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La insignia
26 de julio del 2002


Carta a mis compañeros


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Virginia Giussani
La insignia. Argentina, julio del 2002.


La pueblada que hizo caer al gobierno de De la Rua provocó una serie de hechos encadenados, entre los que volvemos a recuperar una luz que parecía desvanecida en el tiempo.

Para aquellos que en algún momento de nuestra existencia fuimos militantes comprometidos con una idea de cambio, esta luz adquirió un brillo particular y difícil de explicar. Los que en la década del 70 luchamos, amamos, sufrimos, nos ilusionamos y padecimos, volver a ver la gente movilizada, enfervorizada, involucrada con la realidad, nos trajo, irremediablemente, viejos fantasmas a la memoria y el corazón.

En estos meses en donde el alma colectiva parece empezar a reconocerse, también ese pedacito de alma individual e íntima vuelve a animarse a salir a la luz. Es notable, dentro del contexto general, como el pasado no resuelto, de luchas y dolores de mi generación, encuentra nuevamente un camino en donde, en muchos casos, no intenta seguir los pasos de todos, sino volver a pisar sobre antiguas huellas que todavía sangran.

Digo esto con mucho dolor y con mucho asombro. Rostros que hasta hace un tiempo y durante muchos años parecían sombras caminando por la vida, hoy están recuperando el brillo y la alegría. De nuevo un cambio es posible. Pero lo notable es que se habla tanto del hoy como del ayer, quizás en un intento desesperado por recuperar, también, aquella etapa intensa de emociones pero, inexorablemente, perdida.

Esto nos impone, quizás por primera vez y en forma colectiva, exorcizar definitivamente ese pasado. No es fácil, duele, lacera, todavía para muchos de mi generación es una brasa caliente entre las manos. Sin embargo, creo que es indispensable enfrentarlo. Por un lado, para finalmente dejar a nuestros muertos en paz, y por el otro para empezar a pensar en el futuro sin sombras.

Frente a nadie tendremos que rendir examen sobre lo que significa jugarse la vida, no está en discusión aquí la enorme generosidad y sentido del otro que tuvo parte de nuestra generación, como tampoco está en tela de juicio la profunda voluntad de construir un país más justo. Ése es nuestro íntimo y maravilloso tesoro que tendrá que servirnos, no tanto para reivindicar un pasado, sino más bien para seguir intentando construir un futuro.

Pero no nos engañemos, tal vez sea hora de poner las cartas sobre la mesa con todo el dolor que esto conlleva. Con la misma dignidad que llevamos la derrota sobre nuestras espaldas, tenemos también que ser claros y contundentes con los errores cometidos y que ayudaron a esa derrota. Es hora de decirlo, de decírnoslo, de gritarlo aunque ese grito nos ahogue la garganta. No hemos sido derrotados simplemente porque la fuerza militar y estatal de entonces era más poderosa. También, y fundamentalmente, hemos sido derrotados porque fracasamos.

Fracasamos, compañeros; a pesar de haber tenido en algún momento un enorme poder político y de movilización, no supimos manejarlo y lo regalamos entregando lo mejor que teníamos, nuestra gente. Probablemente, haber cedido el espacio político al espacio militar haya sido uno de los más grandes errores que tenemos que asumir. Como por ejemplo, creer -ingenuamente- que un movimiento de masas se podía clandestinizar.

A partir de esta premisa, creo que de por sí equivocada, comenzaron a sucederse una cantidad de errores encadenados hasta desdibujar lo que tenía que ser una práctica democrática en una práctica militar. Uniformes, consignas castrenses, órdenes con tono militar, sentencias, castigos internos. Las palabras y los códigos fueron cambiando, pretendiendo transformarnos en soldados a aquellos que éramos militantes de base, obreros, empleados, intelectuales, profesionales. De pronto fuimos soldados sin ninguna experiencia previa.

No era descabellado pensar que otro ejército, mucho más poderoso en armas, logística e inteligencia nos destrozase. Sin embargo, resalto y no tengo dudas que existió una enorme diferencia entre la conducción de esa lucha y la tropa. No reivindico la conducción, que merecería un capítulo aparte; sí reivindico la tropa, entre quienes están entrañables amigos de los que aún conservo su sonrisa.

Pero esta humilde carta no está dirigida a los que desaparecieron físicamente; sobre todo está dirigida a los desaparecidos en vida de los que nadie, nunca, se ocupó de hacer una estadística: son muchos, son miles. Aquellos compañeros de lucha que durante décadas perdieron la sonrisa y anduvieron, anduvimos, dando vueltas por el mundo como sobrevivientes inmerecidos y eternos testigos de un naufragio.

Tal vez llegó el momento de que este testimonio deje de ser una trampa de autocompasión secreta y resentimiento hacia aquellos que no profesaban, ni profesan las mismas ideas. Ya no tenemos edad de equivocarnos, ya no somos adolescentes, ni jóvenes impetuosos e inquietos. Somos adultos con un enorme dolor y experiencia en las entrañas. No intentemos recuperar el pasado, discutámoslo si es necesario, por primera vez juntos y rescatemos, quizás, aquello mas valioso de ser rescatado, el sentido de solidaridad que entonces nos movía. El momento histórico es otro, el mundo es otro y el futuro es otro. Sepamos escuchar las nuevas voces y colaborar con nuestros entrañables ecos para que no cometan las mismas equivocaciones.



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