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22 de julio del 2002 |
Realidades
Virginia Giussani
Entró en el bar, se dirigió a una mesa cerca de la ventana y cuando iba a sentarse notó que estaba en el lugar de "no fumadores". Ella fumaba mucho, por lo tanto desistió de la ventana y fue al centro del salón donde había otra mesa libre. Afuera hacía mucho frío, antes de acomodarse se sacó la chalina negra que abrigaba su cuello, dejó la campera prolijamente en una silla, se acomodó en la otra y pidió un cortado.
En la mesa de al lado había un hombre solo, rodeado de papeles, un celular, dos tazas de café y una particular atención en lo que estaba escribiendo. Miró a esa mujer que se había sentado cerca de él y una sensación extraña le acarició el pecho. Ella abrió un libro, se puso los anteojos y comenzó a leer. Una historia de vida en Checoslovaquia durante la invasión rusa la mantenía absorta y entusiasmada. Sin embargo, percibió que algo extraño sucedía fuera de Checoslovaquia, a su costado. Giró la cabeza imperceptiblemente y vio a ese hombre quien a su vez, rápidamente, fijó su mirada en los papeles que justificaban su presencia. Ella volvió a su lectura. Tomás y Teresa se encontraban en Praga, él era médico, ella camarera, estaban enamorados, pero el amor no bastaba en esos días de furia. El hombre no pudo evitar volver a posar sus ojos sobre aquella mujer, le parecía misteriosa, serena, incandescente. Con el apuro de quien corre para alcanzar un tren que parte, buscó en su imaginación algún pretexto válido que le permitiese llamar su atención, una palabra, un gesto, algo. Ella levantó la vista, se fue de Praga, de Tomás, de Teresa, del amor, se detuvo observando a través de un gran ventanal que tenía frente suyo, varias mesas delante. La gente pasaba en sigilosa carrera escapándose del frío, alguien se frotaba las manos y compraba un diario en el kiosco, los niños se escondían detrás de sus bufandas, hasta los perros lucían espléndidos tapados. Era un día común, todo estaba como predestinado, sin embargo ese aliento a su costado parecía una pieza perdida de otro rompecabezas. En un primer momento se sintió perturbada por esa realidad inasible, esa mirada secreta, aquel inesperado vértigo a lo desconocido. Regresó a su lectura ahuyentando los misterios imprevistos. Tomás era un médico muy reconocido, pero por no prestarse a defender públicamente la invasión rusa fue descendiendo en su posición social hasta terminar limpiando vidrios por encargo. Esta situación, que para muchos podía ser dramática, para él no lo era. Por primera vez en su vida se detuvo en esa carrera frenética del "deber ser". Por primera vez en su vida descubrió, con agradable placer, que se sentía libre, no tenía que responder a ninguna exigencia, ni externa, ni mucho menos interna. Descubrió cuan pesado era el equipaje que había soportado sobre sus espaldas durante años. Esa sensación de liviandad le producía una profunda felicidad. El hombre, en un ataque desenfrenado, se desprendió de su cuerpo, se sentó a su lado y le cerró el libro. La miró a los ojos. Lo miró a los ojos. Sin decir palabra se aferraron las manos como queriendo atravesar las fronteras del otro e invadirlo. Ella bajó la cabeza no pudiendo sostener la mirada, no entendía porqué sentía tantas ganas de amar a ese desconocido. El se la alzó lentamente y le dijo que le sucedía lo mismo, en un susurro, como una melodía lejana. Le acarició la frente, los párpados, se detuvo en sus pómulos, la besó. Teresa era una mujer torturada por la vida. Como un perrito perdido buscó refugio en Tomás y se acurrucó bajo su sombra. Vivía en permanente conflicto entre su alma y su cuerpo. Un cuerpo que buscaba desesperadamente y nunca encontraba, sólo hallaba la representación de otros cuerpos, otro ejército de mujeres con su geografía, pero sin su alma. Aquellas mujeres que Tomás amaba cuando no estaba con ella. No había noche que no tuviera pesadillas, ni día que no estuviera exhausta. A veces pensaba que prefería morir. Ella, nuevamente levantó la vista del libro, espió cuidadosamente a su costado para verificar que aquel hombre no se hubiera ido. Allí se encontraba, petrificado, haciendo pantomimas circenses con el celular, los papeles, el café. Ella sonrió, se puso de pie, se marcharon. El ambiente estaba iluminado por velas que olían a sándalo, a jazmines, a ternuras. Cada uno le fue quitando suavemente los pétalos al otro hasta encontrarse desnudos, frente a frente. Se abrazaron como dos metales que se funden, como olas que chocan entre si, como sólo un hombre y una mujer pueden hacerlo. Recorrieron palma a palma el otro territorio, exploraron sus mesetas, sus llanuras, sus bosques, sus lagunas. Se confundieron, se poseyeron, se estremecieron, se amaron. Tomás le propuso a Teresa ir a aquel hotel en las afueras de Praga donde la habían pasado tan bien años atrás. Teresa aceptó entusiasmada. Prepararon un pequeño equipaje y partieron. Durante el camino no hablaron. Tomás se preguntaba cual era el sin fin de casualidades que lo habían unido a esta mujer. Esta mujer que protegía y amaba, pero que al mismo tiempo lo sofocaba. Teresa, en tanto, se espantaba y consolaba al darse cuenta que Tomás era lo único que tenía en la vida. Lo amaba, pero también lo odiaba. Odiaba ese perfume de mujer en sus camisas, en sus cabellos, en sus labios. Amaba su protección, su solidez, su entrega incondicional, a pesar de todo. De pronto, como una estrella fugaz, apareció un camión delante de ellos que venía en sentido inverso. Teresa se acurrucó sobre su rodillas. Tomás hizo el único gesto posible para evitarlo, el coche se desbarrancó y como un siervo herido fue dando tumbos hasta quedar en el fondo del abismo. No se escuchó un grito. La mujer miró la hora. Era tiempo de partir. Llamó al mozo, pagó el café, cerró el libro, guardó los anteojos. Se levantó, se puso la campera, enroscó la chalina negra alrededor de su cuello. Caminó hacia la puerta y se detuvo. Miró hacia atrás y le regaló una sonrisa a ese hombre que permanecía sentado en la mesa de al lado. Partió y se perdió entre la gente, como un pájaro más, en aquella realidad predestinada. |
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