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30 de noviembre del 2002 |
Barón de varones
Ronald Melzer
Aunque Hollywood y el público lo respetaron, quisieron y valoraron como a pocos colegas, James Coburn nunca alcanzó el estatus de estrella. Es inútil buscar culpables para tal omisión, suponiendo que deban existir los culpables y la omisión. Ocurre, simplemente, que ese actor alto, atlético, varonil, duro, recio con un toque "humano", romántico con los dos pies sobre la tierra e implacable con sus enemigos aun cuando una sardónica y oculta sonrisa amenazaba con vestir su rostro, y vaya si lo hacía, fue algo así como un anacrónico remedo de un cine clásico y dichoso que, en plena revolución de las flores y aledaños, se resistía a morir. Compañero de andanzas, generación y "estilo actoral" del más carismático Steve Mc Queen, Coburn compartió con ese y otros amigos el reparto multiestelar de Siete hombres y un destino (1960), El infierno es para los héroes (1962) y El gran escape (1963), tres películas de acción que cimentaron su fama de confiabilidad y su prestigio de matón-con-las-ideas-correctas, pero que no lo transformaron automáticamente en «protagónico». Hasta el mismísimo Charles Bronson -que estuvo en dos de ellas- salió mejor parado.
Buscó, entonces, otra veta. Su insólita versatilidad para un humor más bien socarrón y caballeresco lo terminaron volcando hacia la comedia satírica, género con el que obtuvo sus mayores éxitos de los años sesenta: Qué hiciste en la guerra, papá (1966), El analista del presidente (1967), Candy (1968) y, sobre todo, los pastiches "jamesbondianos" Flint, peligro supremo (1966) y su secuela, Flint, misión insólita (1967). A esa altura se estaba pareciendo más a Cary Grant que a su admirado John Wayne, pero al menos figuraba al tope en los créditos. No perdió sus mañas ni su fama de hombre de a caballo, sin embargo. El rodaje de Juramento de venganza (1965) marcó el comienzo de una profunda camaradería con el hiperviolento, semiindio y brillante director Sam Peckinpah, para quien luego compuso dos de sus personajes más ambiguos y brillantes, el sheriff de Billy the Kid (1973) y el sargento alemán de Cruz de hierro (1977). Después de la muerte de su amigo, Coburn se encargó personalmente de producir y protagonizar varios homenajes televisivos a ese otro hombre "fuera de época", con quien tanto tenía en común. Por ejemplo, su afición por los westerns: antes y después de Peckinpah, Coburn llegó a participar en una docena de ellos, pero sólo en Muerde la bala (1975), de Richard Brooks, reapareció en todo su esplendor el héroe no-monolítico que tanto complacía a ambos. Claro que el género ya había entrado en un declive irremediable. Eso no amilanó al actor, que durante las últimas dos décadas de su vida se mantuvo activísimo, ya como habitual invitado o actor de series y programas de televisión, ya como secundario en mucha película de éxito como Hudson Hawk (1991) o El profesor chiflado (1996), ya como una reconocible voz en publicitarios, e incluso como el decadente y alcohólico anciano de Días de furia (1997), lo que le valió su único Oscar, buen dinero y más vidriera para declaraciones del tipo "los actores son las personas más aburridas del mundo... cuando no están trabajando". Pero lo que transmitía cuando trabajaba podía serlo todo menos aburrido. |
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