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La insignia
26 de marzo del 2002


Tras el 11 de septiembre


Amartya Sen (*)
El Nuevo Diario. Nicaragua, marzo del 2002.


Cuando la gente habla de conflicto de civilizaciones, como tantos políticos y universitarios lo están haciendo, quizá pasan de largo sobre la cuestión más importante. Establecer categorías en función de «civilizaciones» es tosco e inconsecuente y no permite que se manifiesten otras formas de identificación ligadas a la política, a la lengua, a la literatura, a la clase social, a la profesión o a otras afinidades.

Hablar del «mundo islámico» o del «mundo occidental» significa tener una visión empobrecida e irremediablemente fragmentada de la humanidad.

De hecho, las civilizaciones son difíciles de categorizar, habida cuenta de las diversidades dentro de cada una de las sociedades, así como de los vínculos entre los distintos países y culturas. Por ejemplo, la descripción de la India como una «civilización hindú» deja de lado el hecho de que en la India viven más musulmanes que en cualquier otro país del mundo con la excepción de Indonesia. Tratar de entender a la India, su arte, su literatura, su música, su comida o sus políticas sin tener en cuenta las amplias interacciones entre los distintos colectivos religiosos es un empeño fútil. Entre esos colectivos se encuentran hindúes y musulmanes, budistas, jains, sikhs, parsis, cristianos (que han estado en la India desde por lo menos el siglo cuarto, mucho antes de la conversión de Inglaterra al cristianismo), judíos (presentes desde la caída de Jerusalén), y también ateos y agnósticos.

Hablar de la India en tanto que civilización hindú puede ser un aliciente para el fundamentalismo hindú, pero es una forma errónea de interpretar a la India. Una torpeza similar puede apreciarse en las otras categorías culturales mencionadas, tales como el «mundo islámico». Akbar y Aurangzeb fueros dos emperadores islámicos de la dinastía Mogul en la India. Aurangzeb hizo lo posible para convertir a los hindúes a la religión musulmana y decretó una serie de medidas en esa dirección, entre las cuales los impuestos a los no musulmanes no fueron más que un ejemplo.

Al contrario, a Akbar le deleitó su corte multiétnica y la proclamación de leyes pluralistas en las que insistió en que nadie «debería discriminarse en función de su religión» y en la libertad de que «cada uno adopte la religión que más le convenga». Una visión homogénea del Islam debería considerar que uno u otro de esos dos emperadores no fue un verdadero musulmán. Un fundamentalista islámico no dudaría en excluir a Akbar. Tony Blair, el primer ministro británico, convencido de que la tolerancia es una característica definitoria del Islam, excomunicaría a Aurangzeb. Puede suponerse que tanto un emperador como el otro no estarían de acuerdo con el veredicto. Y tampoco lo estoy yo.

Una forma igualmente torpe es la caracterización de la «civilización occidental». La tolerancia y la libertad individual han estado ciertamente presentes en la historia europea. Pero a esas características no les ha faltado diversidad también. En la época en que Akbar se pronunciaba sobre la tolerancia religiosa en Agra (decenio de 1590) la Inquisición estaba todavía manos a la obra; Giordano Bruno, en 1600, era condenado a la hoguera por herejía en el Campo dei Fiori de Roma.

Todos somos diversamente distintos

Dividir el mundo en civilizaciones separadas no es solamente torpe, sino que nos empuja a creer absurdamente en que esa división es cosa natural y necesaria y que debe sobreponerse a toda otra forma de identificación de la Humanidad.

Ese arrogante punto de vista no va solamente en contra de la impresión de que «todo el mundo está prácticamente hecho de lo mismo», sino, también, del concepto más plausible de que todos somos diversamente distintos. Por ejemplo, la separación de Bangladesh del Pakistán no tuvo nada que ver con la religión, sino con una cuestión de lengua y de política.

Cada uno de nosotros puede apreciar muchas facetas en la personalidad individual. La religión, por importante que sea, no puede constituir un concepto identitario por encima de cualquier otro. La pobreza compartida puede llegar a ser una fuente de solidaridad que no tiene en cuenta las fronteras políticas.

Una esperada armonía no se basa en una uniformidad imaginaria, sino en la pluralidad de identidades solidarias esforzadas en eliminar fragmentaciones tajantes en campos de civilizaciones impenetrables.

Los dirigentes políticos que dividen a la Humanidad en distintos «mundos» se exponen a hacer el mundo más inflamable, incluso si ésta no es su intención.

Cuando una civilización se define por la religión se termina por atribuir autoridad a líderes religiosos que pueden erigirse, a partir de ese momento, en «portavoces» de sus respectivos «mundos». Ese proceso condena al silencio otras voces y otras preocupaciones.

Cuando se nos despoja de nuestras identidades plurales no sólo quedamos empequeñecidos, sino que el mundo entero se empobrece.


(*) Premio Nobel de economía en 1998.



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