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15 de marzo del 2002 |
La novela ha muerto, viva la novela
La proclamación de la muerte de la novela ha llegado a volverse un lugar común de tanto desprestigio como aquel otro de la muerte de la historia. Los enterradores de la novela ven en ella un género caduco que tuvo oficio social mientras fue capaz de contar por sí sola la Historia pública; pero una vez establecidos a partir del siglo XIX los recursos narrativos de la modernidad -fotografía, cine, televisión- ese oficio termina, tomando en cuenta, además, que si antes sustituía a la sociología, la antropología, la demografía, y toda la parafernalia de las ciencias sociales que llegaron a ganar sus propios espacios después, sus funerales no podían sino consumarse.
La novela empezó a contar en América Latina la Historia pública después de las guerras de independencia, inventando una tradición de modernidad de manera bastante tardía. Es un género literario entre nosotros ecuménico, que nació con la epopeya y se crió en los paisajes sin fin de la geografía, y en los grandes escenarios de los cataclismos políticos. Desde entonces, Historia pública y novela pasaron a correr una suerte común que, entrado el siglo XXI, está lejos de resolverse en muerte para cualquiera de las dos. Ni muere la historia, ni muere la novela, en la medida en que ambas se alimentan de una condición cambiante en la que predomina el asombro. No cesa de ocurrir lo extraordinario ni en nuestra Historia pública, ni en la novela. Y es más. No hay manera de contar historias privadas sin tener en cuenta a la Historia pública, no simplemente como un telón de fondo, sino como una hebra maestra de la trama, de tal suerte que a la penumbra de una alcoba donde discurre una historia de amor secreto, llegarán siempre los ruidos de la calle. El rumor de pasos de una protesta ciudadana, en el más inocente de los casos; el olor de podredumbre de la corrupción, o el fragor de la batalla cuando el pueblo insurreccionado levanta barricadas para derrocar a un tirano, igual que en La educación sentimental de Flaubert, una trama de amores y ambiciones que se da de bruces con la Historia pública, nada menos que los alzamientos de París de 1848, escrita en tiempos en que nadie osaba amenazar de muerte a la novela. Adelanto estas reflexiones para saludar con alegría la concesión del Premio Alfaguara de este año al escritor argentino Tomás Eloy Martínez, por su novela El vuelo de la reina, porque entre los novelistas latinoamericanos hay muy pocos como él que hayan podido tejer esa urdimbre entre Historia pública e historia privada, hasta el punto de borrar las fronteras entre una y otra, en un juego mutuo de espejos. No creo que haya mejor ejemplo a citar en este sentido, que dos de sus novelas, que de alguna manera se complementan para contarnos la historia contemporánea de Argentina, La novela de Perón, y Santa Evita. Dice el propio Tomás Eloy que Argentina quiso siempre ser un país europeo, y es algo que está a la vista, sobre todo en estos tiempos de catástrofe. «Un país europeo, racional, civilizado», agrega Carlos Fuentes. Semejante visión, que nace de ese manual de filosofía de nuestras ambiciones de identidad cultural que es Facundo, de Domingo Faustino Sarmiento, se extendió por todo el continente, y los latinoamericanos empezamos a soñar, a la vez, que muchas de nuestras llamadas repúblicas bananeras debían ser como Argentina: fragua de razas, granero del mundo, cuna de la nueva civilización, según Rubén Darío en su sonoro Canto a la Argentina, y tal como aprendí más tarde yo en Nicaragua, porque los libros de lectura de la escuela primaria, bajo el sello de la editorial Kapelusz, venían de la Argentina. Pero luego aprendimos también, y Tomás Eloy ha sabido mostrarlo muy bien en sus novelas, que gracias a nuestro juego letal de correspondencias Argentina era también una república bananera. Sino, nunca se pudo haber dado allá una historia como la de Isabel Martínez, una bailarina de bataclán recogida por el General Perón en un sórdido cabaret de Panamá durante las vueltas de su exilio, para encumbrarla más tarde como su sucesora en la Casa Rosada, donde contó, para mejor gobernar, con el auxilio de López Rega, un oscuro burócrata que se convirtió en el poder detrás del trono gracias a su prestigio en las artes de la brujería, a la compra de políticos, y a que jefeaba una banda de asesinos para eliminar a sus enemigos. En estos términos, Buenos Aires venía a ser desde entonces como Managua. La metáfora más espléndida, sin embargo, que Tomás Eloy ha escrito, es Santa Evita. La Historia pública nunca tuvo tanto relieve de mito como en esta mujer en la que todo el mundo ha visto el personaje incomparable para una novela, una ópera, un musical, una película. Pero la Eva Perón que Tomás Eloy consigue en Santa Evita es la que quedará para la historia como la verdadera, como la que realmente existió. Y este es el gran poder que la novela sigue teniendo en América Latina, el de sustituir con creces a la realidad, y volverse ella misma la realidad. La historia de Eva Perón es la que siempre querremos oír, o ver, representada a domicilio. La humilde muchacha provinciana que arriesga todo por llegar a la capital para conquistar fama como artista, termina casada con el poder, y muere en la cúspide de ese poder, una telenovela sin final feliz, más que el de la adoración popular al recuerdo de sus bondades, y las intrigas, novelescas en la novela y en la vida real, que rodean su cadáver embalsamado. Eva Perón y el destino de su cadáver, o de sus múltiples cadáveres. Tomás Eloy sublima la obsesión por ese mito. En El vuelo de la reina, su novela recién premiada, Tomás Eloy está regresando de nuevo a la Historia pública, según su propio recuento. Se trata de una historia de amor, nos adelanta. Pero detrás, dice, o encima, digo yo, está el peso de la corrupción de quienes mandan, las traiciones del poder. Buenos Aires otra vez como Managua. Los múltiples contagios de las enfermedades vergonzosas que han puesto en cuarentena los palacios presidenciales. Otra vez la Historia pública en mezcla con las historias privadas. Por tanto, sepamos que la novela capaz de contarlo todo, siempre estará allí, y que los novelistas seguirán haciendo el papel de los historiadores, como es el caso de Tomás Eloy Martínez. La novela ha muerto, viva la novela. Guatemala, marzo 2002. |
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