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10 de noviembre del 2002 |
La libertad sometida al cielo
Ariel Ruiz Mondragón
Reynaldo González es un narrador y ensayista cubano, nacido en Ciego de Ávila en 1940. Profundo estudioso de la obra de don José Lezama Lima, ha sido director de la Cinemateca de Cuba y autor de más de cinco libros. Por su obra ha sido nominado a varios premios literarios y ha ganado varios de ellos. Este año publicó su novela Al cielo sometidos (Madrid, Alianza Editorial), por el que se hizo acreedor al Premio Italo Calvino 2000 y el Premio Nacional de la Crítica cubana.
La aparición de su más reciente novela, historia de ubicada en la España preimperial, fue un excelente motivo para sostener una amena charla electrónica con don Reynaldo, la que aquí presentamos.
Ariel Ruiz (AR): ¿De dónde le nació la idea de escribir una novela acerca de las correrías de un par de bribones en la España preimperial? Reynaldo González (RG): Siempre quise escribir una novela sobre contradicciones y problemas como los que aborda Al cielo sometidos. Me propuse una historia donde ocurrieran muchas cosas, que no aburriera al lector, pero que le dejara algo nuevo en sentido humanista. Quise rendirle homenaje a la gran línea de la picaresca española, ese aire fresco que cambió el rumbo de una literatura que resultó proteica, pero llevando los argumentos a extremos que no pudieron tratar los escritores de los Siglos de Oro, atrapados en el mecenazgo, la censura de la Iglesia y los estamentos del poder. Cuando leo esa enorme literatura, siempre me parece que los asuntos no van más allá, que le falta transgredir las lindes impuestas. Y cuando me documento sobre esa época, más me convenzo de que, a pesar de lo mucho que hicieron, lo mucho a que llegaron esos escritores, les quedó más por decir sobre sus propias circunstancias. Buena parte de los acontecimientos que pudiéramos llamar «más escabrosos» en mi novela, reflejan los que hallé en mis investigaciones y en una documentación a la que salvo mínimas libertades, fui rigurosamente fiel. Incluso lo que se refiere a las formas de la prostitución, las maneras non sanctas del placer, como el homosexualismo, su existencia y su represión brutal, aparecen en actas y documentos de la época, en libros publicados luego. Por lo demás, la intolerancia, la instrumentalización de la fe y la corrupción de las jerarquías es historia sabida. Mis pícaros no se diferencian de otros, su historia se repite, persiste en la actualidad y en todo tiempo donde las diferencias sociales sean agudas, como lo son hoy. Esa «astucia famélica» de que habló un sabio ¿no es la de Pito Pérez, el icónico personaje mexicano? ¿No es la de tantos indígenas que en su propia tierra sienten la mordida del hambre y el desprecio? Busqué en la historia un momento peculiar, una encrucijada donde los contrastes se pusieran en relieve y que al mismo tiempo fuera tan desesperada como esperanzada, nudo de contradicciones que avizora un cambio. Lo hallé en 1492, inmediatamente después de la toma de Granada, con la expulsión de los hebreos judaizantes, los conversos, precisamente quienes se acogieron a la fe dominante, más la empresa colombina vista como una posible salida a la situación deficitaria del reino. En ese panorama hallé los factores que animan el relato. Lo del cura corrupto y corruptor, las historias de las muchachas, la alcahueta y el ama, sometida al tironeo de la fe y con una autoestima por el suelo frente a la imposición de un «bondad» inalcanzable, historias delincuenciales, de crimen, del pecado como refugio frente a la intolerancia. Todo estaba allí. Si algo seductor tienen las encrucijadas históricas es que se repiten. Por eso apasionan a los investigadores y a los novelistas. Me correspondió ponerlo en relieve. AR: ¿Qué tan difícil le resultó recrear (o inventar) los ambientes de la casa non sancta de Doña Remigia y la sensualidad que hay en toda la novela? RG: La sensualidad quizás va conmigo, criollo caribeño, aunque no lo parezco siendo un hombre blanco y de ojos claros -en este sentido las apariencias sí engañan-, pero me viene de allá, de mis ancestros españoles, o de la mezcla con los africanos para el múltiple mosaico racial de Cuba. La sensualidad también existía en la época que me propuse retratar. Está en el goce de la palabra y en el sexo mismo, descrito como con ganas de ponerlo en práctica, como el pobre habla de comida y de comodidades que la vida no le ofrece. Preferí dar esa sensualidad también en el ambiente, en el erotismo subrayado por las prohibiciones, en esa obstinación vital de disfrutar los placeres, incluidos los más reprobados por el orden tiránico. La vida de las «mancebías», como se llamaba al mundo prostibulario, que de alguna manera también era un negocio del clero, la aprendí en incontables documentos, incluso en panoramas de la época inmediata posterior. Debí informarme de la higiene de las partes pudendas, fundamentales en aquel oficio, sus instrumentos de trabajo. Busqué la existencia de esas pequeñas y semiocultas guaridas, preferentemente situadas en las periferias, lupanares clandestinos o permitidos siempre que no enconaran a los vecinos de pueblos y aldeas, sus propios clientes. Esos negocios reflejaron la hipocresía que iba del palacio a la cabaña, del salón cortesano al púlpito y el confesionario, para hablar de la ideología predominante en la época, la fe católica y el negocio de la fe. Allí, la doble moral y la doble vida, las trapisondas de la supervivencia, el disimulo que bien encajaba con la lenidad religiosa en medio de las tormentas del fundamentalismo católico. Porque ahora se habla mucho de otros fundamentalismos y olvidamos que el primer gran fundamentalismo que conoció Occidente fue el católico, origen de persecuciones, exclusiones, desprecios, cruzadas y ensañamientos, hacia un totalitarismo que armó un imperio. En la casa de Doña Remigia coinciden esos elementos. Como sitio de bien pasar, allí también recalan la bondad y la maldad, la solidaridad y la amistad, el truco y el engaño. Disfruté construyendo esas argucias desde las experiencias de mis personajes. Y armando el de la matrona del prostíbulo, el personaje que más gratificaciones me ha brindado, por lo que la convertí en pivote de la historia. AR: ¿Cuáles son las principales fuentes a las que se remitió para hacer la novela: fuentes históricas o literarias? RG: La gran literatura española vino después de las fechas en cuestión, pero le resulto deudora en cuanto a lenguaje y recursos expresivos, fijación de caracteres y argumentos predominantes, del refranero popular a las costumbres que supo reflejar. En aquellos tiempos esos asuntos no evolucionaban tan rápido como hoy, de manera que un idioma que se fijaría después, se estaba formando. Yo debí conocerlo en documentos, actas, incluidas las inquisitoriales. Los curas eran tan acuciosos en acopiar información para condenar a un hereje, a una simple cosedora de virgos, que al parecer se regodeaban en los detalles, incluidas las expresiones que definían el delito, las acciones, las irreverencias punibles. Y estaba a mi disposición toda la literatura posterior, siempre que no traicionara el argumento. Por supuesto, mi única salvación era el lenguaje; me dediqué a recrear uno que podemos llamar virtual, con elementos de entonces, con fidelidad a sus ambientes y sus referencias, pero que llegara a mi lector de hoy, sin establecerle rupturas. A lo máximo, conceder un poco a lo que se colige, se sobreentiende, o se debe buscar en diccionarios, que tampoco es mala práctica. Hasta ahora creo que los lectores han establecido la conexión deseada: en poco tiempo la novela ya tiene cuatro ediciones, la príncipe, en italiano, la cubana -que se repite- y la española, que Alianza Editorial trae a la Feria del Libro en Guadalajara, México. Además del Premio Italo Calvino, a mi novela le acaban de otorgar el Premio Nacional de la Crítica cubana. Y las recensiones en la prensa de varios países han sido muy gentiles, incluso encomiástica. ¿Puedo pedir más? AR: También es una novela que presenta a personajes femeninos que ocupan los lugares de poder, de dominio, aunque sean muy diferentes, como lo son la Reina Isabel y Doña Remigia. ¿Esto puede entenderse como una reivindicación de la mujer de la época? RG: Mencionas dos personajes totalmente opuestos. Isabel la Católica fue un azote colmado de prejuicios, con una idea fija, tiránica si se quiere, pero también una gran mujer en la historia de España y, por su acción, en el Nuevo Mundo. La otra, doña Remigia, resume las experiencias de muchas mujeres arrebatadas por el pecado y la corrupción, que debieron hacerse con las riendas de sus propias vidas. Ambas, con sus contradicciones, sus desdichas y grandezas, movilizan parte del argumento de la novela. Es curioso que muchos hablan y escriben sobre la presencia de la reina Isabel en esas páginas, sin tomar en cuenta lo poco que aparece; pero ocurre de manera tan definitoria que ya se la toma como protagonista. La respeté mucho y en su boca puse solo cosas que dijo en cartas y sobre ella testimoniaron personas de su época, guerreros, diplomáticos, gente de Estado. Remigia es otro asunto, el de la mujer agarrada en la contradicción entre su oficio de matrona de prostíbulo y su fijación enfermiza con la salvación del alma, en las circunstancias peores, que se enreda en su propia madeja al pálpito de sus impulsos. Personaje limítrofe entre la marginalidad y el enseñoreamiento, con una valoración en quiebra, recubierta de falsa magnificencia. Ese saco de contradicciones y resabios, a su manera sintetiza la sabiduría zafia y picaresca de la época. Si todo eso se quiere entender como reivindicación de la mujer de entonces, vale, pero ¿crees que es necesaria? AR: Uno de los motivos de goce, pero que puede llegar a ser un obstáculo para el lector, es el rico lenguaje que usted utiliza. ¿Tuvo que elaborar y pulir mucho la novela en ese aspecto? RG: Ya hablé de ello, pero puedo añadir algo de interés. Pienso que de alguna manera se está deteriorando la rica herencia de nuestro idioma. Asistimos a una acumulación rutinaria y precipitada de relatos que no trabajan el lenguaje narrativo, no le sacan la lumbre que muchos argumentos permitirían, precisamente por esa preocupación de no perder una ilusoria comunicación con el lector contemporáneo, cuyas exigencias han venido a menos por el abuso de literatura de segunda. Ahora se escriben más novelas que nunca, pero ¿en verdad son literatura? Cuentan argumentos, pero ¿crean algo más duradero en términos de lenguaje? Parecería que el idioma pierde su riqueza porque la prisa los compulsa a resignarse, a sólo hilvanar anécdotas, no a hacerlas vívidas y más perdurables.
Si algo constituía un reto al escribir una historia situada en la época referida, era el lenguaje. Por un lado corría el riesgo del pastiche, por otro el de quedarme a medias y simplemente narrar los acontecimientos ideados como parte del relato. Me sometí al primer peligro, de ahí la invención de un idioma que alguien calificó de «virtual», precisamente lo que mucho ha llamado la atención de críticos exigentes, que no perdieron la brújula ni me hicieron concesiones. Yo llevaba mucho tiempo sin escribir novelas, pero sí investigando y escribiendo ensayos. Tenía ganas de inventarme una historia donde me sintiera un pequeño dios, rechazando los experimentos formales -a los que sí acudí en mi novela anterior, Siempre la muerte, su paso breve- y que la posible experimentación fuera el lenguaje mismo. El lector nuevo dirá si lo he conseguido. No considero que ningún lenguaje sea excesivamente cuidado para el hombre de nuestro tiempo. Lo demás es la pacotilla televisiva, la mala prosa y el cine adocenado, cuanto ha llevado al receptor de mensajes a una pasividad y a una inercia que le deja en poco apreciable si se resigna a ese estado, y que, a pesar de instrumentalizaciones y rutinas, merece que se le sirva algo diferente a esa «papilla» pre-elaborada que en arte se asemeja a la llamada «comida basura». AR: En su novela parece no haber inocentes, o hay muy pocos. Por ejemplo, el severísimo cura Abundio Centellar es un sodomita consumado; como dice un personaje: "en estos tiempos, ni la Iglesia asegura buena sangre." Por ello, ¿piensa que es una obra que no pretende moralizar? RG: Ciertamente. Aunque no escasea la bondad, incluso la solidaridad. Mis personajes responden a una época que envileció al hombre y le dejó poco espacio para expresar su individualidad. Las formas del pecado también constituían una irreverencia. La hipocresía de ese cura sodomita y sadomasoquista, tan tiránico como víctima de su propia contradicción, no fue excepcional en el clero bajo y en las jerarquías de aquella época, en los estamentos escalonados de la sociedad, hipocresía llevada a puntos extremos en un entorno cruel, de enseñoreamiento despiadado. (Sin pensar que muy pronto parte de lo descrito por mí saldría a la luz de manera clamorosa, ha sucedido, el escándalo de la pedofilia en el clero católico de algunos países. Es la punta del iceberg.) Esa hipocresía quedaba amparada en la recurrencia del arrepentimiento y la reincidencia en el pecado, permisividad que pasaba por el confesionario y el diezmo para amparar una vileza que caló la sociedad en su conjunto. Algo de eso alimenta las secuencias más altisonantes en la violencia, el sexo, el crimen, y trasunta toda la novela donde lectores como tú observan la ausencia de la inocencia. Por otra parte, la posible «moraleja» en un retrato que aspire a diferenciarse del sermón, no consiste en colocar el elemento «puro» frente al «corrupto» -ambos previsoramente entrecomillados-, en alzar el índice para señalar «la senda correcta», reiterado parloteo de parroquia, sino en describir la corrupción desde ella misma. No soy un moralista explícito, pero algo de moralismo acepto que palpita en mi obra, como en las de muchos escritores que sin ser «inmoralistas» son inconformes y contestatarios. AR: Entre otras cosas, creo que su obra puede ser leída como una apología de la amistad. ¿Qué opina de esto? RG: Es la historia de una pareja de amigos, de alter egos, de gente que intuye el diseño de sus vidas como coincidente, lanzado a una fusión, luego de un aprendizaje accidentado. Insisto en que me propuse una novela casi «de aventuras», sin puntos muertos, pero sin acceder a la literatura comercial. Si existe alguna tesis en ella, el elemento de la amistad como amor profundo y entrega sin reproches palpita en esa tesis. Mi relato, viéndolo bien, también es una historia del miedo, del acoso, de la tiranía, de la desesperada huida de esos elementos asfixiantes. AR: ¿Al cielo sometidos es una alegoría del deseo de libertad? RG: Por supuesto. Es una fábula sobre cómo la libertad, precisamente la que no se posee, establece un objetivo en la vida de quienes solamente en ella podrán hallar una razón de existencia. Las aventuras de mis dos Antonios marchan hacia una comprensión de la libertad sin amos ni fronteras, ilimitada, aún a riesgo de perder la vida o una falsa estabilidad. AR: Finalmente, ¿en qué proyecto trabaja actualmente? RG: Una nueva novela, también situada en una época pretérita, pues siento particular placer en narrar el pasado, siempre que no resulte aburrido. Desde muy joven contraje el virus de la investigación y me gusta tanto como imaginar. Será, de nuevo, una exaltación del amor, de la amistad, de la búsqueda de la libertad como uno de los objetivos de la existencia humana. |
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