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La insignia
20 de julio del 2002


Lima está en otra parte


Rocío Silva Santisteban
La insignia. Perú, julio del 2002.


Aprendí a caminar en el Parque Salazar: me cogía de la baranda de una extraña y diminuta pérgola, y me lanzaba con mi rechoncho y diminuto cuerpo a evitar rodar por la vida. He pasado muchos años de mi infancia en Miraflores, en un departamento antiguo de la esquina de Angamos con Comandante Espinar, desde donde caminaba los domingos hasta la Iglesia María Reina, aunque lo que más me gustaba era la parada en la librería Epoca, donde compré mi primer libro. Luego pasé mi adolescencia en un barrio aparentemente tranquilo de Surquillo, lleno de calles con nombres de aves, donde mis amigos y yo aprendimos a sobrevivir contra el tedio y la droga, a gozar de fumar en los muritos de las esquinas y a despistar a los choferes, así como a vivir, ver y padecer las grandes peleas entre los chicos de Las Aguilas contra los de Las Palomas. Los últimos años he vivido en San Miguel, insólito distrito, en el que conviven la más húmeda nostalgia -por ejemplo, aquélla de la Plazuela de la Media Luna- y la más palpitante modernidad típicamente limeña, como esos malls de estilo Versace local, llenos de luces de colores y casinos que remedan cantinas del Far West.

No conozco toda el área de la Lima Metropolitana pero sí he recorrido sus calles torcidas y rotas, las largas y saturadas avenidas que nos llevan a los conos, los bares llenos de aserrín del centro, así como esas ocho cuadras abarrotadas de Gamarra y también los lánguidos almacenes en Miraflores, vacíos de objetos pero llenos de jovencitas que intentan hacer, por lo menos, la única venta del día.

Todas las escenas de la ciudad, cruel y dura, poco amorosa, se suceden unas a otras en un espiral de vértigo fascinante, sin embargo, todo se atenúa por el tono de este cielo imperturbablemente gris. La garúa, que nos cae a todos por igual, es el elemento que amortigua la suciedad, la mugre, la violencia: respirar humedad nos vuelve asmáticos pero también más amables. ¿Hay acaso algo más amable que hablar en diminutivos? Nadita.

Por eso me llama la atención que algunos escritores nostálgicos, como Alfredo Bryce, se quejen de la ciudad. Será que sólo quieren ver los huecos de esa Lima que construyeron en su fantasía, y le dan la espalda a un movimiento de gente que, hoy por hoy, le da una dinámica sugestiva y construye un mapa mucho más democrático que aquél trazado por las "buenas intenciones" de antaño, casi siempre excluyentes y elitistas. Aquella ciudad vargasllosiana murió: tenía su encanto, es cierto, pero ya no existe. Hoy habrá que buscar un nuevo narrador y nuevas historias para Plaza San Miguel, Gamarra, el bulevar de Comas.

En todo caso, el Puente de los Suspiros sigue ahí, eternamente viejo, para que todo el que quiera lance suspiros por la Lima que se va... y que ya se fue, felizmente. Los otros, nosotros, lancémonos hacia esos espacios urbanos que hierven como colmenas, para descubrir su dinámica y palpar lo más extraordinario que nos da la ciudad: su loca intensidad.


(*) También publicado en el diario peruano El Comercio.



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