se vio el escenario que era una especie de gran Morgue en donde los muertos deambulaban, repitiendo cíclicamente, como una obsesión inconclusa, la parte aguda de sus antiguas querulancias vitales. Habían sido víctimas de la guerra y de otras injusticias sociales. Por algún motivo, que se desprendía de cierto grotesco en la indumentaria y de sus dichos, expresaban a la vez, la singularidad de su ser y el cruce de una multitud de problemas generales. Se intuía que cada persona era denominador común de numerosas otras que habían sufrido injusticias equiparables.

Estaba el ahorcado, preso en una especie de patíbulo portátil. Repentinamente la horca se ponía en funcionamiento, pero en dirección inversa, en lugar de colgarlo, lo -digamos- desahorcaba, como una película colocada marcha atrás que repite los hechos en dirección inversa. Cuando el mecanismo se detiene, el ahorcado comienza su parlamento en polaco. Conmovedor aun sin entender el idioma. Y así cada vez, paralizando el espectáculo, que reanudaba cuando el ahorcado terminaba de hablar y el mecanismo lo volvía a encerrar, quieto y eterno como un muñeco de cera dentro de ese ropero semi transparente. Yo presencié el cadáver de un íntimo amigo, muerto, súbitamente, en el instante preciso que lograba realizar, transgrediendo, la más secreta ambición de su vida. No puedo olvidar que su cara conservaba, suavemente petrificada, la expresión, intransferible, de diablillo travieso, propia de su última emoción capturada por la muerte, que había quedado flameando como testimonio.

¿Quién puede medir las voces que dejó truncas el genocidio argentino; y la de los fallecidos por causas socialmente evitables, cómo dimensionar el daño al espíritu humano?


III. La épica de los misterios

No sería descabellado ubicar algunas señales de que está surgiendo una nueva épica que se encargue de develar esos misterios, y que el revés de tales visiones caerá en oídos receptivos. Una épica viva, armada de los rastros del sufrimiento, y la rebeldía popular. Es, incluso, el desarrollo de un método de conocimiento, que mediante la detección de los indicios camina hacia la verdad. En tiempos de suma opresión, los que consiguen expresarse ya son resistentes, ¿las huellas de su empeño, deberían por fuerza a germinar?

La disidencia con que los pobres veían el mundo en la Edad Media, circuló en almanaques manuscritos. Cortázar quiso rescatar el género. Hay un cuento que él redactó en 1950, "La noche boca arriba" que puede, sin perder un ápice de su unidad, ser interpolado con fragmentos de experiencias acaecidas veintiséis años después, testificadas en el Nunca más. Lo que agrega otra cuestión al pensamiento: Si los testimonios del Nunca más permiten ser así injertados en la obra de un autor representativo, escrita veintiséis años antes de que las atrocidades sucedieran, quiere decir que ellas estaban -sin magia, como el silencio de una pintura- latiendo dentro de nosotros, ya desde entonces. Tal vez sea ése el "destino sudamericano" del que hablaba Borges en el Poema conjetural y la imaginación del artista sea un medio apto para descifrarlo.

Y quizá esos hechos, que por efecto de la ignorancia o de un conocimiento esquemático, creímos sorpresivos o nuevos, no sean otra cosa que la continuidad de una línea indeleble que viene desde antiguo y que nos pasaba por debajo de los ojos. E implican la persistencia de luchas o contradicciones que dejan sus huellas, a la vez que se van metamorfoseando, según mueran sus actores, varíen las condiciones materiales y las relaciones sociales. Una línea que en alguna época, unificaba más artesanalmente los lazos de sangre, el destino económico familiar, la visión del mundo y el tipo de existencia concreta.

Hace tiempo, se realizó en Santiago de Chile un Encuentro Chileno Argentino de Estudios Históricos. Apareció en él un historiador, Eduardo R. Saguier: barbado, solitario y erudito, contó, como al pasar, que investigando expedientes coloniales se topó, quizá, con el tatarabuelo de Ernesto Guevara involucrado en prácticas de guerrilla rural; que eran similares a las utilizadas por los revolucionarios de la Sierra Maestra y teorizadas en los libros del Che. Lo que de manera asombrosa, ubica las raíces remotas de la práctica del Che en la historia colonial rioplatense. Y abre preguntas sobre la influencia de lo dado y lo adquirido. Sus antepasados, eran bandoleros rurales que, insertados en los conflictos de la época, vinculados por sangre y parentesco con familias de las clases dominantes, vivían, sin embargo, refugiados en Traslasierra, Córdoba, junto a los Cimarrones, esclavos escapados; eran "los Guebaritas del Tío" que asolaban la región. Aparecen también mezclados en las luchas de Quiroga y en las Memorias del General Paz, y se ve que es descendiente de Rodríguez, a quien pertenece la R de la sigla CLAMOR, armada con los apellidos de los fusilados junto a Liniers, en Cabeza de Tigre.


IV. Testimonio y ficción

Un escritor, especialmente si es cuentista, no termina de saber lo que escribe. El fotógrafo de Blow Up (la película que Antonioni realizó a partir de un cuento de Cortázar), a medida que amplificaba, sucesivamente, porciones más pequeñas del paisaje en las fotos que había tomado, iba descubriendo la totalidad de la historia implícita en la primera imagen global. Y ese conocimiento, por obra de la vigilancia secreta que el poder victimario ejerce, en todo tiempo, sobre los ciudadanos, va catapultando al fotógrafo dentro de la tenebrosidad de la lucha, de la que antes era, digamos, mero espectador gráfico. (No se puede dejar de asociar con el caso Cabezas.)

El cuentista hace casi sin querer un escrito holográfico, que tácitamente incluye en su textura el conflicto de su entorno social. Y de tal forma el cuento es indivisible, que la extirpación de una parte, no produciría la mera sección amputada, sino la totalidad de la situación pero en miniatura, como un embrión dentro del que se reconoce al hombre adulto.

La ampliación es tarea del pensamiento. Quien quiera conocer el revés de la trama, como un oculista manejando la retícula, deberá acomodar la cruz que lleva dentro de sí, que le permitiría poner a foco el instrumento para obtener una visión llamada exacta.

Eso, claro, es la antesala propia a la política y sus riesgos. Habría, entonces, que incluir en el género a Rodolfo Walsh. A los relatos latentes detrás de las confesiones de algunos verdugos militares, que periódicamente emergen. El Diario del Che en Bolivia, la versión original del diario de Pombo, el Sancho Panza de Guevara, su lucha guajira por acceder al castellano ortográfico y a la inteligencia de los hechos en medio del calor del combate. Su creencia, no desmentida, en la invulnerabilidad del Comandante. La actualidad persistente de ese amor, que lo haría salir ahora mismo, si el Che volviera, para morir con él.

Las Memorias del Calabozo, los recuerdos del uruguayo Fernández Huidobro, que, como hijo adoptivo de Felisberto Hernández, supo ubicar dentro del grotesco, el punto de unión entre los presos comunes y los políticos: en las mazmorras del régimen, todos eran crotos hablándole al viento. Mientras, montaban una complejísima ingeniería de hormigueros interconectados, que dejaba a la cárcel de Punta Carretas, inexpugnable por fuera y por dentro como un queso, lista para la fuga, en fila india y gateando, de ciento once encerrados. La que al final practicarán llevándose con ellos a varios "presos comunes", convertidos en sufridos revolucionarios por obra de esa vecindad entre la fascinación y la praxis. Pasaje que era sólo viable dentro del romanticismo alemán y que hoy se ve únicamente en las películas (recordar Sueño de libertad.)

Rioplatenses, en la extrema ribera del mundo, ellos serán, a la manera del músico Clemente Colling, sucios, pobres, genios marginales. E igual que él reclaman el récord mundial en la materia. Rodeados al principio sólo por quienes los quieren de cerca, puede que el círculo alguna vez se agigante y sus empeñosas pasiones atraviesen el mundo, después de tanto tiempo bajo la tierra, encerrados como gnomos laburantes. Y va a resultar que construyeron una muralla china, pero subterránea y agujereada de pasadizos, que servirán para que las víctimas y desaparecidos de todos los terrores, regresen en cualquier momento, protestando por ahí. Como recuerdos vivos que trepan de pozos mentales. Y Buenos Aires sería la capital desde donde empezara la protesta ¿por qué no?, alguien dijo que es la metrópoli de un imperio que no fue. Después renunciaríamos como San Martín en Perú o Guevara en La Habana.

Así es la parte argentina del Che, que guardamos en secreto. El que conociendo su próximo fusilamiento, frente a la campesina que le acercaba el plato de lo que estaba siendo su última sopa, quiso asegurarse (como si pudiera decidir), que sus compañeros en la antesala del patíbulo hubieran comido antes que él.

Sus recursos materiales de lucha, desplazamiento y sobrevivencia en la selva, son asimilables a la de los antiguos caudillos hispano americanos, y recuerdan a las descripciones de Sarmiento en el Facundo. Preso en la escuelita, discutió con la maestra un mal acento que encontró en el pizarrón, para luego morir puteando contra la humillación policial: como cualquier pibe en nuestros barrios de hoy.

También deberíamos incluir al Gelman poeta, la carta a su nieta o nieto aún secuestrado; y el intento inagotable de reconstruir literariamente los minúsculos episodios finales de la vida de su hijo. El conflicto indescifrable del hijo que muere en lugar del padre. ¿Qué se hace con el dolor infinito? "Cómo se ha clavado en mí a la vez la desgarradura de estos agujeros y la memoria de los males", decía el Edipo de Sófocles. En esta épica viva, ¿cuál debería ser el sitio y la dirección de la ira? ¿Cuán intrincado es el trecho de la memoria a la acción?


IV. Sobre la poética del coraje civil

El hombre pequeño se convierte en héroe, porque en situación de peligro, más allá de su suerte y del propio desvalimiento (o gracias a él), la generosidad se le impone. En la antesala de aquellos "traslados", lo específico será la ternura, uno de los modos del coraje civil.

Encapuchado en el fondo del pozo, el preso dimana ternura en el roce con sus compañeros, en la antesala del cadalso sus gestos adquieren irremediable belleza, la que será el mojón de su resistencia póstuma. Es el sentido literal que Sócrates dará a su último sueño: la ternura, es la música (la musa) que despide la vida cuando viene, o se va. ("Nosotros morimos perseguidos, en la oscuridad. El verdadero cementerio es la memoria" -le escribía Walsh a su hija recientemente muerta-: "Ahí te guardo, te acuno, te celebro y quizá te envidio"). Para hacer justicia, los desaparecidos, todos ellos, deberían caber en la foto al lado del Che.

Juntos, fueron víctimas propiciatorias del terror financiero. La represión se hizo sistema: se globaliza, atraviesa los años y tiene su teoría. El genocidio argentino fue consumado, en lo grueso, contra jóvenes capturados durante una etapa temprana de militancia. Parte de pueblo, que estando viva, hubiera transmitido hoy ideas contestatarias, más allá de la ambigüedad de sus antiguos errores. Adecuaron la "solución final" nazi al objetivo de uniformar la conciencia social, en pos del actual modelo socio económico. Es el crédito que sus defensores reclamaban para los comandantes en el juicio a las juntas. La recóndita razón del indulto. El relleno macabro de la sonrisa presidencial.


V. De la persistencia de la ética

Una voz se avizora en la literatura, viene subiendo desde el fondo de los tiempos. Ética deriva de Ethos, hace a las cualidades ancestrales de la conducta humana y tiene que ver con la antigua música griega, con el modo de danzar un sentimiento que emerge de lo más hondo, irrenunciable. Pero su aparición no está libre de complicaciones. Sus destinatarios podrían preferir el silencio.

Urgido de expresión, ese sentir requiere una práctica, prescindiendo de lo útil o de la posibilidad de consecución de sus fines, lo que se dice la gracia. Ética era la melodía que conducía a la compasión y debía aplicarse, decía Aristóteles, para educar a la juventud.

Hay una relación antigua entre la lógica interna de los géneros literarios y la encrucijada de los personajes. Los conflictos de la literatura son metáforas cambiantes de las luchas históricas. Aunque cierto lugar común subsiste en el misterio: el héroe es aquel que, respondiendo a una voz ancestral, transgrede la recomendada prudencia y es inmolado. Su rebeldía es inocente pero peligrosa. Despierta la simpatía del pueblo que, sin embargo, lo sabe portador de un riesgo para la salud general.

En la Antígona de Sófocles, ella está enterada de que su acto -rendir las honras fúnebres al cadáver insepulto de su hermano, transgrediendo la orden de Creón, detentador del poder- traerá su condena a muerte. Pero sabe algo más: el cuerpo está estrictamente vigilado y es imposible que pueda enterrarlo. Logrará, apenas, rociarle simbólicamente un pequeño puñado de polvo. Enseguida va a ser apresada. En lo mejor de su belleza joven, y virgen, le espera la peor de las muertes: la desaparecen dentro de una cueva hermética, sin víveres.

A último momento, la autoridad incumpliendo su propio decreto de muerte, prefiere darle ese velado, confuso, final. Ahí también el dictador quiere evitar ser culpado, en el futuro, de la aniquilación directa de sus opositores. Y para lograrlo, en aras de preservar la legitimación del sistema, debe lavar las manchas impías de su dominación (al estilo de los narcotraficantes de hoy). A pesar de todo su poder, el gobernante no puede asegurarse la complicidad del inmolado. Está la insolencia de la frágil Antígona frente al interrogatorio. A los llamados ambivalentes de su hermana, ella responde sin temor ni piedad. Para renegar de la verdad, la autoridad precisa, entonces, borrar las huellas de su existencia pasada. Y procura el desaparecimiento del cuerpo del delito. Extraño recurso éste que exhibe el ocultamiento: está dirigido más a instituir el prudente silencio del pueblo espectador, que a alimentar su credulidad.

("...El peligro amenaza tanto el patrimonio de la tradición como a los que lo reciben. En ambos casos es uno y el mismo: prestarse a ser instrumento de la clase dominante. En toda época ha de intentarse arrancar la tradición al respectivo conformismo que está a punto de subyugarla... Tampoco los muertos estarán seguros ante el enemigo cuando éste venza. Y este enemigo no ha cesado de vencer", había dicho Walter Benjamin antes de caer él, preso de la impotencia y también su tumba ha desaparecido: figura bajo una falsa lápida, ignorada en un cementerio de Port-Bou, la frontera que no pudo terminar de traspasar, en su huida jadeante de los nazis cruzando los Pirineos. Él era cardíaco e hizo más tortuoso el pasaje a pie a través de la montaña por el empeño en llevar consigo un pesado portafolios negro. "Comprenda usted -le dijo a la guía que lo ayudaba a escapar- este portafolios es para mí la cosa más importante. No puedo arriesgarme a perderlo. Es el manuscrito el que debe salvarse. Es más importante que yo." En un momento de la ascensión, Benjamin estaba exhausto, se ahogaba, le fallaba el corazón, lo arrastraban los otros fugitivos, él no se quejaba, únicamente vigilaba todo el tiempo de reojo su oscuro equipaje. Pasaron por un pozo, el agua era una especie de lodo verde, Benjamin se arrodilló para beber. "¡Oiga usted! -le dijeron- estamos por llegar... es impensable beber ese lodo. Podría darle tifus..." Él era un extraño hombrecillo y contestó: "Es cierto, Señora, podría, pero moriría sólo después de cruzar la frontera. La Gestapo no me atraparía y el manuscrito estaría a salvo. Discúlpeme". Y bebió. Por una orden de último momento no los dejaron entrar a España. Sintiendo que era inminente su entrega a los nazis por los franquistas, se mató con la morfina que llevaba escondida, luego de preparar en el tiempo de agonía, la coartada sobre la base de la cual sus compañeros deberían salvar el manuscrito. Alguien lo quemó por miedo a la policía o duerme aún olvidado en un desván. Y de ese modo fue que la humanidad perdió La obra de los pasajes. Benjamin había invertido en ella, meticulosamente, desde el inicio de su vida de escritor, los espacios que pudo escamotearle al resto de su tiempo útil. Estaba destinada a ser la más hermosa y trascendente obra de Estética del Siglo XX. Se supo cuando los colegas hallaron sus archivos con ilustraciones diseminados en diversos sitios y por la investigación de Susan Buck-Mors aquí citada.)

La recuperación de los restos de las víctimas del poder del Estado es el derecho elemental de las personas a la identidad, que se ejerce mediante la memoria. Que, a su vez, es la garante del origen legítimo del gobierno y evalúa si se degradó. Ella posibilita el rechazo a la opresión. La memoria es el último bastión de resistencia contra la esclavitud que un pueblo puede permitirse perder.

Por eso, ya Lucano, poeta de Roma, opositor de César, emperador del mundo, necesitó recobrar la epopeya. Hasta entonces era mística y se ocupaba bella y solamente de la relación de los señores con sus dioses. Trataba a sus historias como reminiscencias de un inmenso acontecimiento remoto, cosmológico y omnipresente. Él la convirtió en poesía que narraba el pasado reciente.

Aunque la innovación hubiera sido una transformación originaria del género, el concepto dominante es el de recobrar: el deseo de conocer y el de recordar la identidad, hacen a la libertad del ser humano. Son tan necesarios -y dignos- como saciar el hambre. La apropiación que a ello conduzca, será una recuperación. Del mismo modo, la lucha del pueblo contra la explotación es la consecuencia práctica de la recuperación de un recuerdo. El cual, mudo y esclavo, perduró marcado en los cuerpos a nombre de los distintos señores que se hicieron dueños del hambre.

Cuando reflexiona ante los restos de quien amó, uno recuerda lo que hubiera sido de haber podido ser. Está haciendo así una profecía invertida, y de esa natural manera la mente permite dimensionar la pérdida y seguir viviendo. Recorrer el camino que va -como decía Faulkner- desde la nada a la pena. Formar parte del tiempo que todos miden y nadie define.

Era la lucha de Lucano. En el pasaje en que cuenta el asombro de Julio César durante su visita al sitio donde había estado la sojuzgada y luego destruida ciudad de Troya, le hace exclamar: "etiam periere ruinae", aun murieron los restos. La palabra "aun" en castellano se refiere, según el acento ortográfico, a lo que está incluido y a lo que todavía perdura. La palabra "restos", casi mágica, es la única que enuncia de por sí, la ambigua materialidad del tiempo: nombra a lo que queda y lo que falta.


VI. El canto de los jóvenes nuestros

Hoy es domingo de sol, se acerca el diez de diciembre, aniversario que hará pensar en derechos humanos. Temprano a la mañana, el silencio de la ciudad deja oír algunos pájaros, envuelto en cierta somnolencia cumplo la rutina de retirar el diario, calentar el agua, hay un librito azul que recoge versos de jóvenes muertos en cautiverio.

Desde cualquier página, detrás de una foto de carné, la desaparecida Alcira Fidalgo me pregunta: "¿Que harás ahora? Ahora que las manos/ se han quedado vacías/ que los ojos se secan/ y el corazón es una fruta amarga./ Ahora que toda la tristeza/ no alcanza para hablarte./ Alcira ¿Qué harás ahora?".


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