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8 de mayo del 2002 |
Cine La mesa seguirá vacía
Rosalba Oxandabarat
Nanni Moretti, el crítico de la izquierda italiana, este ser insólito que se filma en cada etapa de su vida, se atreve con un tema especialmente duro para quien no hace mucho se inauguró como padre -recordar "Aprile"-, logrando la más sencilla y la más estremecedora de sus películas.
Se le puede buscar ocho vueltas a las películas, y también a sus títulos. Esta última de Nanni Moretti podría haberse llamado de varias maneras, tipo "La gran pérdida", o "La herida que no cierra", o infinitas variaciones, ya que se trata -casi nada- de la pérdida de un hijo. Pero Moretti, como otros artistas -no sólo del cine-, comprende que lo inmaterial se expresa mejor a través de objetos contundentes, de cosas materiales y sus imágenes. Después de asistir a la proyección de la película, el título redondea lo que se acaba de ver, y lo que no se vio pero estaba contenido en aquello que se vio. La habitación del hijo, hágase lo que se haga, es aquello que permanece vacío, poblado de indicios que hablan de una presencia pero sin esa presencia. Ese vacío, por su misma esencia, no sólo es hoy. Está destinado a permanecer. ¿Cómo filmar lo infilmable? El dolor, como el amor o la tortura (recordar Garaje Olimpo), son en sí mismos infilmables. Se puede recurrir a la fórmula más recorrida -y socorrida- de Hollywood, que en sus mejores ejemplos logra una "interioridad" capaz de conmover, y en sus peores, una escenificación estilizada del dolor -también capaz de conmover, pero a la escala del dispararse el clic que amaestra al espectador después de siglos de verlo-. Se puede recurrir también, y en buena ley, al viejo melodrama, género de buena estirpe, dícese, de la tradición latinoamericana o latina en general, y lograr tremenda catarsis mediante la potenciación de todos los sentimientos representados. Moretti no recurre ni a lo uno ni a lo otro. Sin embargo, algo bastante inusual en sus películas, se apoya en una estructura aparentemente convencional. Presentación de ambiente y personajes, suceso central, el "disparador", situación posterior (desarrollo del drama), y culminación. En la primera de estas imaginarias divisiones se conoce al padre psicólogo (Moretti), la madre que trabaja en una editorial (Laura Morante), el hijo Andrea (Giuseppe Santafelice) y la hija (Jasmina Trinca), adolescentes ambos. Una familia "normal" de la burguesía culta en una ciudad marítima, no demasiado pintoresca ni tipificable (Ancona, donde Visconti filmó Obsesión, lo que, mal que le pese a los cinéfilos, según Moretti es una casualidad). La mesa del desayuno los une, y cada uno tiene una taza distinta, lo que probablemente quiere decir que la unión no implica la uniformidad (los padres muestran un cuidado afectuoso y cierta levedad aggiornada frente a los problemas de sus críos). Un viaje en automóvil también los une a todos, en esos instantes suspendidos en que las familias cantan cobijados por la sensación de estar juntos y seguros. También en esa primera parte se asiste a unas cuantas sesiones del psicólogo (llamado Giovanni, igual que Moretti) y se puede conocer a algunos de sus pacientes. Luego viene lo central, y definitorio. El paseo de padre e hijo frustrado por la urgencia de un paciente, la muerte del muchacho en un accidente. Inmediatamente (tercer "capítulo") la película enfrenta a la familia que ya no es de cuatro sino de tres. Una carta que llegó tarde, destinada al adolescente muerto, inicia lo que sería el desenlace. LA ILUSIÓN DEL VIAJE Sobre este esquema simplificado Moretti realiza a su manera su exploración de esta situación, la más dolorosa conocida para seres humanos. Esa manera consiste en la enunciación, revestida de la más prístina sencillez, de ideas, situaciones y datos clave que dan cuenta de eso, lo infilmable. Una: la muerte y el sufrimiento que causa no se merecen ni se buscan, es el azar, el terrible azar, el que los determina. En el comienzo del segundo "capítulo" se asiste a una serie de escenas breves: la madre, en una feria, queda casualmente en medio de un robo; la hija, en moto, es empujada, medio agresión, medio broma, por un joven de otra moto; el padre, en camino al balneario donde vive su paciente, se cruza peligrosamente con un camión. Cualquiera de los tres pudo morir, pero no murió; no mucho después se sabrá que, más o menos a la misma hora en que a sus parientes le suceden estos amagos, Andrea perdió su vida en el mar. Otra: igual, nadie se resigna a ese azar. Giovanni regresa una y otra vez al instante del domingo fatídico en que se tramó la desgracia; sueña con no acudir junto al paciente, en correr efectivamente junto a su muchacho vivo, salvado por una pirueta en el tiempo. La tentación de lo imposible no deja nunca de atormentar a las víctimas. Tres: el consultorio. Son pequeñas escenas donde invariablemente se asiste a lo que dice el paciente de turno, y el psicólogo casi inmutable escuchando, eventualmente divagando escenas paralelas, sin llegar jamás a una elaboración del inconsciente o profundizaciones de problemas. Esas escenas parecen funcionar como mínimos toques que delatan la presencia del mundo exterior, extravagante, o neurótico, u obsesionado, del que, en principio, el protagonista, aunque interesado, parece esencialmente distante: cada vez que termina con su jornada de trabajo y regresa al ambiente privado de la casa, largos planos lo van siguiendo por puertas y corredores que señalan la distancia entre los dos mundos. Más adelante, instalada la tragedia propia, la distancia no existe más, el hombre que escucha no puede escuchar más, no sirve; podría -en otro consultorio- acostarse quizás en un diván. Cuatro: el dolor no une sino que separa, disgrega; no es que no se quiera permanecer unidos -todos hacen gestos de acercamiento- pero lo que muerde desde adentro hace que la gente se diga cosas, se lastime. Uno habla maniáticamente del deterioro de los objetos (Giovanni), otro señala un egoísmo inexistente (la esposa), la niña agrede al juez en un partido de básquetbol, el padre se pone a cocinar una buena cena, rearma cuidadosamente la escenografía familiar del encuentro, pero la mesa puesta permanece vacía. Esta gente culta y bondadosa intenta "seguir con su vida" pero en estos casos nadie puede mucho. Recurso eficaz y sutil para mostrar todo esto: lo material. Lo mirable y palpable es lo que está a cargo de enseñar no cómo es el dolor sino de decir: aquí está. No hay discursos edificantes sobre el dolor (y el único que hay, el que pronuncia el cura, "es un mamarracho", dice el padre, exasperado). Laura Morante es capaz de dar la dimensión carnal de su dolor, sin palabras. Giovanni escucha el ruido de los funcionarios que sellan el féretro de su hijo, y sin cortes en la banda de sonido el mismo ruido lo persigue en el plano siguiente, ya en su estudio. Después del entierro -que no se ve- Giovanni se mezcla en el ruido y el colorinche de un parque de diversiones. Se sube a uno de esos juegos que te levantan y te dejan caer: la cámara sigue la caída, desde su punto de vista, o lo encara de frente en el vértigo, en el autoshock, en el golpe interno que se imagina brutal. Así los objetos cascados, los platos en detalle, la fotografía que la desconocida enamorada de Andrea alcanza póstumamente, y en la que el chico se autorretrató en su cuarto. ¿Cómo se sale de este dolor? No se sale, dice la vida, dice Moretti. La habitación del hijo seguirá vacía, el dolor no termina, pero las películas sí. Por eso ideó ese epílogo, acordándole a la familia un viaje en la noche que es como una ilusión de otros viajes, con otros muchachos ya que no el propio. Pueden tener eso, ilusiones que los hagan sonreír por primera vez desde la muerte del hijo. Puede asimismo el espectador armar su propio rollo a partir de la familia que era de cuatro pero vuelve a ser de tres en la luminosa mañana de una playa. ¿Recomienzo, resignación, "el sol vuelve a brillar" o alguna cosa de esas? La película, estremecedora en su sencillez y rotundidad, demuestra que este italiano que ha sido universalmente catalogado de narcisista sabe, más que muchos de sus colegas, de los límites del cine, de sus límites. No hay discurso con mensaje, ni música, ni plano bonito, capaz de consolar, de enderezar el destino de los sufrientes. Después de este enfrentamiento cauto e intenso al peor de los golpes, Nanni Moretti se retira para que cada quien, de este lado de la pantalla, haga su propio final, o ninguno. |
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