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La insignia
1 de mayo del 2002


La cafetera de Balzac


Higinio Polo
El Viejo Topo. España, mayo del 2002.

Edición en Internet: La Insignia.


Había llegado hasta allí para ver una cafetera. La cafetera de Balzac. Está en la única casa que se conserva de todas las que Balzac habitó en París: en el 47 de la rue Raynouard. Hoy la calle se encuentra en un barrio parisino, pero en la época en que la cafetera cumplía su función la misma calle estaba en la villa de Passy, en los alrededores de la capital francesa. Aunque no está lejos del Palais de Chaillot, es un refugio recoleto, al que acuden personas interesadas en Balzac y conspiradores bolcheviques. Es lógico, puesto que visitar casas así da siempre la impresión infantil de acceder el camerino de la mujer barbuda, de espiar el lugar donde se descubren los trucos, donde se ven los contorsionistas encerrados en los baúles, los traga sables descansando el intestino portentoso, los faquires con la piel de paquidermo que reposan como ángeles sobre el lecho de clavos: es como si se estuviese a punto de descubrir el juego secreto de la literatura y hasta otras obsesiones de la vida. Pero Balzac apenas tenía juegos secretos: el suyo fue trabajar como un forzado con la ayuda de aquella cafetera, maniatado por las deudas, aplastado por sus manías, sus trajes de encargo o sus antigüedades. Balzac, que tanto escribió, ignoraba cuando vivía allí que dejaría demasiado pronto de hacerlo. Por eso, al acercarme a la casa de Raynouard pensaba en la cafetera y en las últimas y dramáticas palabras que escribió el novelista, poco antes de morir: "Ya no puedo leer ni escribir". Tenía apenas cincuenta años. Desde aquí Balzac escribió novelas y misivas a sus acreedores, y cartas a su amada condesa Hanska, con la que tuvo relaciones durante casi veinte años, hasta que se casó con ella, unos meses antes de morir en otra casa, en la de la calle Fortunée, que después sería derribada, y a cuya vía le darían su nombre.

Balzac es uno de los inventores de París, y, como él, sus personajes han recorrido sus calles, han conquistado en ellas la gloria o la miseria, y han alimentado el mito literario de la capital francesa: él mismo quiso escribir una parte de la Comedia Humana mostrando las escenas de la vida parisiense, cuadros en los que se cruzan los pequeños burgueses y los grandes financieros, la vieja nobleza y los nuevos industriales, los jóvenes ambiciosos y las cortesanas, los sujetos extravagantes y los amores peligrosos de la primera mitad del siglo XIX. No en vano, el escritor, consciente de la importancia de la capital de Francia, afirmaba que si había algo que no se hubiera visto en París es que no existía. Por eso, la ciudad sigue reconociendo el tributo que le debe y, además de la casa de Raynouard convertida en museo para honrar su memoria, dispuso la estatua que le hizo Rodin a Balzac en el boulevard Raspail cuando se encuentra con el de Montparnasse, al lado de la Rotonde. París no era para él solamente un escenario sino el centro del poder y de la vida: el mundo.

Balzac vivió en muchos otros lugares, en el propio París: en la vivienda de la rue del Temple, 40, en el Marais; en la buhardilla del número 4 de la rue Lesdiguière; en la imprenta de la calle Visconti; incluso en la casa de la calle Fortunée, donde moriría: hoy se llama calle Balzac y el edificio ha desaparecido. Pero las casas en las que vivió más años fueron en la del número 1 de la rue Cassini, donde permaneció siete años, y en la de la rue Raynouard, 47, que alquiló en 1840 con el nombre falso de monsieur de Breugnol, después de sufrir un embargo. Los acreedores eran ya una obsesión para Balzac. Aunque, propiamente, deberíamos decir que Balzac vivió siete años en Passy, donde estaba la casa de la rue Raynouard, que entonces todavía no era París. De hecho, Passy no sería incorporado a París hasta 1860, aunque seguiría siendo rural hasta los inicios del siglo XX. Nadie lo sospecharía hoy, viendo los edificios de lujo que miran al Sena, los jardines con flores desmayadas de nuño, las calles, las señoras que pasean con paraguas, los hombres que miran con decoro de mayordomo. Sigue siendo un lugar tranquilo, colgado sobre el Sena, y la casa del escritor está agazapada bajo la calle Raynouard, tras un jardincillo. Allí dentro estaba, en una vitrina, la cafetera de Balzac.

La cafetera es de porcelana de Limoges, y tiene las iniciales del escritor, HB; es blanca, con una decoración de color magenta. No es grande: Balzac debía hacer muchas infusiones para mantener la tensión y el esfuerzo creador. Está en la misma sala en la que hay facsímiles de muchas de sus novelas: casi podríamos decir que salían directamente de la cafetera, aunque siempre había tenido una facilidad extrema para escribir: sus biógrafos cuentan que alguna obra la escribió en un solo día, o en una noche según relata el propio Balzac hablando de El ilustre Gaudissart; o en una mañana, como hizo con Un hombre de negocios. De ella, de la cafetera, salieron muchos de esos personajes que aparecen constantemente en diversas novelas, que se cruzan, se relacionan, se odian y se traicionan, se aman; a veces en novelas magistrales como Esplendores y miserias de las cortesanas o Ilusiones perdidas y, otras, en obras que escribió apresuradamente, con una prosa despreocupada, como en El neófito o en El médico rural. Son malas novelas, al decir de la crítica, aunque a Balzac le pareciesen buenas y aunque a nosotros nos siga pareciendo que tienen su indiscutible sello. Porque el conjunto de su obra sigue siendo, después de siglo y medio, asombroso y desbordante.

Cuando llega a esa calle tranquila de Raynouard el escritor es ya un hombre maduro, cuarentón, que había publicado en sus inicios novelas firmadas como lord R'hoone, y que había tenido amores con madame Berny, una mujer mucho mayor que él, y cuya figura será recordada por distintos personajes de la Comedia Humana: se escribió mucho con ella pero la señora hizo quemar las cartas. De hecho siempre le atrajeron las mujeres maduras: en 1825, siendo un joven meritorio, Balzac se lía con la duquesa de Abrantes, una experimentada mujer -para la época despiadada en que vive- que ya tenía 41 años. Siempre tuvo debilidad por las mujeres mayores que él, desde su primera juventud. Antes de que firmase definitivamente con su nombre Balzac publica obras con seudónimos como lord R'hoone, Horace de Saint-Aubin, Viellerglé, a veces escritas en colaboración. Tendrá ya treinta años cuando firme un libro con su nombre real: El último chuan.

Antes de llegar a la calle Raynouard había hecho muchas cosas. Había comprado una imprenta, que quebró, y fantaseaba por encontrar una mujer rica que le dispensase de los agobios económicos: en 1830 publica una obrita, el Tratado de la vida elegante, que ya indica sus inclinaciones: le gusta el lujo y la vida del gran mundo. Quiere vivir con holgura gracias a su pluma, pero esa ambición ha sido siempre difícil y esquiva. Poco después obtiene un éxito considerable con La piel de zapa, y se convierte en un monárquico legitimista, aunque también tiene otras inquietudes. En esa época, todavía con la fuerza de la primera madurez, ya trabaja como un forzado, en horarios nocturnos, como después le escribirá a su estimada condesa polaca, y frecuenta salones elegantes, como el del banquero Rothschild, y se relaciona con personajes principales, al tiempo que procura satisfacer su naturaleza con líos amorosos que le ayudan a conocer la vida y le tranquilizan el ánimo. Ya se había escrito con la condesa polaca Hanska, tras unos enigmáticos inicios, y se cita con ella. La dama se llamaba Éveline Rzewuska y había nacido en un castillo ucraniano de nombre imposible: Pohrebyszcze. Madame Hanska acudió a la cita concertada con Balzac acompañada por su marido, pero eso no será impedimento para que la relación empiece a crecer. La vida es compleja: por esa época ha tenido amores con otra mujer casada y Balzac cree que la hija que ha concebido la dama es también suya. No importa demasiado.

Hacia 1835 consigue un notable éxito con la espléndida novela Papá Goriot, y va a Viena para ver a la condesa Hanska. Allí conoce a Metternich, y cuando vuelve a París continúa con su vida habitual: mientras se escribe con la condesa Hanska -un amor lejano- se lía con la condesa Guidoboni-Visconti y parece ser que tiene un hijo con ella, y sabemos que pocos años antes aún estaba pensando en casarse con una tercera, una rica heredera que tal vez le resolviese el futuro. Era razonable. No lo conseguirá: son pequeños tropiezos de una vida destinada a depender de una cafetera para buscar el éxito y la fortuna, tal vez la felicidad y la gloria, como sospecha. No por eso se amilana: en esos años hace un par de viajes a Italia, y concibe locos proyectos para enriquecerse, a la manera de Bouvard y Pécuchet. Al mismo tiempo, la vida literaria francesa está cambiando. En esos años se inicia la moda de la novela de folletín que revoluciona la literatura francesa, y casi podríamos decir que Balzac es el pionero, aunque los mayores éxitos se los llevarán sus rivales. Hoy nadie recuerda a Soulié, y apenas alguno a Süe, y algo más a Dumas, pero entonces eran los escritores favoritos de Francia, o al menos los favoritos del público que leía las publicaciones en las que aparecían aquellas historias truculentas que encogían el ánimo de los lectores. Curiosamente será el propio Balzac el que inicie en 1836 esa literatura de folletín con la publicación de La solterona.

Balzac, que simulaba un origen noble poniéndose la partícula de ante el apellido, había sido liberal en su juventud aunque evolucionó después hacia la defensa del trono y del altar: cuando en 1830 Luis Felipe de Orleáns llega al trono de Francia Balzac ya no es liberal, y se muestra partidario de un régimen burgués que utilice una mano de hierro con el populacho, al tiempo que reprocha a la Iglesia católica sus intereses mundanos. La Francia que le tocó vivir, la de la consolidación de un régimen burgués que avanza entre la corrupción y el sufrimiento de sus víctimas, que roba y comercia con la dignidad humana, es un país en el que la ruindad y la falsedad se han apoderado de todo: si el antiguo régimen del predominio de la nobleza obligaba a sus súbditos a una vida degradante en un estercolero, el régimen burgués que se consolida con Luis Felipe de Orleáns y que Balzac vive hasta la conmoción de 1848 no tiene mucho de qué enorgullecerse: la avidez burguesa impregna la vida y las obras de Balzac reflejan con lucidez esa sociedad hipócrita y codiciosa.

Hacia 1843, ya instalado en la calle Raynouard, tiene problemas para publicar en los periódicos y casi tiene que suplicar espacio en ellos: todo París lo conoce por sus deudas y Balzac anda obsesionado por el éxito de Eugene Süe. Pero la vida seguía, aunque las deudas le impidiesen codearse con la nobleza más destacada de la manera que pretendía. Aquél verano viajó hasta San Petersburgo, para ver a su amada condesa polaca y consolarse en el amor, y dos años después se pasea con ella por Alemania, Bélgica, Holanda, por los castillos del Loira, y hasta por Italia. Estaban a punto de llegar los grandes éxitos de El judío errante, de Süe; y Los tres mosqueteros, y después El conde de Montecristo, de Dumas, mientras Balzac padece por los acreedores, y muerde el polvo del desamor de los lectores. Está pasando por una época difícil, aunque en 1846 parece recuperar el favor del público y de los lectores y consigue de nuevo el éxito con La prima Bette, y hasta se va a Roma a ver al papa Gregorio XVI. Pero está ya viejo, sin fuerzas; compra objetos inútiles y acumula nuevas deudas, a veces con la adquisición de antigüedades, asunto que conoce bien, como nos muestra en El primo Pons, y hasta la condesa Hanska pone dificultades para celebrar la boda entre ambos. La cafetera se convierte en su compañera inseparable: bebe café como un loco, pero apenas puede escribir. Es un hombre agotado, que está casi al final de su vida, aunque esté lejos de sospecharlo.

Cuando termina el verano de 1847 viaja hasta el castillo Wierzchownia, y no volverá a París hasta febrero de 1848. Su retorno coincide con la revolución de febrero, aunque las terribles escenas de junio, que costarán la vida a miles de parisinos, se las ahorrará por hallarse fuera de la capital francesa. Al final del verano se dirige de nuevo a Rusia, sintiéndose cada vez más viejo, y allí permanecerá durante año y medio. En 1850 Balzac y la condesa Hanska fijan la fecha para la boda, y en abril vuelven a Francia, convertidos en matrimonio: apenas le quedan ya unos meses de vida. Por esos años Balzac comía demasiado, y bebía café hasta el punto de que algunos de sus biógrafos han especulado con que su abuso aceleró la muerte del escritor. Cuando muere, el 18 de agosto de 1850, ha realizado una obra literaria de dimensiones excepcionales, y hacía años que era un hombre que conocía perfectamente la depravación de la burguesía francesa, la mezquindad de la vieja nobleza que se funde con los nuevos ricos, los manejos y los negocios sucios de los que gobiernan Francia, como había descrito minuciosamente en César Birotteau, en La casa Nucingen, y en otras novelas; es un hombre que ha visto de cerca la miseria moral de la época y la prostitución ética de los que mandan: poco podía hacer aunque lo hubiese deseado: no le quedaba tiempo, y sólo aspiraba ya a conquistar un rincón feliz.

Ahora, cuando miramos las paredes umbrías de la casa de la calle Raynouard, no podemos evitar una cierta melancolía de lectores, un sentimiento de gratitud y de pérdida, aunque podamos volver a sus páginas para conocer de dónde venimos. Recorrer las estancias es encontrarse con el mundo del escritor a cada paso, con sus obsesiones, y a veces con las nuestras. Aquí, en esta casa silenciosa, escribió y corrigió La mujer de treinta años, que siempre me ha parecido uno de los títulos más evocadores de Balzac, aunque la obra -al decir de sus críticos y estudiosos- sea fallida y menor. Es por otras razones que me parece una de las más significativas y relevantes de Balzac: porque -caprichos del destino- fue utilizada por las redes soviéticas de espionaje -los militantes comunistas de la famosa orquesta roja- para enviar mensajes cifrados a Moscú durante la segunda guerra mundial. Pero, preferencias arbitrarias al margen, Balzac también escribió aquí, en Raynouard, obras notables como Esplendores y miserias de las cortesanas, El primo Pons, Modesta Mignon, o La prima Bette. Curiosamente, si a los lectores del siglo XXI nos atraen novelas como Ilusiones perdidas o como Esplendores y miserias de las cortesanas Balzac tenía especial inclinación por Louis Lambert o por la menos conocida aún Serafita, que si a nosotros nos parece un texto sin interés a Balzac le parecía una de sus mejores obras.

En la casa de Raynouard, evocadora, se encuentran retratos de personas que se relacionaron con el escritor: hay un grabado de la condesa Merlín, una cantatriz de origen cubano: Balzac iba a sus veladas en los años treinta y cuarenta del siglo XIX. El grabado tiene una plaquita con la leyenda en castellano, indicando la persona retratada. La condesa de Merlín era una española que había vivido en La Habana y que después vivió en París, y cuya vida y memorias había utilizado Balzac para escribir su novela La muchacha de los ojos de oro, una obra de amores femeninos, asunto que había puesto a la luz del día, y de manera escandalosa para la época, George Sand. Hay también un retrato de Louise Béchet, hecho por Eugène Goyet. Béchet fue la editora de Balzac, desde 1833: es una matrona robusta, aunque joven, ataviada con un vestido rojo, y aparece con un libro en la mano, que nos mira en escorzo, fijándose en los que entran en la casa de Balzac, con un gesto de curiosidad, algo interrogante, altiva a veces sin que los huéspedes que llegan lo intuyan. Casi podríamos sospechar que siempre hace lo mismo, y que lleva una secreta contabilidad de los visitantes, de los extraños sujetos que llegan hasta allí buscando el aroma fugitivo de hace casi dos siglos.

Hay otro retrato del Maître Guillonnet-Merville, un tipo con camisa blanca de cuello alzado, lazo blanco en corbatín, y gafitas ovaladas, pequeñas, que mira al visitante con cierta sorna: es el modelo en el que se inspiró Balzac para el personaje de Derville, de El coronel Chabert. Otro retrato más allá: es la Comtesse Georges Mniszech, hija de madame Hanska. Se llamaba Anna Hanska, pero la citaban por el nombre del marido, y el propio Balzac había asistido a su boda, en Wiesbaden, en octubre de 1846, en un momento dulce para él porque la condesa Hanska le había dicho que estaba embarazada. Aunque su felicidad quedaría truncada: no llegaría a nacer el hijo de ambos. La condesa Mniszech que vemos es una mujer poco agraciada, y está en el lienzo con un plumero en la mano y una sombra de barba que nos desconcierta. Es un enorme retrato de cuerpo entero, que está situado al lado del de su marido, ambos guardando las jambas de la puerta de una de las habitaciones de la casa. Al lado, en una vitrina, el bastón de Balzac, de oro y turquesas en el puño.

En esa casa, por la que vagan husmeando los visitantes, Balzac trabajaba a veces dieciocho o veinte horas seguidas, describiendo el mundo, inventándolo, según le contaba a madame Hanska o a alguna amistad comprensiva, haciendo la competencia al registro civil, como cuentan sus biógrafos, creando personajes como Vautrin, Rastignac, o Nucingen. Sin duda, el lugar más relevante de la casa es el gabinete en el que trabajaba. En una pequeña salita, con suelo de madera, encontramos una pequeña mesa: aquí escribió una parte significativa de la Comedia Humana. Hay ahora en el escritorio dos folios de galeradas cubiertos por un cristal. En ellos, las innumerables tachaduras y cambios hechos por Balzac, que llenan las dos páginas, nos muestran a un autor meticuloso, casi flaubertiano, distinto a la imagen de escritor descuidado, apresurado, que algunos han dado. De hecho, corregía constantemente, añadía párrafos, cambiaba frases, enloquecía a los tipógrafos, aunque también es cierto que improvisaba con frecuencia y que zurcía textos apresurados cuando necesitaba dinero. En otra sala encontramos la nota de una carta a madame Hanska, en la que el escritor de Tours se queja de falta de tiempo, y donde confiesa que escribe quince o dieciséis veces la misma página. Se desnudaba en ella, en su condesa: Balzac la quiso siempre, aunque mientras la esperaba no tuvo inconveniente en tener otras amantes, como es razonable. Es una de sus contradicciones personales, como la que le llevó a ser incluido en el Index -el Índice de libros prohibidos- precisamente él, un hombre defensor de la monarquía y de la religión.

En esta salita en la que escribía apenas hay nada: un crucifijo, un armario pequeño con libros, un busto que le hizo su amigo David d'Angers. En el armario, libros encuadernados de algunas de sus novelas y volúmenes de Rousseau. Si observamos las galeradas que se muestran bajo el cristal vemos que son pruebas corregidas de Modeste Mignon, de 1844, en edición facsímil. Balzac debía pensar en la heredera de la novela, en su amor y su fortuna, y, mientras escribía su destino, urdía páginas para vengarse de románticos como Chateaubriand. Parece increíble que en esta salita de apenas diez metros cuadrados, sin nada más que su sillón y el escritorio, con pluma y papel, con velones en las noches de frenesí, Balzac pudiese imaginar un mundo, aislado en la periferia de París, en el Passy campesino del siglo XIX. No sólo imaginó un mundo: también a los que debían describirlo, transformarlo, justificarlo como personajes y como escritores. Como si se observase a sí mismo en un espejo Balzac creó a otros escritores, algunos con rasgos semejantes a él, aunque fuera por la obsesión del triunfo mundano o por su encuentro en salones similares a los suyos, y a otros muy distintos: ahí tenemos a Rubempré, claro, y a Lambert, y Lousteau, y el insoportable Canalis, y Nathan, D'Arthez, Blondet.

En esa austeridad escribía. Cuando imaginamos los gabinetes de trabajo de otros escritores, de los de hoy mismo, siempre tendemos a pensar en los miles de libros apilados en larguísimas estanterías, en las carpetas organizadas con materiales diversos, en los ordenadores, en los discos tornasolados de la moderna sabiduría, en las enciclopedias que abarcan el saber del mundo, para que el novelista documente un día de la segunda guerra mundial o nos describa el vestido de enamorada de una muchacha que miraba a su amante el mismo día preciso en que asesinaban a Patricio Lumumba, o que llegaban las primeras flores de la primavera al París que presentía la liberación del nazismo. Y sin embargo Balzac creó uno de los mundos más complejos, más inabarcables, más poderosos, con centenares y centenares de personajes, con sus relaciones familiares, su origen, el campo y la ciudad, las intrigas y amoríos, la pasión y el deshonor, el crimen y la penitencia, sin ninguna de todas esas cosas que hoy creemos imprescindibles para un escritor. Escribía en aquella desnudez, y casi podríamos creer que -puesto que cada uno tiene sus propias obsesiones- Balzac tenía la de hacer inventarios de objetos, que podemos rastrear en sus obras, forzado por aquella austeridad que nos aterra, encadenado a aquel incómodo sillón con su saya de monje de la literatura.

En otra sala, encontramos más facsímiles con correcciones de Balzac, y ediciones de obras suyas, entre ellas La mujer de sesenta años, Las ilusiones perdidas, Albert Savarus. Al lado, una sala con grabados de sus personajes: creó alrededor de dos mil quinientos en la Comedia Humana. Están, claro, Vautrin, Rastignac, Lucien de Rubempré, Eugénie Grandet, Nucingen, Albert Savarus, Raoul Nathan, Canalis, madame de Mortsauf, el padre Goriot, el abate Birotteau, Ursule Miroüet, Gaudissart, la Emilie de Fontaine de Le Bal de Sceaux, y tantos otros personajes inolvidables. El curioso puede entretenerse en la búsqueda de personajes menores, como Augustine, de La casa del gato que juega a la pelota, o como el alquimista de La búsqueda de lo absoluto, o el pintor loco por la perfección de La obra maestra desconocida. O en mirar los personajes decisivos, como Rastignac, pensando en su destino en la Comedia Humana, triunfante, ministro; y reparando en uno de sus modelos, el Thiers que Balzac conoció como personaje político y ministro de la monarquía, y que andando el tiempo se convertiría en el siniestro represor de la Comuna de París, asesino de proletarios y patrón de burgueses. O en observar a Vautrin, para el que Balzac se inspiró en el célebre François Vidocq, un sujeto que pasó de ser preso y prófugo de la justicia real hasta ser el jefe de la policía. Muchas de sus criaturas estaban allí, aunque yo miraba sobre todo a Albert Savarus, el personaje que Balzac creó para enamorar a la condesa Hanska, y en el que trazó un retrato de lo que hubiese querido ser.

Hay también una gigantesca genealogía de los personajes de la Comedia Humana, agrupados por familias, con sus relaciones, parentescos, matrimonios. Parece increíble, pero el censo realizado por Fernand Lotte indica que Balzac creó alrededor de dos mil quinientos personajes perfectamente definidos, además de varios centenares más de figuras secundarias. De manera tal que en la Comedia Humana podemos rastrear sus características, su vida, sus relaciones familiares, su historia personal, sus deseos. Pensé, mirando aquellos nombres que son para nosotros más reales que los de muchos de nuestros contemporáneos, que podría estar allí su sastre, Jean Buisson, a quien Balzac empezó a frecuentar cuando tenía poco más de veinticinco años y al que dos décadas después debía miles de francos; o el médico que le trató en sus días finales, y que ambos podrían estar dentro de la Comedia Humana, como lo está el doctor Horace Bianchon, el médico de sus novelas, al que la leyenda presenta siendo requerido por Balzac en su lecho de muerte.

Abajo, en la planta inferior de la casa, guardan fotografías de época de los alrededores de Passy, mujeres ancianas con delantales que les llegan a los pies, imágenes que muestran los adoquines y la tierra del suelo en épocas más duras. Allí, a un lado, vemos una fotografía de madame Barbier Grandemain, hecha en 1908: la mujer era hija de monsieur Grandemain, propietario de la casa en tiempos de Balzac, y hombre que conoció al escritor. Y, más allá, un sorprendente grabado de George Sand, con flores en el pelo, entre la melena suelta, al lado de otro grabado que nos muestra a Alejandro Dumas, padre, con cara de emigrante magrebí y elegancia de petimetre. Y una pequeña escultura de Delphine de Girardin, una de las amigas del novelista, hecha por Pierre Robinet en 1856. Delphine, lánguida, con una vida paralela al escritor puesto que nació cinco años más tarde que él y murió cinco años después de la muerte de Balzac, se toca el pelo y mira al infinito, sentada allí desde hace un siglo y medio.

En otra sala, bustos de Balzac, casi apilados, sin mayor interés, como si fuera el almacén de signos tardíos en el que pudiésemos esconder nuestra perplejidad y nuestra sorpresa por la gloria del mundo, nuestra incertidumbre por la memoria del hombre y por la rutina de los siglos. Hay un busto realizado por Rodin, otro por P. E. Emile Hébert; un tercero de Falguière. Desde las ventanas se ve, aún más abajo, el patio húmedo de la casa, con la hierba que crece entre los adoquines: es el patio de un abril lluvioso de París, y los brotes de los árboles conjuran la ansiedad de las largas noches de invierno; se ve también un farol, y el gran portón de madera que era la salida por la que Balzac se fugaba de sus acreedores para ocultarse, para huir, por la soledad de la calle inferior, la rue Berton, que hoy -caprichos de ciudades literarias como París- va a desembocar en la pequeña avenida Marcel Proust.

La gloria de Balzac no necesitaba una casa así, pero París prefiere guardar de esta forma sus recuerdos, las ediciones originales, los libros impresos por Balzac, la mesa y el sillón de condenado. Además de su obra, a su memoria han contribuido también otros autores, a veces próximos a las ideas que Balzac consideraba peligrosas tantos años antes: como Lukács. Otros mostraron su admiración, como Marx, y Engels, sin duda por la reveladora descripción de la burguesía del ochocientos y de sus manejos, su corrupción, su podredumbre. Como también la mostró hasta el mismísimo Lenin, aunque otro relevante bolchevique, Trotski, -que admiraba el estilo de Flaubert-, ni tan siquiera cite a Balzac en sus escritos literarios, y en cambio recuerde el chaleco rojo de Gautier. Valoraban, con justicia, la relevancia de un autor como Balzac, aunque estuviese lejos de sus ideas; la obra de un escritor que ya en 1830 consideraba que una revolución popular era imposible, aunque no dejaba de mostrar a veces la suerte de los proletarios parisinos, de ese obrero francés "pálido, macilento, cetrino", "que muere viejo a los treinta años", como nos dice en el inicio de La muchacha de los ojos de oro. Admiraban a ese Balzac que muestra la codicia de la burguesía, y de la nobleza que se mezcla con los nuevos vencedores, al escritor que sabe y escribe que en París todo se compra y se vende: la dignidad, el talento, el amor, la familia. Toda la corrupción del París que vivió está en sus obras, aunque nosotros lo veamos con el halo pintoresco del pasado: en ese mundo en el que prosperaban los más miserables, los más desalmados, los más cínicos, la pluma de Balzac era tan poderosa como ellos y, sin duda, mucho más perdurable.

No fueron esos marxistas los únicos que hablaron de Balzac, desde luego, ni los más importantes. Porque además de sus propias obras, que nos hablan de su vida a través de sus personajes, otros muchos autores escribieron sobre él: Gautier, por ejemplo, que publicaría un librito de recuerdos de Balzac, o hablaron como Dostoievski, que apreciaba en extremo su obra; o dejaron páginas como Stefan Zweig. O como André Maurois, que escribió una biografía. Sin olvidar a autores como Lamartine, o Victor Hugo, o Zola, los Goncourt, y Proust, Henry James, Oscar Wilde. Y hasta un vizconde belga, Charles de Spoelbech de Lovenjoul, que fue recogiendo documentos relacionados con el escritor, depositados después en el castillo de Chantilly. Y hasta un argentino, Ezequiel Martínez Estrada, que además de escribir sobre Balzac, urdió un cuento cuyo título -Por favor, doctor, sálveme usted- parece pensado para el escritor de Tours mientras llamaba en su delirio a su personaje el médico Bianchon. Y los eruditos y estudiosos, claro, que no han dejado de escribir sobre Balzac.

Allí, en la calle de Raynouard, estaba lo que había sido. Antes de marchar, viendo la cafetera de Balzac, me gustaba imaginarlo joven, con menos de treinta años, que parece una edad y una frontera puesta por él para las mujeres en un siglo más difícil que los nuestros; o imaginarlo cuando firmaba como Viellerglé y paseaba solo por París, cuando aún no era Balzac, aunque lo fuera, cuando sospechaba la gloria.

También, me gustaba imaginarlo cuando viajaba al encuentro de su condesa polaca, atravesando Europa, o cuando huía como un proscrito por la rue Berton, dejando atrás los gritos de los acreedores; y hasta pensarlo observado por el cínico Vautrin, conocedor de las miserias del mundo. Pero por alguna causa, lo imaginaba sobre todo en su lecho de muerte, llamando a Horace Bianchon, como quiere la leyenda sobre sus últimas horas: Balzac llamando a uno de sus personajes. O mirando la cafetera de porcelana de Limoges con la que desafiaba al destino.



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