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La insignia
5 de marzo del 2002


Ahora uso corbata


Marcelo Colussi


El chofer detuvo el vehículo y corrió rápidamente a abrirle la puerta. Lo esperaban ansiosos en la lujosa oficina, con el aire acondicionado al máximo. Hacía demasiado calor para usar corbata, pero las circunstancias lo aconsejaban - o así lo creía él al menos. Y una vez más volvió a tener la sensación.

La reunión con el grupo rebelde había sido tensa, aunque no muy larga. En realidad Claudio - o, como lo llamaban ahora: el Licenciado García Peralta - no tenía mucho para decirles a los armados. Sólo que "ponía sus mejores deseos y toda su voluntad en la resolución pacífica de la situación". Pero hondamente eso no le importaba mucho; quería, eso sí, que su actuación fuese buena, independientemente de los resultados. Hacer un buen papel podría significarle salir de Camerún y, muy probablemente, su ansiado traslado a alguna capital europea.

En la sede de las Naciones Unidas, en la residencial zona diplomática de Yaundé donde no se cortaba la luz, o donde se cortaba menos que en otros sitios, desde hacía ya más de una hora lo aguardaban dos ministros de Estado con sus respectivos asistentes, y una veintena de empleados de la misión. Había nerviosismo.

El ultimátum del grupo había sido claro y conciso: el gobierno debía retirar todas las tropas de las zonas donde operaba la guerrilla, dejar en manos del movimiento armado la producción agrícola permitiendo las cooperativas populares, y establecer una administración compartida de los territorios, con supervisión de la ONU.

Claudio - el Licenciado García Peralta - hacía las veces de puente. No era él precisamente quien tomaba las decisiones finales. Cosa que no le importaba, en realidad. Su objetivo no era el protagonismo: quería vivir en Europa, de preferencia en una zona de habla francesa (hablaba mejor el francés que el inglés, se sentía más cómodo). Quizá lo único que lo preocupaba - lo inquietaba más precisamente - era esa sensación recurrente que desde hacía ya algún tiempo (¿cuánto?, ya no lo recordaba) lo venía acompañando. Esa mezcla de alegría reprimida, de triunfo y de culpa. Cada vez que se ponía una corbata - y por cierto tenía muchas, variadas y de las mejores marcas - no podía dejar de sentirlo.

Ahora, volviendo del campo, luego de algunas horas de polvorientos caminos y mucho calor, nadie esperaría verlo con corbata. Pero él pensaba que llevarla daba una imagen de equilibrio, de imparcialidad. Ya lo había planeado antes de salir de su casa, temprano por la mañana. Y la había elegido cuidadosamente - una azul, lisa - llevándola en el maletín previendo retornar a la sede de la misión alrededor de media tarde, tal como efectivamente estaba sucediendo.

Ni el chofer - Antoine, negro, reservado y muy servicial - ni su asistente - Jean-Pierre, blanco, joven dinámico - entendían bien aquello de las corbatas. Sabían, eso sí, que Claudio - el Licenciado García Peralta - les había hablado de vagos deseos de retornar, unos años más adelante, a su Uruguay natal. Claro que ahora había que resolver lo mejor posible las actuales circunstancias, esa era la prioridad.

En realidad lo que más le pesaba a Claudio eran los relatos maternos, oscuros y ya muy distantes. De su padre tenía una imprecisa visión, fundamentalmente a través de lo que esas historias le habían dejado. Y como siempre, el paso del tiempo lo deforma todo; lo agranda o lo empequeñece, según se lo quiera ver.

Incluso la visión de su tío, el comisario Tabaré Peralta, era algo también lejano, nebuloso. Más de una vez se había encontrado pensando en él, en la importancia que este sombrío personaje había tenido en su vida, o que seguía teniendo aún. De alguna manera - no lo sabía bien, lo intuía en todo caso - él era el responsable de su historia.

Habiendo estacionado el vehículo el solícito Antoine, Claudio - el Licenciado García Peralta - volvió a adoptar su pose de hombre neutro y mesurado que la situación requería, lo que se diría "políticamente correcto". En el camino se había permitido hablar algo sobre las mujeres de Camerún - había una empleada en la misión, negra, veinteañera, que lo tenía loco. Pero no había ido tan lejos con sus acompañantes como para atreverse a contarlo. Ya con la corbata azul, adecuada al momento por cierto, luego de saludar a los presentes en la oficina, presentó un informe oral acerca de cómo estaba la situación.

Hábil orador como era (todavía recordaba, a veces, sus intervenciones en las asambleas universitarias, donde solía provocar la admiración de quienes lo escuchaban, aunque no dijese nada en concreto) presentó una detallada relación de lo hablado con los dirigentes del movimiento rebelde. Quizá siempre en la línea de hablar elegantemente sin decir mucho - como en sus pasados años juveniles, como era en sus cargos en los organismos internacionales - dejó abierta una serie de posibilidades y problemas a las que se debía responder. Cuando hablaba, cuando explicaba el contenido de su visita, volvió a tener la sensación.

En cierta forma los alzados en armas habían depositado en Claudio - el Licenciado García Peralta - una cuota de esperanza. En tanto representante de un organismo internacional, neutro y mesurado, se podía confiar. Al menos su respuesta no serían cañonazos, como lo eran habitualmente las del gobierno.

¿Y a qué ciudad lo destinarían? Alguien le había comentado de la posibilidad de Ginebra. Prefería otra, de ser posible. Ginebra le resultaba demasiado cosmopolita. ¿Lyon quizá, o Bruselas? Montevideo estaba definitivamente descartada; eso sería dentro de algunos años, ya tal vez fuera de la organización. ¿Para disfrutar la jubilación? Cuando pensaba esto tomaba conciencia de su edad, y se amargaba.

Cincuenta y dos años. No era mucho, claro; todavía corría una media hora diaria. Dos matrimonios, ningún hijo. Muchos países por los que había pasado. Bastantes mujeres ocasionales (¿se le daría la posibilidad con esta veinteañera? Cécile se llamaba, y era por cierto muy atractiva). Desde hacía 18 años empleado de las Naciones Unidas; pero con pasaporte diplomático hacía unos diez aproximadamente. Y ahora, en Camerún, por primera vez representante de la organización. Tarea difícil; "y justo ahora ese movimiento político. ¿Por qué no habría sido otro país más tranquilo?"

El segundo del grupo, Comandante K-7 - le resultaba simpático el nombre de guerra - con quien había mantenido el encuentro por la mañana, le parecía un hombre honesto, de convicciones. Esas cosas se ven en los ojos, en la transparencia de la mirada. A Claudio no le gustaba mirarse en espejos; las corbatas se las ponía mecánicamente, sin necesidad de verse. Ya sabía de memoria cómo le quedaría cada una. Cuando se veía a los ojos - cosa que usualmente evitaba - le tornaba indefectiblemente la sensación.

De su tío Tabaré recordaba, aunque muy nebulosamente, que no podía mirarlo a los ojos. Y que igualmente su tío rehusaba siempre cruzarle la mirada. Sabía, o más bien intuía a partir de los fragmentarios relatos de su madre, que durante la huelga histórica de 1961, cuando su padre - maestro de profesión y uno de los dirigentes nacionales de la movilización, que luego de dos meses ya había dejado de ser una reivindicación del magisterio pasando a ser un movimiento nacional - fue el encargado de presentar el petitorio con las puntos a discutir, quien lo recibió - por esas raras ironías del destino - resultó ser el comisario Peralta, su cuñado. Y que tratándose de usted en público, cosa que no hacían en privado, éste último le había prometido trasladarlo a las personas pertinentes buscándose una rápida y amigable solución al conflicto creado.

"Coincidencias de la vida", pensó Claudio - el Licenciado García Peralta - "algo parecido a lo que me ocurrió esta mañana". Hizo un esfuerzo por dominar la sensación, por evitar el nudo en la garganta con que a veces se manifestaba. Pero el escenario actual era distinto, no cabían dudas - se esforzaba en dejar claro Claudio repitiéndoselo insistentemente.

"Por otro lado, yo no estoy comprometido con todo esto, yo soy neutro y lo único que quiero es dejar lo mejor arregladito todo. Ginebra me espera, o Bruselas".

Los funcionarios jerárquicamente más altos, no así los asistentes, y Claudio - más que nunca el Licenciado García Peralta - siguieron la reunión haciéndose servir whisky con hielo, mucho hielo. Para Claudio no era tanto una forma de combatir el calor, que por otro lado el potente aire acondicionado central ayudaba muy bien a olvidar. Era la sensación, esa horrible, repugnante sensación, que debía hacer desaparecer.

Convenientemente informados los representantes del gobierno - entre ellos estaba el Ministro de Defensa, militar con el pecho totalmente condecorado y de enigmática sonrisa - el Licenciado García Peralta entendía que ahora eran ellos quienes debían tomar la iniciativa. El ya había cumplido su parte: había trasladado a las personas pertinentes la situación buscando una rápida y amigable solución al conflicto creado.

Por años se lo conoció simplemente como Claudio; en la universidad, en su paso por el movimiento político semi clandestino, en el exilio. Incluso los primeros años trabajando en los organismos de solidaridad para con el Tercer Mundo y derechos humanos, en Francia. Fue desde la designación para hacerse cargo de la misión a Camerún cuando apareció el doble apellido y el "Licenciado". Incluso él mismo se sorprendió (pero si en Uruguay no se usa el doble apellido), aunque no dejaba de gustarle la idea. Era, salvando las distancias, como lo de las corbatas.

Cuando su padre murió, en la represión de la histórica huelga, él era aún muy pequeño y no recordaba bien los detalles. Si bien siempre fue un secreto casi vergonzante en la familia, pudo ir reconstruyendo - no sin cierta dosis de aporte personal - la historia oculta. El tío, el comisario Tabaré Peralta, quizá a su pesar y sin que se supiera bien por qué motivo, terminó siendo un puente entre los huelguistas y el gobierno. Le faltaban pocos meses para la jubilación, y era esto en lo único que pensaba. Hacía planes para ver cómo se instalaría en la nueva casa que había terminado de construir, preparada casi exclusivamente para pasar ese tiempo tan anhelado. Poco, o nada, le importaba en realidad la situación de la huelga. Pero el deber se imponía.

Luego del tercer whisky, Claudio - cada vez más seriamente Licenciado García Peralta - se sentía algo más relajado, pero la enigmática, casi pérfida sonrisa del Ministro de Defensa, le anunciaba nubarrones negros en el horizonte. Finalmente habló - era negro, muy grande y de manotas enormes, con numerosos anillos de oro: "Y si ... por error, digamos, se bombardeara la zona en poder de los rebeldes, ¿qué haría Naciones Unidas?"

Más de una vez Claudio había reflexionado sobre estas cuestiones: un pasaporte diplomático, bastantes miles de dólares al año, el vehículo con chofer siempre a su disposición, todo eso tenía un precio. Mientras todo iba tranquilo, no había de qué preocuparse - y así valía a pena, claro. Ni siquiera aparecía la temida sensación. El problema comenzaba cuando había que fijar posición clara sobre algo; en tanto hubiera ambigüedad, no se inquietaba. La cuestión planteada por el Ministro Bordieu exigía definiciones: ¿qué haría Naciones Unidas?

Si ya estuviera en Bruselas (o en Lyon, o de nuevo en París ¿por qué no?) no tendría ante sí esa disyuntiva. Quizá otro whisky lo ayudara. Algo había que hacer, claro ... ¿y si no?

Curiosamente, cuando estaba nervioso, su francés fluía con más propiedad, con más elegancia que nunca (no era así con el inglés, y tampoco con su español materno, que a veces se le iba mezclando con los otros idiomas). Con desenvoltura, con cortesía dijo que él no podía dar ninguna respuesta en nombre de la organización, que sus comentarios debían ser tomados a título personal, que los líderes del movimiento no tenían malas intenciones, que Monsieur Bordieu le parecía muy simpático, que entendía los denodados esfuerzos que el gobierno estaba haciendo para resolver positivamente la situación, que todo debía arreglarse en armonía, que Cécile - se atrevió a decirlo - era muy guapa y constituía uno de los motivos por los que se sentía atado a Camerún, que la guerra no es buena para nadie, que Lyon era la ciudad europea que más le gustaba y - no sabía cómo había llegado hasta ahí - que tenía un tío policía en Uruguay que se llamaba Tabaré, ya fallecido.

Sabía que no había respondido claramente, pero estaba seguro que había dejado muy en claro su desaprobación por la violencia. Lo había dicho: "la violencia no nos lleva a ningún lado, y por otro lado la Declaración Universal de Derechos Humanos no la avala". Ya no podía hacer nada si las partes no lo escuchaban. El había puesto "sus mejores deseos y toda su voluntad en la resolución pacífica de la situación". Por otro lado, en Bruselas estas cosas no pasaban ....

Dos días más tarde el ejército bombardeó las posiciones rebeldes, parecía ser que con la anuencia de la Embajada de Estados Unidos. Y Cécile desapareció (después se enteró que pertenecía al grupo rebelde).

Nunca supo si el traslado a Montreal fue un premio o un castigo.



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