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23 de mayo del 2002 |
Tom Wolfe y el periodismo canalla
Gabriel Sosa
El periodismo canalla y otros artículos
En los años sesenta Tom Wolfe, junto con un puñado de otros periodistas, revolucionó la prensa estadounidense con lo que se llamó "Nuevo periodismo", una supuesta renuncia a los cánones rígidos que dominaban en la prensa. Se trataba de un estilo más acorde con la sensibilidad de la contracultura de aquellos tiempos, y de una manera más adecuada de tratar sus temas. La realidad de todo el asunto fue que, como había pasado con el "viejo periodismo", y como pasa en la actualidad con lo que sea lo que está de moda, etiquetas al margen los que destacan son aquellos que escriben bien. Y Wolfe estaba y está entre esos.
En la actualidad, superados sus setenta años, Wolfe es una institución, tanto por sus escritos como por sus trajes color crema con zapatos al tono y corbatas de fantasía. En el ínterin probó suerte con la narrativa, editando en los años ochenta La hoguera de las vanidades, y más recientemente Todo un hombre, dos típicos intentos, el segundo más fallido que el primero, de lograr la "gran novela americana", fantasma literario contra el que se debaten sucesivas generaciones de escritores estadounidenses. Ninguna de las novelas de Wolfe, a pesar del éxito de la primera y de las pretensiones de la segunda, alcanza la intensidad de su mejor obra, Lo que hay que tener, un minucioso, intenso y por momentos magistral recuento de los anales de las primeras generaciones de astronautas de la NASA. Quedan para la historia sus contribuciones anteriores a la prensa, a veces desmesuradas y repletas de onomatopeyas, pero siempre profundas, a menudo incisivas y no pocas veces polémicas. Lo que nunca se dirá de Wolfe es que le tuvo miedo a la polémica y a meterse con vacas sagradas. Esta irreverencia, sumada a la depuración de estilo que ha tenido con los años, hacen de El periodismo canalla y otros artículos una lectura estimulante. En tiempos mediocres, ver a un peleador con estilo siempre es reconfortante. Reeditando viejas glorias, Wolfe le dedica un largo artículo a uno de los fundadores secretos del siglo XXI, el creador de Intel Robert Noyce. Otro artículo está dedicado a Edward Wilson, un entomólogo y biólogo responsable de la teoría de que la inteligencia tiene una base biológica, y desde ese mismo momento bestia negra de los liberales de su país. Wolfe asume la defensa de Wilson, a quien llama Darwin II, y se despacha, en ese artículo y en otros, contra la izquierda liberal bienpensante políticamente correcta universitaria norteamericana (grupo con demasiados títulos y pocos enemigos que se le atrevan). Ideologicamente puede ser una postura cuestionable, pero al leer a Wolfe denunciando las tácticas intimidatorias utilizadas contra Wilson, y alegando a favor de la legitimidad de su investigación, es imposible no sentir simpatía por su causa. Esa es la magia de los periodistas dotados. Otro momento disfrutable es el artículo en el que Wolfe defiende su novela Todo un hombre, que le llevó once años escribir y que en el momento de su publicación fue criticada (con amargura, si hay que creer en Wolfe) por John Updike, John Irving y Norman Mailer, contra quienes se despacha a gusto. Para Wolfe los tres fracasaron miserablemente como autores al no dar lo que él considera el paso necesario fundamental de esta época, el retorno a las formas literarias naturalistas y socialmente comprometidas que tuvieran su esplendor en Norteamérica antes de los años cuarenta. Ya había defendido, en otra parte del libro, la obra del escultor Frederick Hart, el adalid del naturalismo en las artes plásticas estadounidenses luego de seis décadas de abstracción. Para Wolfe el naturalismo es el futuro, la cuna y razón de ser de toda literatura perdurable, y como la caridad bien entendida empieza por casa, deja muy en claro que su novela es cien por ciento naturalista, que tuvo críticas magníficas y que fue un éxito de ventas. Se ha dicho que Wolfe es polémico y estimulante, no que forzosamente sea creíble. Pero es peleador, y los pocos que quedan en esta época deberían ser declarados patrimonio de la humanidad. Si Wolfe fuera infalible, correcto y sobrehumano, no sería un periodista sino un gurú. Al ser falible, temerario y hasta reaccionario por momentos, cada página suya da lugar al diálogo con el lector, a la polémica y a estimular el pensamiento. Porque, defectos o no, Wolfe es un maestro en pegar donde duele y en reconocer los temas que importan (siempre y cuando no estén relacionados con una novela suya). Y es un maestro en defenderse de sus enemigos tanto como en atacarlos primero, lo que es notorio en los dos largos artículos incluidos al final de El periodismo canalla. Publicados en el Herald Tribune en la década de los sesenta, son una feroz y ácida demolición del New Yorker, en un momento en que la revista estaba en decadencia y vivía de viejas glorias, y un modelo de periodismo destructivo. Eso sí, Wolfe tiene enemigos de los que seguramente no sabe nada, y son sus traductores en España. Ya uno de ellos había logrado que su novela Emboscada en Fort Braggs, abundante en coloquialismos y diálogos fonéticos, pareciera ambientada en Carabanchel. Esos excesos no aparecen a menudo en El periodismo canalla, pero el lector minucioso que se le adentre pasará varias horas de perplejidad tratando de figurarse qué pueden llegar a ser los "antimacasares de blonda". |
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