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5 de noviembre del 2002 |
Alpher Rojas Carvajal
Manuel Tiberio Toro, era un bohemio universal que navegaba por las tertulias etílicas de los pueblos todavía ensombrerados del siglo XX, con la desenvoltura de un tripulante conradiano. Había llegado a Armenia Quindío procedente de Aguadas en el occidente colombiano, con un lote de libros de exquisitos prosistas y varios manojos de historiografía costumbrista, contradictorio bagaje en el que sustentaba su oficio de docente de párvulos en los liceos municipales que le servían de puerto a su itinerario sin tregua.
Sesenta años llevaba a bordo de su bíblica corpulencia, "llenos de tiempo sus cabellos" y en la cabeza una cultura literaria y una memoria poética que le había abierto espacios y granjeado amistades en el variado espectro de esa sociedad; una fraternidad para nada hija de la gratuidad de sus interlocutores, motivada más bien en esa prodigiosa acción comunicativa que Manuel Tiberio le imprimía a sus pensamientos sencillos y al cálido filón de la amistad. Había en él una profunda comunicación con la vida del día a día; los temas triviales de la cotidianidad, tanto como los de la estética del arte: libros, música, lienzos y esculturas, eran tratados por él desde el prisma de su conocimiento empírico, matizado de anécdotas y desde un agudo humor incompasivo. Su repentismo feroz, era temido entre interlocutores diversos, pero al mismo tiempo constituía la sal y la pimienta conque adobaba sus historias de ferias y reinados pueblerinos, reelaboradas en sus míticas parrandas o en las tertulias de los grupos más ilustrados. Dominaba el Lunfardo, ese dialécto de los bajos fondos del río de La Plata, que había memorizado leyendo a Borges e interpretando con su voz cavernosa las letras del malevaje porteño de Santos Discepolo, en la penumbra encrespada de los bares citadinos. De allí, tal vez, esa nostalgia que lo llevaba "a oír melodía" cada noche. "Sur" "Malena" "Por una cabeza", eran títulos que atravesaban su abundante repertorio de tangos y milongas. De allí, pasaba a la melancólica evocación nocturna de la poesía de Silva y a los versos sensuales de Carranza. Y en la alta noche, en la niebla de la embriaguez, su verso preferido de Drummond de Andrade: "¿Qué puede una criatura, sino entre criaturas, amar? ¿amar y olvidar, amar y malamar; amar, desamar, amar? ¿siempre, y aún con los ojos vidriosos, amar?" En el curso de su infatigable crucero de Galeón solitario, todo sueños hasta los pies vestido, buscando superar la "simplatía", esa ausencia de morlacos, esa soledad de vento, esa distanciada guita que tanto lo asediaba, transitó por ocios y oficios contradictorios, desde secretario de oficina Jurídica en la Gobernación, hasta Notario de pueblo; en el ínterin, fue expendedor de carnes al detal, vendedor de paños y whisky de contrabando por encargo, tallador de poker en los casinos de la burguesía; amanuense de políticos y asesor parlamentario, estafeta y musageta, atrapador de espejismos e inspirador de juegos verbales. Quizás su influjo zodiacal lo llevó a ser romántico en los ilusorios ejercicios del corazón. Sus esquelas líricas, denunciaban una suerte de arcaísmo sentimental, una fuga sin sosiego, que buscaba su porción de eternidad en la suave piel de una mujer o en la cintura entredormida de una dama de la calle. En ese ímpetu de galán dieciochesco renovaba con frecuencia el menaje mobiliario de sus queridas; les llevaba canastos de mercado fragante, repletos de frutas, y ramos de sedosas flores coronados por el simbolismo sentimental de la revista Cromos. Un disco y una flor; una chocolatina suiza importada o un libro de poesía con dedicatorias grandilocuentes, eran el pretexto feliz para ejercer las artes premodernas de su seducción. Dominando a Carpentier, a Lezama Lima, a Rulfo y a Onneti, se aproximó y reunió a un grupo de intelectuales eruditos y, por la época, marxistas que desde entonces fueron sus interlocutores más asiduos por la afinidad de autores y de temáticas. Todos libadores y gourmets sin fondo, todos profesionales notables, todos tangófilos, todos demócratas de izquierda, todos cultores de la palabra y polígrafos brillantes, todos aplaudidos oradores, a cuya cabeza siempre estuvo el raciocinio lúcido y la alta elaboración intelectual de Ramón Buitrago, la capacidad crítica y la prosa poética de Edgar Martínez, las construcciones dialécticas de Humberto Cuartas, la inteligencia social y el fino humor de Oscar Jiménez, la chispa vivaz de Fabio García y la brillantez jurídica de Alejandro Vásquez y Luis Alfonso García, estos tres últimos malogrados penosamente para la amistad y la cultura quindianas. Y junto a ellos el recursivo economista Alberto Peña, el agudo polemista Gonzálo López y el señorío bohemio de Gustavo Granada. Manuel Tiberio también era marxista, pero de Groucho Marx y por esa vena vidriosa de su humor, por su anecdotario de leyenda, y por los códigos de su lenguaje fraterno que crecía incluso en el clamor de su agonía -cuando el maderamen desgonzado de su cuerpo atracó pesadamente sobre los peldaños de sus aposentos en el Puerto de La Dorada-, mantuvo el afecto sin sombras de unos amigos que lo seguimos recordando con especial admiración cuando todavía resuenan los ecos memorables de su risa de barítono y los apuntes ingeniosos de su expresiva narración oral. Recordar a los amigos es como calentarse las manos ante el fuego cordial de la vida. |
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