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La insignia
29 de noviembre del 2002


Parte IV, Capítulo V (fragmentos)

La confesión


Artur London
Transcripción de La Insignia. España, noviembre del 2002.


«A mis compañeros de infortunio, ejecutados siendo inocentes o muertos en prisión.
A todas las víctimas inocentes de los procesos políticos.
A todos los camaradas de combate, conocidos y anónimos, que han dado su vida por el advenimiento de un mundo mejor.
A todos los que continúan la lucha para restituir al socialismo su rostro humano.»


IV Parte, Capítulo V

... Esta lectura del veredicto se me hace larga, larga... No comprendo las palabras que pronuncia el presidente, sólo un ruido confuso llega a mis oídos.

¿Por qué me he acordado de pronto de aquel camarada de la Resistencia, de quien me contaron su historia y con el cual me identifico en este momento? Convocado un día a una cita en los bosques de las Landas con responsables de los FTP de su sector, comprendió de golpe que sus camaradas estaban allí para matarlo, creyendo que era un traidor. Aterrorizado, comprendió claramente que nada podía salvarle. Al recibir la bala que puso fin a su vida, aún tuvo fuerzas para gritar, antes de caer a tierra, «¡Viva el Partido Comunista!»; y en un último murmullo: «Camaradas... camaradas... cam...».

Denunciar y descubrir la impostura, ¿no habría sido traicionar a nuestros camaradas, a nuestros amigos, en este mundo que se encuentra en el umbral de una nueva guerra? Esta pregunta es, por lo demás, absurda, puesto que de todas maneras no nos era posible hacerlo. Primero, por estas consideraciones morales; y segundo, porque no teníamos la menor posibilidad práctica.

Pienso de nuevo en la Unión Soviética. Me acuerdo de su pueblo admirable, valeroso, al que he querido tanto y siguo queriendo, que ha soportado y soporta tantos sacrificios; que ha entregado a la causa de la revolución lo que ningún otro pueblo hubiera podido dar. ¡La URSS! Patria de la revolución proletaria, esperanza de los pueblos, segunda patria de los comunistas del mundo entero, patria por la que tantos de ellos han dado su vida... y de la que Stalin ha sido el sepulturero mayor.

Estoy sudando a mares. Siento regueros de sudor rodar a lo largo de mi cuerpo; pronto llenarán mis zapatos... me dan mareos, hago esfuerzos por dominar este estado y poder oír y comprender al presidente. Capto varias veces mi nombre, London, mezclado con el de los otros acusados en el enunciado de los crímenes; aún no ha llegado el capítulo de las condenas... Luego, la enumeración de artículos del Código Penal, números y párrafos de un manual de legislación. Oigo mi nombre, pero aún no han llegado a las condenas. Después, empiezo a comprender y concentro toda mi atención:

«... y son condenados por los citados hechos:
Los acusados Rudolf Slansky, Bedrich Geminder, Ludvik Frejka, Josef Frank, Vladimir Clementis, Bedrich Reicin, Karel Svab, Rudolf Margolius, Otto Fischl, Otto Sling y André Simone; según el artículo 78, párrafo 3P, del Código Penal, teniendo en cuenta, excepto para Karel Svab, las disposiciones del artículo 22, párrafo 1º del Código Penal,
A pena de muerte.

»Los acusados Artur London y Vavro Hajdu, según el artículo 78, párrafo 3º del Código Penal y teniendo en cuenta el artículo 22, párrafo 1º del Código Penal,
Eugen Löbl, según el artículo 1º, párrafo 3º, de la ley 231/48 del Manual de Legislación y teniendo en cuenta las disposiciones del artículo 34 del Código Penal de 1852,
Para todos, teniendo en cuenta las disposiciones del artículo 29, párrafo 2º del Código Penal,
Para Eugen Löbl, teniendo en cuenta las disposiciones del artículo 12 del Código Penal,
A la pena de privación de libertad a perpetuidad.»
(...)

Después del enunciado de la sentencia, el silencio que reina en la sala muestra que el público, a pesar de haber sido cuidadosamente seleccionado, está también sorprendido por este veredicto excepcionalmente severo.

Quíen habría podido pensar que en Checoslovaquia, país de ancestral civilización, de tradiciones democráticas, irían más lejos todavía que en Hungría, en Bulgaria, en Polonia o en Rumanía. ¡Once penas de muerte! ¡Tres cadenas perpetuas!

No se oye ni un solo aplauso, ninguna manifestación de aprobación. Al contrario, se diría que un soplo de terror, un frío glacial, se cierte sobre la gente de la sala, encorvando la espalda... Nadie se siente orgulloso de este espantoso desenlace.
(...)

Kohoutek me dijo un día: «De lo que tiene necesidad el Partido es de un proceso y no de cabezas». El Partido ha tenido el proceso y las cabezas...

Nos llevan de nuevo al corredor subterráneo de Pankrac. Aterrados, silenciosos, esperamos que los guardianes abran nuestras celdas. Sling es el primero que se separa del grupo. Antes de entrar en su celda, se vuelve hacia nosotros y sus labios esbozan una sonrisa. Nos saluda con la mano. No sé lo que pensar. Sling, camarada mío, ¿qué significaba esa sonrisa cuando te marchaste?

En el corredor subterráneo reina un silencio sepulcral. Hasta que vienen a buscarnos a Löbl, a Hajdu y a mí, para conducirnos a Ruzyn, pienso durante horas en mi celda en mis once camaradas, y olvido mi propio destino.

En el momento de marcharnos, experimentamos un terrible sentimiento cuando pasamos delante de las celdas donde quedan los once condenados a muerte. Al salir del corredor subterráneo tenemos realmente la impresión de habernos escapado de la tumba.

El recuerdo de mis once camaradas me persiguió durante mucho tiempo en mis prisiones. Y sin embargo, fue mucho después cuando me enteré de que habían sido ejecutados. Yo esperaba que Gottward los indultara. Ésa fue la primera pregunta que hice al référent cuando me llamó a su despacho algunas semanas más tarde por no sé qué motivo. No contestó.

Pasaron algunos meses antes de que supiera -cuando bajé al grupo de trabajo de Ruzyn- que todos habían sido ahorcados. Para probármelo, pues me negaba a creerlo, uno de mis compañeros me mostró un recorte de periódico que anunciaba la ejecución de la sentencia de los once condenados.

Más tarde supe que todos, excepto Rudolf Slansky, escribieron cartas a sus familias y también a Klement Gottwald (1) antes de morir. En ese último adiós, clamaban su inocencia y afirmaban haber aceptado hacer sus confesiones únicamente para servir a los intereses del Partido y del socialismo.

Otto Sling: «Declaro antes de mi ejecución y en honor a la verdad que no he sido nunca espía...»
Karel Svab: «He confesado porque consideraba que era mi deber y una necesidad política...»
Ludvik Frejka: «He confesado tratando con todas mis fuerzas de cumplir con mi deber hacia el pueblo trabajador y hacia el Partido Comunista Checoslovaco...»
André Simone: «No he sido nunca conspirador, ni miembro del nucleo de conspiración de Slansky contra el Estado, ni traidor, ni espía, ni agente de los servicios occidentales...»

Esas cartas, que se encontraban en los archivos del Ministerio de la Seguridad, no llegaron a sus destinatarios, las viudas y los huérfanos, hasta que fue proclamada la rehabilitación pública y evidente de todos los inocentes durante la Primavera de Praga, a principios de 1968.

Me enteré también, con un sentimiento agudo de dolor y de rebeldía, leyendo la prensa (2) de mi país, y mientras escribía este libro, del abominable fin que tuvieron mis compañeros:

«Cuando los once condenados fueron ejecutados, el référent D. se encontraba por casualidad en la prisión de Ruzyn, en el despacho del consejero (soviético) Galkin. Durante el informe estuvieron presentes el conductor y dos référents encargados de la eliminación de las cenizas. Decían que, habiendo metido las cenizas en un saco de patatas, marcharon a las afueras de Praga con intención de diseminarlas por los campos, pero vivendo durante el trayecto que la calzada estaba helada, se les ocurrió la idea de esparcir las cenizas por la carretera.

»El conductor no podía contener la risa, al pensar que de un golpe había transportado en su viejo Tatra a catorce personas. Tres vivas, y las once restantes, metidas en un saco.»


Notas

(1) Publicadas en julio de 1968 en Nova Mysl, revista teórica y política del Comité Central del Partido Comunista Checoslovaco.
(2) Publicado por Reporter, nº 26, en 1968.



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