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27 de noviembre del 2002 |
Guido Eytel
Como si jugaras ajedrez contigo mismo, organizando las piezas que son las de tu enemigo, pensando qué vas a jugar, es decir, qué va a jugar tu contrario, te encierras por momento a decidir lo que va suceder, diseccionas cada hecho ocurrido y lo pones en colorantes, haces reacciones, un poco de conductismo, un poco de introspección, revuélvase y piénsese. A todo esto agregas después tu imaginación, que es una lengua que repasa y repasa hasta dejar todo brillante, como tú quieras o como tú querías que fuese. tu imaginación es una lengua que a veces encuentras adolorida, despedazada, entre dos hileras de dientes que te la aprietan y ella parece que no comprendiera nada y sigue lamiendo y lamiendo - como si fuera una lombriz que se ha cortado minuciosamente - con cada pedacito por su propio lado, y nada impide que un pedacito ahorque a otro y tú quieras lanzarte definitivamente de este árbol al que te has subido, deseo que por sí solo basta para calcular la dureza del suelo, el tiempo que demorará la caída, lo que habrías hecho si no estuvieras ya muerto, la posibilidad del amor, por fin, de un trabajo de ojos limpios, del saludo afectuoso que a todos harás en las mañanas cuando tú seas ese hombre que ahora quisieras ser y los demás sean sólo como algunas porciones de recuerdos que has recogido en los veranos y los recuerdos se proyecten hacia todos los años que van a venir, con su bondadosa cara de recuerdo o de sueño, diciendo algo con los ojos que tú no puedes entender perfectamente - y que tampoco quieres entender, para prolongar el juego - pero de todas maneras tus dedos avanzan lentos, muy lentos, tan lentos que parecieran demasiado audaces, y siguen avanzando hasta que crees haber encontrado un dedo de Marcela y te detienes entero, corazón y dedos, porque ella puede reaccionar como no corresponde a este momento y quizás apurar tu mano, o soltarla, escaparse hacia el otro rincón del asiento y reír; puede hacer esto y todos verán tu cara a la que todavía le quedan rastros del amor que se te estaba saliendo por los ojos y nuevamente te detienes porque parece que estuvieran esperando el momento para reírse en tus barbas que todavía no te nacen, porque debes recordar que sólo tienes quince años, desde ese momento quince años para siempre. Quince años que todavía deben advertirse detrás de tus dedos, de tus ojos que si te los pudieras ver dirías que corresponden a los de un joven de quince años que está absurdamente triste por una bella organización del crepúsculo que viene a decirle que Marcela ha partido esa mañana.
Bajo el árbol ves un niño que viene a comprobar la maduración de las cerezas. Viene todos los días, desde hace años, y desde arriba ves como estira la mano en una forma que podría parecer distraída, pero tú sabes que él está consciente de su importancia de Vigilante de los Frutos. Desde arriba ves que el niño mira hacia el lugar donde tú estás aferrado a una rama y observa que allí las cerezas ya empiezan a hincharse y colorearse, y decide subir. A medida que se acerca, descubres que lleva pantalones de mezclilla y una camisa de franela con los faldones colgando inevitablemente hacia afuera, observas que sus pies conocen exactamente la posición de las ramas que sirven de escalerilla y sube, casi sin darse cuenta, hasta el lugar en que tú estás y lo ocupa. Descubres que, forzosamente, tiene quince años en la mirada, que es absurdamente triste porque Marcela ha partido esta mañana. Piensas que las distancias no siempre son las mismas. Por ejemplo, abajo ves las hormigas que repiten el mismo dibujo de todos los días, hecho desde hace años todos los días, borrado todas las noches y vuelto a hacer todas las mañanas. Entonces, a seis o siete metros ves perfectamente las hormigas, que no saben que de ti depende su futuro que es este mismo presente que estás viviendo. Morirían cien hormigas o más, un metro de hormigas, y el dibujo quedaría quebrado por algunos momentos. Pero tú sabes - quizás porque también sabes que muy pronto se reanudará el dibujo - que apoyarás un pie sobre la primera rama - peldaño, y luego el otro y así hasta que estés en el suelo estirando distraído la mano para coger unas cerezas y diciendo que estamos a principios de diciembre y ya se acerca el verano. Organizas tus piezas - que son las de tu contrario - y decides no entrar más en este juego que parece ser el mismo porque algo te dicen los ojos y tú no quieres darte cuenta, sabes que solamente se persigue esa cierta manera tuya de mirar triste y esa manera de rozar los dedos suavemente, descuidadamente casi. Pero tú estas consciente de tu importancia de Vigilante de los Frutos y aproximas tu boca a esa boca, que debiera estar madura, y te detienes a algunos centímetros y crees que es verdaderamente Marcela la que allí está y te vas hacia ella, hacia todos estos años de tus obligados quince años, y escuchas que quizás te están proponiendo matrimonio o una huida del hogar hacia no importa dónde, que quizás se están riendo en tus barbas y se escapan hacia el otro lado del asiento, diciendo que tú no has entendido al pie de la mirada lo que los ojos te decían y por eso está ahora tu boca detenida a algunos centímetros de esa boca y comprendes que tu jugada era la jugada de tu enemigo y que siempre vas a llegar a estas mismas situaciones. Por eso comprendes al observar bajar desde arriba a este hombre - que no se sabe si es viejo o es joven porque mira fijamente las ramas que forman la escalerilla y baja por ellas en busca de un niño que es el encargado de vigilar la maduración de las cerezas - lo absurdo de encerrarte por momentos a decidir lo que va a suceder y disecciones y analices todo lo que ha ocurrido en este día, lo absurdo de dejar que tu imaginación repase y repase todos los asuntos como una lengua que trabaja en forma perfecta hasta dejar todo muy bruñido, como una lengua que es, más bien, una lombriz que se ha cortado en infinitos pedazos que caminan por su cuenta, pero eso no impide que un pedazo sea el único que mate y viva y te ocupe todo el tiempo en este árbol, pero eso no impide que te equivoques y juegues mejor las piezas de tu adversario y estés detenido a diez centímetros de esa boca pensando que nuevamente han ocupado tu tristeza para reírse un rato, y no es éste precisamente el mismo juego porque hoy el aire se ha organizado de una bella manera y te dice que esta mañana sí que partió Marcela para siempre y no importa que te encierres por momentos a decidir lo que va a suceder porque todo está ya trazado y previsto como un perfecto círculo que debes recorrer interminablemente. |
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