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16 de mayo del 2002 |
La caja* Berna Wang
Para Nuchi.
Aún se sobresaltaba alguna madrugada al despertar y no encontrarle donde siempre, a su derecha. Por las mañanas, cuando terminaba de hacer la cama, ahuecaba la única almohada y la colocaba a un lado, la miraba y murmuraba para sí, sin pensar, como el primer día: «la cama mutilada». Si sonaba el teléfono a eso de las siete, le extrañaba no oír su voz y su risa al descolgar. Hacía sólo una semana que había recuperado su antigua costumbre de pasear por el centro cuando vio aquel libro en el escaparate de Miguel Alonso Vid, la pequeña librería del casco antiguo. Era un ejemplar muy viejo de El libro de la selva, con ilustraciones de la película de Disney. Tenía las tapas rotas, casi separadas del lomo, y algunas páginas estaban sueltas. Entró en la tienda. Mientras Miguel sacaba el libro del escaparate, miró distraída la mesa donde estaban los libros de segunda mano; vio un manual de go, un juego de estrategia de origen chino, y también lo compró. Una vez él le había contado cuánto había disfrutado de niño viendo El libro de la selva. Sonrió. Recordó las noches de sábado que él se había quedado hasta tarde frente al ordenador, jugando al go por Internet con un contrincante desconocido, mientras ella salía a cenar con sus amigos o se quedaba aovillada en el sofá, leyendo. Volvió a sonreír. Pagó los libros. Salió al sol de la tarde oliendo la rosa roja que le había regalado el librero: «Me alegro mucho de volverte a ver, Julia; bienvuelta a la vida». Al llegar a casa, dejó los libros y la rosa sobre la mesa del despacho. Luego se sentó en el sillón, cogió la grabadora y empezó a hablar como si él estuviera sentado, como tantas veces, en la mecedora, frente a ella. Y le contó que la niña había sacado buenas notas en lengua pero las matemáticas las llevaba regular, que habían estado en la fiesta de cumpleaños de su sobrino, que el sábado había cenado en casa de Ignacio y Carmen, que últimamente tenía otra vez ganas de fumar, pero no quería volver a hacerlo, de verdad, pero hay que joderse con el tabaco. Antes de darle al botón de stop dijo: «Te echo de menos. Te sigo queriendo. Feliz día del libro.» Del armario de su habitación sacó una caja de cartón vacía. La llevó al despacho. Metió con cuidado dentro de ella los libros, la rosa y la cinta. La cerró y la puso en un estante. Sonrió otra vez.
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