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15 de julio del 2002 |
Apuntes radicales La edad de bronce de la democracia
José Marzo
El tiempo está hecho de una materia elástica. Durante la primera infancia, el mundo comienza con el primer recuerdo, quizás la noria de un parque de atracciones. Antes, la nada. Aquella mañana era el big-bang primigenio. Todo comenzaba a girar, como si el mundo fuera el escenario nuevo de un niño que no podía dejar de ocupar el centro. Que los padres también hubieran sido niños era una idea absurda, una broma de mayores. Sólo cuando se recuerda a sí mismo como un bebé pequeño, es capaz de entender el pasado biográfico y de generalizarlo, aplicándolo a sí mismo y a los demás.
El tiempo sería un elemento en continuo proceso de constitución. En algún momento de la juventud, el ritmo congelado de la infancia deshiela y fluye, hasta alcanzar la velocidad vertiginosa de la edad adulta, un tiempo que devora horas, días y semanas. Pero es entonces cuando el ritmo de la historia, mucho más dilatado, puede ser abarcado con una sola mirada. El antiguo Egipto, China, la Grecia clásica y Persia, Roma, la Edad Media y los aztecas, el encuentro de dos mundos, la era de las revoluciones. Todo más comprensible. Cien personas de cuarenta años, cada una de las cuales hubiera nacido en el momento de fallecer la anterior, nos permitirían recorrer la historia de la humanidad. Si atáramos los cabos de sus memorias individuales, la cuerda resultante se habría extendido por los cielos y las piedras de cuatro mil años y cientos de culturas. Desde el punto de vista de la historia, nuestra época está borracha de levedad. Nunca se ha dispuesto de tanta información sobre el pasado remoto, y nunca ha resultado tan ligera su digestión; una falta de significación que es una proyección de nuestro propio sinsentido. Podría hacerse el ejercicio de imaginar que, dentro de cinco siglos, otros ojos nos mirarán, como nosotros miramos el pasado, y serán espectadores implacables. Su juicio será inevitable, tomando en cuenta hechos consumados que no admiten rectificación. Tampoco puede asegurarse que el tribunal y el público asistente admitan circunstancias atenuantes ni apelaciones. Les haremos reír y se burlarán de nosotros, o nos despreciarán por nuestra crueldad o algún párrafo mezquino. Les asombrará nuestra falta de previsión ante el futuro, o quizá el abogado pida respeto por algunos: aquéllas fueron personas justas que gozaron de la vida e intentaron crear la edad de bronce de la democracia. |
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