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12 de julio del 2002 |
Mitin en el cementerio
Marcos Winocur
Doña NOOjos, siempre tan inoportuna, visitó el hogar
de mi amigo, llevándose a la hija de catorce años, por
eso nos dirigíamos al cementerio. ¿Quiénes? Pues,
dos generaciones: padres -algunos con grado de
abuelos- e hijos, unos más o menos sesentistas y
nostálgicos; los otros, compañeros de la joven,
descubriendo que doña NOOjos frecuenta a los viejos
pero no olvida a los jóvenes, nadie faltó de su aula.
Todos fuimos a darle el adiós. Pero la reunión
luctuosa tomó otro giro, acabó en protesta, sí, como
en los mejores tiempos que, dicho sea de paso, hoy
parecen regresar, sí, mitin contra la muerte, en su
propia casa, en el cementerio.
Voy a decirles algo más. Los de fuera seguían golpeando las puertas para meterse dentro, yo no les abría, lo voy a explicar. Los de fuera son todos, menos yo. Todos: ese señor que pasa, llamado "el hombre de la calle", y los demás, han borrado la flor de la boca del fusil y ahora lo empuñan apuntándome. También ese virus que mató a la joven en tres días, también él es de fuera y tras suyo se coló doña NOOjos y entonces en lugar de la música se desató el llanto. Y si la muerte de cualquiera resulta injusta porque siempre nos queda algo por hacer en el mundo de los vivos, ésta, la de una joven de catorce años, lucía infinitamente más injusta, una violación a la regla del abuelo de los historiadores, el griego Herodoto: en la paz los hijos entierran a sus padres, en la guerra los padres entierran a sus hijos. ¿O en realidad estamos viviendo tiempos de guerra y no nos hemos dado cuenta? No sé, pero allí, en el cementerio, ante el enemigo común, nadie quedó fuera. Todos fuimos "los de dentro". Dentro mío y de cada uno de los otros. Las dos generaciones se hicieron multitud, era la comunión de quienes nos habíamos reunido para despedir a la hija del amigo, y de la resignación pasado a la protesta contra la muerte. Debo consignar un hecho, a riesgo que el lector piense: este mitin carece de espontaneidad, seguro ya fue copado por organizaciones políticas. Lo cierto es que a la entrada, los Grupos de Acción Utópica se habían puesto a repartir volantes agitando los lemas de "¡Muerte a la muerte!" y de "¡Nunca más la muerte!" Pero la gente poco caso les hizo, ocupado cada uno en encontrar un lugar en el camino del cortejo. Y así, bajo el sol calcinante, se había creado una multitud, dos filas de la puerta del cementerio al edificio de cremación, y entre ellas pasó el cortejo. Al llegar a destino, hubo un grito, como si el dolor se reabriera ante una segunda muerte. Habíamos acompañado a la joven en el velatorio considerándola dormida, tal vez enferma, de ahí su palidez, y hablado en voz baja para no despertarla; y ahora, su cuerpo, sus venas y médula ¡al fuego! La muerte recobraba lo suyo por segunda y definitiva vez. Fue cuando un grito voló por encima de las cabezas, y nos preguntamos: - ¿Quién? ¿Es la madre, el padre, son los dos, también la hermana? Alguna vez los hijos fueron el bien y nosotros, necios, seguimos sintiéndolo así, claro, nosotros, los venidos de los viejos y extinguidos Clubes de Alucinados, promociones sesenta y setenta, huérfanos después del gran derrumbe. Y por otro lado, no nos llevamos del todo bien con Dios. ¿A quién, entonces, a quién aferrarnos sino a los hijos? Y así, con la joven de catorce años, cada uno sintió ese mediodía su propia muerte, llorábamos por ella y por nosotros, la condición humana en entredicho: somos mortales y frágiles, un virus, a pesar de toda la ciencia, puede apagar la música y desatar el llanto. Y además, en las fugaces vidas que nos han tocado a cada uno, las cosas, digo, no nos han salido bien, nada bien. Y lo sentimos así: cada fracaso es una pequeña muerte y la muerte es El Gran Fracaso, El Gran Fracaso Final, así lo sentimos. Y más aquel día en el cementerio cuando el grito vino a calcinarnos como el sol y como éste a darnos en los ojos. Y bajamos las cabezas. Y espantados nos abrazamos a los hijos, a la pareja, a los amigos. Y con el contacto de los cuerpos recobramos la fuerza. Y levantamos las cabezas y el sol nos dio en los ojos. Y todos éramos multitud, la protesta, como pasando de un sueño a otro: allá arriba, trepado al edificio de cremación, alguien se dirigía a nosotros, era un joven valido de un megáfono, su voz rebotaba entre las tumbas. - Compañeros -Oh, cuánto hacía que no escuchaba esa palabra-, por favor, guarden silencio. Los murmullos cesaron, todos dirigimos las miradas hacia el orador. Nos hemos decidido a hacer un mitin contra la muerte, contra doña NOOjos -dijo-, cansados de sus arbitrariedades, ella es una caprichuda, les voy a leer una proclama de los Grupos de Acción Utópica: "Compañeros ¿sabían ustedes que las carpas, esos peces idiotas, viven vigorosas más de doscientos años mientras que el hombre, vanguardia de la evolución, muere mucho antes? ¿Que la cocodrila sigue poniendo huevos a los trescientos? Y bien, compañeros: ¿vamos a continuar permitiendo esas injusticias? ¡Claro que no, compañeros, vamos a cambiar ese absurdo plan de Mamacita Naturaleza y, para dejarnos de medias tintas y asumir una posición revolucionaria, decretamos la inmortalidad! ¡Nunca más la muerte! Sí, compañeros, seremos como dioses. Y los cementerios serán cosa del pasado, todo convertido en parque de eterno verde. ¡Inmortalidad o muerte! ¡Venceremos!" Acabó de leer la proclama, bajó el orador sin mediar más palabra, había concluido el mitin en el cementerio, lentamente nos fuimos retirando tomados de la mano, de la cintura, de los hombros. Viejas fraternidades despertaban y nadie quería quedarse a solas porque la propia muerte iría de ronda por su cabeza. |
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