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12 de mayo del 2002 |
Mater Dolorosa * Rocío Silva Santisteban
En casi todas las cultural la madre, como institución, tiene un status superior: es vista como la quintaesencia de la bondad, del bien, de la protección y la ternura, de los cuidados, de la naturaleza: "Ella es el árbol, la vida, el agua, la tierra, el huevo, el cosmos, el inicio, el fin y el movimiento entre lo uno y lo otro. Pretender fijar nuestra atención en el símbolo madre es algo así como mirar por un caleidoscopio infinito..." como sostiene la filósofa española Magda Catalá.
Pero es en la cultura judeocristiana que el mito de la maternidad cobró una forma definitiva al vincular a la mujer-madre con la doble e imposible condición maternidad-virginidad. Vivimos en una sociedad en la que la representación consagrada de la feminidad es absorbida por la maternidad, una maternidad entendida desde la fecundación sin sexualidad. Por supuesto, el camino de la consolidación de este "imposible" es largo y se puede remitir a los primeros años del cristianismo cuando la Iglesia -según los estudios de la filósofa búlgara Julia Kristeva- organiza todo un concepto a partir del error de traducción del término semítico "joven no casada" por el término griego "párthenos" (virginidad), sobre todo, en su acepción psicológica y social. Este "error" de la Iglesia fue consolidado para reforzar la desintegración del presbiteriado y del diaconado femenino; además, la institución proyectó sobre él las fantasías propias de los griegos, romanos y hebreos que se instauraron como patriarcas de estas primeras comunidades. Esto dio lugar a una de las construcciones imaginarias más poderosas de todos los tiempos: el culto a María o culto mariano. El culto mariano tiene tres fundamentos teológicos: en primer lugar la homologación de la madre con el hijo a través del tema de la inmaculada concepción y de la similitud entre las vida y muerte de uno con la de la otra: María no muere sino que "es elevada a los cielos" en asunción, así como Cristo lo hizo en ascensión; en segundo lugar, la proclamación de María como "reina" de los cielos y la tierra y madre de la iglesia; y, en tercero, la relación con María y de María hacia "nosotros" entendida como emblema de la relación de amor (de esta relación nace el concepto de amor cortés). Son estos tres aspectos los que han estructurado el mito de la Madre-Virgen, sustrato del ideal mariano de la mujer, esto es, una mujer semi-divina, moralmente superior y espiritualmente más fuerte que el hombre, en otras palabras, una santa, modesta, silenciosa, humilde hasta la humillación, que lo entrega todo por amor a los Otros -sean hijos, marido o prójimo- pero sobre todo, una mujer que llega a la maternidad sin el goce. La mujer, para poder trascender su propia condición de mal encarnado (Eva), necesita equipararse al modelo de María a partir de la sumisión, la humildad y sobre todo, el sufrimiento. Es en el sufrimiento de la madre, tanto por sus dolores de parturienta como por sus lágrimas, que el eterno femenino, tal como lo delineó Teilhard de Chardin, se delimita. (*) De próxima publicación en El Comercio, de Perú. |
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