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La insignia
24 de noviembre del 2002


De ladrones


Théophile Gautier
Del capítulo IX de Viaje a España (1840)


A propósito de ladrones, traigamos aquí a colación una historia de la que estuvimos a punto de ser los protagonistas. La diligencia de Madrid a Sevilla, en la que debíamos haber salido de no haber sido porque no había plazas disponibles, fue detenida en La Mancha por una banda de facciosos o de ladrones. Los ladrones se estaban repartiendo el botín y se disponían a llevar a los prisioneros a la montaña para exigir un rescate a las familias cuando apareció otra banda más numerosa, que atacó y zurró a la primera, le «robó» sus prisioneros y se los llevó definitivamente a la montaña.

Durante el trayecto, uno de los viajeros saca su caja de puros de un bolsillo que los bandoleros habían olvidado registrar; coge uno, lo enciende con su mechero y al mismo tiempo, dirigiéndose a un bandido con toda la cortesía castellana, le pregunta: «¿Quiere usted uno? Son de La Habana.» «Con mucho gusto», le responde el bandido, halagado con tal atención. Y ahí tenemos al viajero y al bandolero, cigarro contra cigarro, aspirando y dando bocanadas para encenderlo más deprisa. Se entabló la conversación, y de una cosa a la otra, el ladrón, como todos los negociantes, empezó a quejarse de su negocio: los tiempos eran duros, los negocios no iban bien, mucha gente honrada se había metido en ellos y estaban echándolo a perder. Había que hacer cola para desvalijar esas pobres diligencias, y con frecuencia tres o cuatro bandas se veían obligadas a disputarse los despojos de la misma galera y del mismo convoy de mulas. Y además, los viajeros, convencidos de que serían asaltados, no llevaban más que lo estrictamente necesario y se ponían la peor ropa.

«¡Ya lo ve!», dijo con un gesto de melancolía y de desánimo, mostrando su manto completamente usado y remendado, que realmente bien habría merecido envolver a la Probidad misma. «¿No es una vergüenza verse obligado a robar tales harapos? Mi chaqueta, ¿no es en verdad de lo más austero? ¿La persona más honrada de la tierra podría estar peor vestida? Nos llevamos, es cierto, a los viajeros como rehenes; pero las familias tienen hoy en día el corazón tan duro que no acaban por decidirse a soltar la mosca para rescatarlos. Corre por cuenta nuestra darles de comer, y al cabo de un mes o de dos nos cuesta encima una carga de pólvora y de plomo para saltarles la tapa de los sesos a nuestros prisioneros y acabar con su vida, cosa que resulta siempre muy desagradable cuando uno se ha acostumbrado a las personas. Añada a todo esto que hay que dormir en el suelo, comer unas bellotas que no siempre son dulces, beber nieve derretida, darse unas caminatas interminables por unos caminos abominables, y arriesgar el pellejo a cada instante.» Así hablaba ese bravo bandido, más a disgusto con su oficio que un periodista parisino cuando le toca presentar su novela por entregas.

«Pero, entonces -dice el viajero-, si el oficio tanto le desagrada y le reporta tan poco, ¿por qué no coge otro?» «Ya lo he pensado más de una vez y mis compañeros piensan lo mismo que yo. Pero, ¿como quiere Vd. que hagamos? Estamos acorralados y perseguidos. Nos fusilarían como perros si nos acercáramos a cualquier pueblo. No nos queda otro remedio que continuar con esta vida.»

El viajero, que era hombre de cierta influencia, se quedo un rato pensando. «¿De modo que estaríais dispuestos a dejar esta vida si se os concediera el indulto?» «¡Claro que sí!», contestó toda la banda. «¿Puede Vd. creer que resulta divertido ser ladrón? Hay que trabajar como negros y llevar encima una vida de perros. Bien nos gustaría a nosotros ser gente honrada.» «¡Pues bien! -replicó el viajero-, yo me encargo de obtener la gracia a condición de que nos devolváis la libertad.» «¡Así sea! Vaya usted a Madrid. Aquí tiene un caballo y dinero para el camino y un salvoconducto para que nuestros amigos lo dejen pasar. Vuelva usted pronto. Le esperamos en tal sitio con sus compañeros, que trataremos lo mejor que podamos.»

El hombre se va a Madrid, obtiene el indulto para los bandidos y vuelve para buscar a sus compañeros de infortunio. Y se los encuentra cómodamente sentados con los bandoleros, comiendo un jamón de La Mancha cocido al caramelo y dando frecuentes besos a un pellejo de Valdepeñas que habían robado expresamente para ellos. ¡Exquisito detalle de delicadeza! Cantaban y se divertían a gusto, y tenían más ganas de hacerse bandoleros que de volver a Madrid; pero el jefe de la banda les hizo una severa consideración moral que los hizo volver en sí. Entonces, toda la banda se puso en marcha, del brazo, hacia Madrid, donde viajeros y ladrones fueron recibidos con entusiasmo, porque el hecho de que unos bandoleros sean acogidos por una diligencia es algo realmente raro y extraño.



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