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7 de octubre del 2002 |
Eduardo Galeano
Sarah Tarler Bergholz era muy bajita. Ella no tenía que sentarse para que sus nietos le cepillaran la melena, que en caracoles caía desde la cara simpática hasta el ombligo.
Sarah estaba tan gorda que ya ni podía respirar. En un hospital de Chicago, el médico le dijo lo que era evidente: para recuperar la proporción entre la estatura y el volumen, debía hacer una dieta rigurosa y eliminar las grasas. Ella tenía voz de seda. Sus más enérgicas afirmaciones parecían confidencias. Hablando como en secreto, miró fijo al médico, y dijo: -Yo no estoy segura de que la vida valga la pena sin salami. Murió, abrazada a su perdición, el año siguiente. Le falló el corazón. Para la ciencia, el caso estaba claro; pero nunca se sabrá si el corazón estaba harto de salami, o cansado de darse. |
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