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La insignia
7 de julio del 2002


¿Son laicas todas las izquierdas que se dicen laicas?


Adrián Fernández Martín (*)
La insignia. España, julio del 2002.


Gracias al hiyad, ¿quién lo iba a decir?, se presenta al fin inaplazable el debate sobre el Estado laico. Hasta hace bien poco plantear tal cuestión tenía como respuesta, o bien que no era la hora oportuna, o bien que tal obviedad no requería debate. En cuanto a la primera objeción, a estas alturas de la democracia no es tiempo de cautelas cuando la pluralidad confesional de nuestra nación es un hecho evidente. Atendamos a la segunda objeción. Ante la cuestión del laicismo caben dos alternativas: por un lado, la de los tradicionalistas, que defienden, o bien directamente la confesionalidad del Estado, o bien que -cuando menos y por motivos de tradición e historia española- la Iglesia Católica ha de tener un tratamiento especial y diferenciado; por otro lado, tenemos las posiciones de los defensores del laicismo, y entre ellos tiene especial interés los que se reclaman de izquierdas, pues consideran que el laicismo es un axioma de sus respectivas doctrinas y que cuestionarlo haría inconsistentes sus ideologías.

Recientemente hemos asistido al espectáculo de musulmanes que cuestionan la escolarización de sus hijas por motivos como no vestir prendas de marcado carácter religioso y clara prueba de sumisión masculina, no practicar gimnasia, no vestir ropa deportiva (es decir, reclaman la exención de una asignatura por motivos religiosos), o negarse a vestir uniforme si no es de determinada longitud. Y por si esto es poco, los ciudadanos españoles musulmanes exigen ahora, no sin fundamento jurídico, la presencia en los IES de profesores de Islam (¿qué ciencia enseñan?) con cargo a los presupuestos nacionales. Es normal; si comisarios políticos del obispado imparten catequesis en la escuela, pagados por el Estado, por qué no va a hacer lo mismo el mulá de turno; por qué no profesores de religión evangélica, testigos de Jehová, rabinos, mormones, adventistas, …

Pues bien, con toda premura la izquierda se apresura a envolverse en la bandera del laicismo. Hemos de evitar, dicen, la construcción de una sociedad basada en el fundamentalismo religioso, ya sea bíblico, veterotestamentario, coránico, o fundado en cualquier texto sagrado. Sólo cabe para ello una opción: la separación de las Iglesias y el Estado, la presencia en las instituciones públicas de los individuos en su condición abstracta de ciudadanos, al margen de su confesión. El Estado laico, por otro lado, se ha de comprometer activamente a proteger la libertad de culto cuando esta se manifiesta en el ámbito de la vida privada. Sin embargo, estas tesis laicas son interpretadas por ciertos sectores de la izquierda como atañendo exclusivamente a la religión. Pero, ¿cuál es el fundamento del laicismo sino la renuncia al origen como criterio de participación política? Sin embargo, justamente el origen y la identidad es el quid de una izquierda con apellidos: la nacionalista. No obstante, ocurre que una religión comporta casi todo aquello que englobamos otras veces bajo el concepto sacrosanto de cultura y cuya defensa es tan importante para ciertos sectores, que se dicen, de izquierdas.

La izquierda nunca pretendería la prohibición de la religión, aunque no por ello dejaría de ser beligerante con ella. Es más, si como resultado de sus ataques intelectuales resultase su extenuación y por falta de fieles la religión desapareciese, la izquierda se sentiría satisfecha. Nunca vería justificado que si una religión se abandonara, fuera mantenida artificialmente a costa del erario público (aunque aquí, lo que no vale para la religión, vale para la identidad cultural). Parece, entonces, que en algunos casos la protección de las identidades culturales (y la religión puede ser tratada como tal) no es un valor político y moral indiscutible e incluso la eliminación de ciertas identidades culturales es un objetivo de la izquierda. Así, ¿cuál es el criterio para discriminar identidades culturales susceptibles de ser combatidas de las susceptibles de ser protegidas? En muchos casos los nacionalistas no van más allá de decir, «la mía si es defendible», no distinguiéndose entonces gran cosa del devoto que dice, «mi religión es verdadera».

La única forma de convivir en una sociedad multicultural parece ser entonces la construcción de un Estado laico y dejar la cuestión de la confesión para la vida privada. Cada cual escoja su fe, pero no pretenda utilizar las instituciones para favorecer su identidad religiosa particular. Y aquí es donde el nacionalista entra en contradicción, porque en su opinión lo que vale para la religión no vale para la identidad cultural. El Estado laico debe garantizar que la identidad religiosa se mantenga en el ámbito de la vida privada; en cambio, ese mismo Estado -creen los nacionalistas- debe favorecer su particular concepción de la identidad cultural, debe privilegiar a un grupo cultural, debe ponerse al servicio de la inmersión cultural de los restantes ciudadanos, que por lo demás, al no participar de origen o convicción de dicha identidad cultural, sufren el cuestionamiento de su condición misma de ciudadanos. ¿Qué tiene la identidad cultural para ser privilegiada sobre la religiosa? ¿Acaso se pueden distinguir? ¿Por qué criticar a las repúblicas islámicas cuando algunos partidos nacionalistas consideran la creación de un Estado, de fundamento etnolingüístico, al servicio de la conservación de las identidades culturales? Los que hoy se afanan en la defensa y protección de sus identidades, ¿protegerán acaso las de los ciudadanos españoles de origen musulmán cuando supongan un porcentaje de la población nada desdeñable y exijan sus prebendas culturales? (Ya conocemos la respuesta del nacionalista Barrerá).

Pero aquí no acaban sus contradicciones: mientras se llenan la boca de laicismo y libertad de culto, reclaman el «derecho de autodeterminación» para sus respectivas comunidades de origen. Pero es seguro que los nacionalistas no aceptarían que determinado grupo religioso reclamase para si el DD.AA. y abandonase la comunidad ciudadana (ya los musulmanes bosnios reclamaron su reconocimiento nacional, y ya conocemos también las bondades del ejercicio de la autodeterminación en Yugoslavia) o les fuesen reconocidos fueros especiales por motivos de confesión (derecho a la poligamia, por ejemplo). Si la única forma de proteger la libertad de culto y la convivencia interconfesional es la formación de un Estado laico constituido por ciudadanos y no por fieles, ¿acaso no ocurre lo mismo con la identidad cultural? ¿Su verdadera protección no queda asegurada cuando el Estado es culturalmente laico, es decir, renuncia a la identidad cultural como fundamento de la participación política, y se organiza exclusivamente en torno a principios y valores democráticos?

Se apelará entonces, para proteger el DD.AA., al siguiente argumento: no podemos obligar a que personas que no quieren vivir juntas tengan que hacerlo. Pero entonces se acabó el supuesto laicismo, la creencia de que es posible la convivencia democrática en un mismo Estado, siempre que el origen no sea fundamento político de la sociedad. Por lo demás, este argumento justificaría todo tipo de políticas segregacionistas (los blancos no queremos vivir con los negros, los cristianos no queremos vivir con los musulmanes, los euskadunes no queremos vivir con los maketos, etc). Bastaría entonces la voluntad de un grupo para abandonar la comunidad ciudadana. Pero tal argumento es incorrecto: Si yo no quiero vivir contigo, me voy y acabado el problema. Sin embargo, los que hablan de autodeterminación, dicen, «no quiero vivir contigo y nos vamos todos los que estamos aquí (o peor, te vas), puesto que esta es mi casa». El DD.AA. no es un derecho individual, y por tanto compromete a grupos completos. Grupos que por lo demás se definen ideológicamente, según criterios que introducen y definen los mismos nacionalistas. En conclusión, si llevamos el argumento al límite y cualquier grupo puede reclamar para si el DD.AA., el derecho se nos vuelve absurdo. Por otro lado, no existe ninguna forma de determinar de forma científica (no ideológica) a qué grupos corresponde tal derecho, puesto que, en el mejor de los casos, las identidades culturales son conjuntos borrosos. Luego tal derecho es inadmisible. Cuando se trata de compartir piso de estudiantes basta la voluntad para disolver la comunidad, pero cuando hablamos de la comunidad política, tal argumento es estúpido.

En conclusión, no está en mi mano elegir la comunidad de origen en la que nazco, no decido personalmente venir al mundo en una familia cristiana o en una musulmana, no elijo tener una lengua materna u otra, nadie me pregunta si quiero ser blanco, negro o mulato. Todas estas preguntas son absurdas. Sin embargo, sí soy responsable de favorecer un régimen que asegure la renuncia al origen (étnico, lingüístico, religioso, del tipo que sea) como criterio de participación política, un régimen donde los individuos estemos unos ante otros en nuestra condición abstracta de ciudadanos iguales en derechos y deberes. Tal cosa sólo es posible en un Estado cultural y confesionalmente laico, en un Estado que se constituya como comunidad de ciudadanos. ¿Son entonces laicas todas las izquierdas que se dicen laicas? No.


(*) Profesor de filosofía del IES de Sabón (Arteijo, España).



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