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La insignia
14 de mayo del 2002


Los dos Big Brothers


Umberto Eco
La Jornada Semanal, suplemento de La Jornada. México, 12 de mayo.

Traducción de Annunziata Rossi.


A fines de septiembre del año pasado, se celebró en Venecia un congreso internacional sobre la privacidad. Las discusiones tocaron el tema de Gran Hermano a menudo, pero de paso, ya que desde el inicio Stefano Rodotà había advertido que ese programa no violaba la privacidad de nadie.

No hay duda de que Gran Hermano estimula el gusto voyeurista del telespectador, que goza viendo a algunos individuos en una situación no natural y que deben fingir una recíproca cordialidad, cuando de hecho están degollándose mutuamente. Pero, se sabe, la gente es malvada y desde siempre ha gozado viendo a los cristianos despedazados por los leones, a los gladiadores que entraban a la arena a sabiendas de que su supervivencia dependía de la muerte de sus compañeros; ha pagado para ver en el circo la deformidad de la mujer gorda, a los enanos tratados a patadas por el payaso en turno, o ha gozado en la plaza pública la ejecución de un condenado. Si así están las cosas, Gran Hermano es más moral, porque nadie muere, y los participantes sólo arriesgan algún desequilibrio psicológico, no más grave que el que los llevó a participar en el programa.

Es un hecho que los cristianos hubieran preferido permanecer orando en las catacumbas, que el gladiador hubiera sido más feliz siendo Petronio Árbitro, el enano si hubiera tenido el físico de Rambo, la mujer gorda el de Brigitte Bardot, y el condenado a muerte hubiera preferido el indulto. Por el contrario, los concursantes de Gran Hermano participan voluntariamente e, inclusive, estarían dispuestos a pagar con tal de obtener lo que para ellos es el valor máximo: la pública exhibición y la notoriedad.

El aspecto no educativo de Gran Hermano está en otra parte, justamente en el título escogido para este juego. Quizá muchos espectadores no saben que Gran Hermano es una alegoría inventada por Orwell, en su libro 1984. Gran Hermano era un dictador (cuyo nombre evocaba al "padrecito", es decir, a Stalin) que solo, o con una restringida nomenklatura, era capaz de espiar a todos los súbditos, minuto tras minuto, dondequiera que se encontraran. Situación atroz, que recuerda el Panóptico de Bentham, donde los carceleros pueden espiar a los presos que, por el contrario, nunca saben si son espiados y en qué momento.

En el Gran Hermano de Orwell unos pocos espiaban a todos. En el programa televisivo, en cambio, todos pueden espiar a unos cuantos. Así que nos habituamos a pensar en Gran Hermano como algo muy democrático y sumamente agradable. Sin embargo, al hacer esto, olvidamos que mientras miramos la transmisión, está a nuestras espaldas el verdadero Gran Hermano, ése del cual se ocupan los congresos sobre la privacidad y que está formado por varios grupos de poder que nos controlan cuando entramos en un sitio de internet, cuando pagamos con la tarjeta de crédito en un hotel, cuando compramos algo por correo, cuando nos diagnostican una enfermedad en el hospital, e inclusive, cuando circulamos por un supermercado monitoreado por una cámara de circuito cerrado. Sabemos que si estas prácticas no son rigurosamente controladas, se podría acumular una impresionante cantidad de datos sobre nosotros que nos harían completamente transparentes, despojándonos de toda intimidad.

Mientras miramos Gran Hermano, en el fondo, estamos como un marido que, intentando en un bar un flirteo irrelevante, se siente ligeramente culpable, y no sabe que, mientras tanto, su esposa lo está traicionando de manera más contundente. Así, el título Gran Hermano nos ayuda a no saber, o a olvidar, que en ese mismo momento alguien, a nuestras espaldas, está riéndose de nosotros.



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