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La insignia
3 de julio del 2002


Todo queda en familia


Marcelo Colussi
La insignia. Argentina, julio del 2002.


Todo queda en familia Ricardito era el único hijo de su primer matrimonio. Y según don Antonio, su único hijo, sin más. Leticia, la hija con su segunda esposa, era otra cosa. La quería, sin dudas; pero no era lo mismo que con el varón. Era su hija, claro, pero jamás se le hubiera ocurrido mezclarla con sus negocios como lo hacía con el muchacho.

Ricardo, con sus apenas cumplidos 28 años, hacía unos meses que había regresado de Harvard, con su recién obtenida maestría en Administración de Empresas. La reciente inclusión en los negocios paternos, o mejor dicho la forma en que su padre lo había introducido - nombrándolo, contra toda predicción, gerente general en varios de los asuntos más grandes - era un regalo que no se lo esperaba.

"Okey Mister Creelman. I see you later. Bye bye", se apresuraba a despedir por una línea mientras ya recibía otra llamada en el celular. Desde el trigésimo sexto piso de la torre "Aurora", sede de las oficinas centrales del grupo Ortega-Granados, ocupadísimo con infinidad de asuntos por atender, Ricardo dominaba toda Caracas, lo cual era para él como dominar el mundo. "Susana, no voy a poder estar en la junta de esta tarde. De cualquier excusa, pero no voy a ir".

"¿Y qué le digo a don Antonio?", acertó a preguntar la secretaria.
"Yo luego me arreglo con él, no se preocupe".

Tras años de acompañar a los gobiernos de turno, con algo de corrupción y con una buena cuota de talento empresarial, don Antonio Ortega-Granados era la cabeza de uno de los grupos económicos más fuertes de Venezuela. A sus 53 años de edad, vigoroso, imponente, sus decisiones influían mucho, quizá más que las del presidente, en muchos aspectos de la vida nacional. Petróleo, café, bancos, comunicaciones, negocios inmobiliarios .... la lista de inversiones y áreas de interés del grupo era extensa; como lo eran también las ganancias obtenidas.

"¿Que no va a venir le dijo? Bueno, tendrá sus razones". Don Antonio no quedó muy contento con la decisión de Ricardito, pero la respetaba. Sentía por su hijo, desde el retorno ya con la maestría, una combinación de emociones bastante ambigua, cosa que no le sucedía con Leticia, la hija mujer: orgullo, confianza, admiración. Y aunque no se atrevía a reconocerlo - era todo muy vago - también un poco de envidia. Él, a los 28 años, no tenía una Ferrari reluciente esperándolo a la vuelta de sus estudios de post grado. En realidad, nunca había tenido estudios de post grado. Y por diversos motivos, nunca se había atrevido a comprar el super auto deportivo. El Mercedes Benz blindado - el más apreciado de los tres vehículos que tenía - le parecía lo más adecuado a su edad y reputación. La Ferrari era para un joven.

Admiraba la carrera meteórica de Ricardito, su desenvoltura, su capacidad. Aunque también sabía que su actual situación se la debía a él - estudios, su nueva posición como gerente, una abultada cuenta bancaria - jamás se lo hubiera echado en cara. No se lo habría permitido, no lo quería hacer, no obstante tener claro que, en el fondo, fuera cierta esa dependencia, esa ayuda inicial. "¿Pero por qué hacerlo? ¿Un padre no debe facilitarle las cosas a su hijo?".

La relación con Leticia era enteramente diversa. Vivían juntos, y con la madre de ésta, la segunda esposa de don Antonio. Vivían opíparamente, sin reparar en gastos de ningún tipo; de todos modos a don Antonio jamás se le hubiera ocurrido para con su hija esa demostración de confianza que evidenciara con Ricardito. Pensaba, incluso, que cuando se casara debería ser su esposo quien la mantuviera, y no esperar que de su fortuna saliera generosamente aporte alguno. "¿Por qué facilitarle las cosas a un extraño?"

Tenía una mezcla confusa de sentimientos, contradictoria: respetaba a Ricardo, pero igualmente lo envidiaba. Y últimamente - si bien no lo podría expresar en esos términos - había comenzado a experimentar algo más que respeto: era una suerte de fascinación. Lo veía triunfador, exitoso, avasallador.

No le había caído muy en gracia la noticia recibida: que Ricardito no estaría en la reunión de la tarde. Era, si no imprescindible, al menos muy importante su presencia. Se trataba de un posible contrato de importación de vehículos alemanes, y si bien había traductor contratado, nadie mejor que el mismo Ricardito para entenderse directamente en alemán con los representantes europeos. Incluso a don Antonio ese detalle se le antojaba de un peso casi definitorio. Él no hablaba alemán (otro motivo para admirar a su hijo). Pero jamás se hubiera permitido recriminarle a su hijo una inasistencia; incluso por un lado lo llenaba de orgullo: "Ricardito era un tipo tan importante y tenía tantas ocupaciones que a veces no podía estar en algunas reuniones ...." Autoengaño voluntario o no, don Antonio quedaba satisfecho con esas explicaciones.

A las primeras invitaciones Susana, la secretaria, no quiso aceptar. No sabía bien por qué, pero sentía que no debía hacerlo. Pruritos quizá. No era especialmente religiosa, y se consideraba una persona abierta, pero por ¿dignidad? no podía aceptar; .... o no tan rápido al menos. Porque luego de algunas primeras negativas, terminó aceptando.

La relación no tenía nada de formal; ambos sabían que no podían dejarse ver en público, por infinitas razones. Empezaron algunas cenas; luego, casi como consecuencia obligada, vino el motel. Al principio no fue nada especial: seguramente como tantas relaciones entre jefe y subordinada. Llevados en alguna medida por las circunstancias, respondiendo a lugares que los trascienden, tanto director como secretaria muchas veces terminan representando los papeles de amantes que se espera que ambos puedan jugar.

¿Pero quién podía esperar algo distinto? Ni siquiera se lo plantearon; no tanto por contravenir los mitos sociales - mejor no comprometerse en estos casos -, sino más bien atendiendo a lo que sus hormonas les dictaban, empezó la relación. Porque debe aclararse que en principio era eso: simplemente una relación superficial. Luego vino el romance profundo.

Ninguno de los dos lo buscó; ambos sabían - y pretendían - que todo no pasara de un juego bien manejado. En realidad las circunstancias estaban dadas para que así fuera: diferencias insalvables de posición social, proyectos de vida muy distintos, expectativas diversas .... ninguno de los dos lo propuso. Vino solo, simplemente. Cuando se dieron cuenta ya era demasiado tarde.

Ambos, por distintos motivos, se sintieron muy asustados. Susana, excepcionalmente bonita - en un par de ocasiones le habían propuesto presentarse para Miss Venezuela, cosa que jamás aceptó - con sus 32 años cumplidos, soltera, sabía que lo quería hondamente; no era sólo la fascinación para con su jefe. No, definitivamente. Si bien había códigos de vida muy distintos, se entendían a las mil maravillas, y no sólo en la cama. Sin embargo le asustaba pensar en que todo fuera más allá.

Y para él también todo esto tenía el valor de un terremoto. Jamás nadie hubiera pensado en una relación profunda entre ellos; quizá sí en un affaire sin mayores consecuencias. Eso es lo que, en todo caso, la recatada moral podía llegar a tolerar: que una secretaria sedujera al jefe (¡con las minifaldas que llevaba .... pobre varón!), que este respondiera (¡no le quedaba otra alternativa!), pero de ahí no podía - ¡no debía! - pasar. , de esas de las que don Antonio era inversionista en uno de los canales del grupo - y que a él mismo le parecían absurdas, aunque no dejaban de ser redituables comercialmente.

La aparición de Susana en su vida - más bien: la fuerza con que había aparecido - fue verdaderamente conmocionante. No era la primera vez que había una mujer en situación medio clandestina en su espacio; era, en todo caso, el ímpetu con que esta vez se había dado todo. El ímpetu y la profundidad. El también se sentía profundamente enamorado. Pero quizá lo más conmocionante era la sensación de solidez que se iba dando entre ellos.

Para ambos había miedo en la relación, en la medida que sabían era impresentable abiertamente. No porque simplemente se gustaran, se enamoraran contra todo pronóstico. La cuestión radicaba en las posibilidades sociales de mostrar una tal pareja. Hubiera sido inaceptable. Ellos mismos no se atrevían a aceptarla.

"Susana, por favor confirme la cita del jueves con el diputado Armendáriz". Públicamente se trataban de usted; no así en la intimidad. En realidad manejaban todo con tal cautela que nadie tenía conocimiento de la historia que se iba tejiendo, ni los más íntimos.

Tanto don Antonio como Ricardo trataban de esa manera a Susana. Algo que llamaba un poco la atención a los empleados en la oficina del Directorio era por qué padre e hijo compartían la misma secretaria ejecutiva. Obviamente no era por falta de recursos. En más de alguna ocasión el hecho movía a comentarios burlescos, no exentos de doble intención.

"Bueno, si no viene después le contamos cómo estuvo todo. No se preocupe Susana". Don Antonio desde siempre había sido un mujeriego empedernido. De su primera esposa - la madre de Ricardo - se separó, básicamente, porque ella no toleraba más sus correrías. Con la actual - la madre de Leticia - las cosas no habían cambiado mucho. En todo caso la diferencia ahora residía en su mayor discreción; "el recato ante todo", solía decir. Un poco porque su situación se lo permitía, pero más aún porque no entendía la vida de otro modo, su actitud para con las mujeres (y no sólo para con ellas) era de perpetua conquista. Cosa que deseaba era cosa a ser conquistada. Con Susana había comenzado así también, seis años atrás, cuando ella recién llegaba a la empresa. Pero luego vino el romance. En realidad era él quien estaba más hondamente enamorado, a punto que en varias oportunidades le había propuesto tener un hijo. Ella, si bien había aceptado la relación inicialmente en buena medida presionada por la situación, luego había terminado por ir enamorándose. Incluso lo del hijo no lo había descartado totalmente.

"Sólo a condiciones que te separes", le insistía Susana.

"Pides mucho .... Déjamelo pensar". De ahí nunca habían pasado. A don Antonio le aterraba la idea de otra separación, a su edad, y por una secretaria. Para él - prejuicioso, machista, no muy distinto de los personajes de las telenovelas que financiaba - ese tipo de formalidades contaba mucho. En realidad no le desagradaba la idea de otro hijo - si fuera varón, mejor; habría demostrado que todavía estaba en forma. Pero no se atrevía por todo el costo social que eso podía implicarle.

Susana, de una primera sensación de miedo por el jefe - un poderoso empresario cuya palabra contaba tanto - había ido evolucionando hacia un enamoramiento total, y posteriormente hacia una relación calculada. Ahora la aparición de Ricardo abría otros escenarios.

Se veían habitualmente en el apartamento de ella, por razones de imagen. Muy raramente se los veía juntos fuera de la oficina. Susana, económicamente había ido acumulando de modo considerable con motivo de la relación, pero sin llegar jamás a la ostentación. Ropa fina, joyas y el glamour de veladas nocturnas a toda pompa no eran sus objetivos; en todo caso, una robusta cuenta bancaria. Y por cierto no podía quejarse de la que actualmente tenía.

Terminada la reunión con los alemanes, estaba prevista una cena con ellos si el negocio se concretaba. Todo salió como estaba programado: el grupo Ortega-Granados quedó con la representación de los BMW. Por tanto don Antonio invitó a un lujoso restaurante. Pero Susana optó por no ir (ella, como secretaria ejecutiva de confianza, solía acompañarlo a este tipo de eventos, más aún que su esposa, lo cual, de todos modos, no causaba ninguna suspicacia.)

La cena no se prolongó mucho, por lo que don Antonio decidió pasar un momento por el apartamento de Susana antes de ir hacia su casa. Quiso creer que era una confusión, un error visual. Por otro lado, la de Ricardito no era la única Ferrari que había en Caracas. Y además, si eventualmente fuese él quien salía de la casa justo un momento antes de su llegada, ¿eso qué podía significar?

Ricardo, contra toda previsión, haciendo algo que no acostumbraba, había decidido pasar por casa de Susana, más que nada para darle - según el creía - una agradable sorpresa. Estuvo poco tiempo, sencillamente porque percibió que no era el mejor día para estar juntos. Faltaba empatía esa vez. Decidió irse sin que ella se lo pidiera, así como igualmente hubiera podido buscar quedarse toda la noche. Fue casual que se retirara apenas unos minutos antes de la llegada de su padre.

"Te noto algo nerviosa", dijo don Antonio sin mayor emoción una vez dentro.

"No, no creo. ¿Por qué habría de estarlo?"

"No sé .... quizá no me esperabas".

"Es cierto, no me avisaste que hoy vendrías", dijo Susana casi con tono de reproche.

"¿Y tengo que avisarte cada vez que venga? ¿Desde cuándo eso?", agregó con cierto talante provocativo don Antonio.

"Vienes con aire pleitista por lo que veo. ¿Te pasó algo en la cena con los alemanes?"

"No, no ...." Prefirió, como otras tantas veces, no seguir la discusión. Con los años los papeles habían ido invirtiéndose: de asustada secretaria-amante, Susana se había erigido en el polo fuerte de la relación. En todo. Sexualmente ella era quien tomaba la iniciativa. E incluso en muchas decisiones comerciales. De hecho, la conexión y manejo del contacto respecto al recién cerrado trato con la compañía alemana había sido su obra. Don Antonio, como sucedía ahora, prefería no encarar una pelea con ella. Le temía. En un par de ocasiones - una, tras un episodio de impotencia, uno de los poquísimos en su vida - Susana había llegado a agredirlo físicamente.

"Tuve la impresión de ver el carro de Ricardito saliendo del parqueo ..... ¿puede ser?", preguntó casi con miedo don Antonio.

El silencio se hizo tenso. Fueron unos escasos segundos en que las respiraciones quedaron contenidas. Don Antonio lo entendió inmediatamente, pero quería escuchar la respuesta - la excusa, más bien.

Susana optó por negarlo. No se hubiera atrevido a contárselo. Incluso a Ricardo no le había hablado - quería empezar a hacerlo pronto - de la relación que mantenía con su padre. Era todo su gran secreto; en algún momento pensó hacerse embarazar de Ricardo, diciéndole luego a don Antonio que el hijo en camino era suyo; aunque luego descartó la idea (nunca por completo).

"¡¡¿Ricardito por aquí?!! ¡No! ¿Y a qué iba a venir!"

La reacción inmediata de don Antonio fue ambigua. Odio, un profundo odio; y al mismo tiempo resignación. Sintió, casi como una bocanada que le golpeara la cara, una sensación de derrota ante la que no podía hacer nada.

"Bueno, es más joven que yo.... Nació para triunfador". Era una mezcla extraña de sentimientos. De alguna manera, también, había un cierto orgullo por el hijo. "Me destrona en todo", sabiendo secretamente que, aunque no lo dijera - no se atrevía a expresarlo en voz alta - eso esperaba en definitiva. Era su producto, su herencia.

Ahora se le planteaba a don Antonio cómo encarar la situación. Sabía que su papel de gran patrón y temido señor feudal - que lo ejercía a la perfección en ciertos contextos - caía estrepitosamente ante Susana así como ante Ricardito. Respecto a ella, hacía tiempo ya lo conocía. Con su hijo era una sensación nueva. Se daba cuenta, por otro lado, que no podía, pero más aún: no quería, hacer nada en contra de ello.

Susana empezó a concebir la idea de contarle a Ricardo lo que suponía sabía don Antonio. Aunque no estaba muy segura de ello, por lo que tampoco valía la pena alborotarse demasiado. Prefirió, finalmente, ver cómo seguían los acontecimientos, y en virtud de ello reaccionar.

Quien menos enterado estaba de todos estos juegos de cálculos y suposiciones era Ricardo. Cuando, al día siguiente, casi ingenuamente saludó de "usted" a Susana delante de su padre, se sorprendió por la reacción de éste.

"No necesitas estar fingiendo, hijo". Y como parte de un estudiado libreto de telenovela puso música en su oficina, desentendiéndose de todos quienes estaban a su alrededor. El Aleluya del Oratorio El Mesías, de Haendel. Sabía que eso era muy culto, muy civilizado (hasta había un rey, no recordaba bien cuál, que había aplaudido emocionado tras escucharlo, antes que finalizara el oratorio, tradición que se mantenía a la fecha). "Y por favor no me interrumpan, que quiero escuchar esta sinfonía".

Ricardo estuvo tentado de decirle que no era una sinfonía, pero le pareció demasiado cruel. Un rápido cruce de miradas con Susana le hizo entender que algo importante había ocurrido.

"¿Lo sabría? ¿Se lo habría contado Susana?"

No se decidía con quién hablar primero: ¿con su padre o con su novia? Pero no era posible en la oficina, obviamente. Pero no podía pasar todo el día sin saberlo. Hizo algo quizá infantil: escribió en una papel preguntando a Susana qué había sucedido. En unos minutos tuvo en sus manos la respuesta.

"Se enteró de todo. Antes fui su amante, pero eso ya no cuenta. Solamente estás tu en mi vida".

Para Ricardo eso parecía un barato guión de teleteatro - por cierto los odiaba; él no participaba en su producción. Quedó estupefacto. Se sentía burlado.

Don Antonio, por su parte, además de burlado se sentía - secretamente - orgulloso de su hijo. Sensación confusa por cierto. No le surgía espontáneamente ningún encono contra Ricardito. Pero sí contra Susana. También como en las telenovelas, la mujer era siempre la provocadora.

"Todo queda en familia", fue lo que se le ocurrió pensar a Susana; y tuvo la ¿osadía? ¿desgracia? ¿estupidez? de escribirlo en otro papelito que dejó inadvertidamente sobre el escritorio de Ricardo. Mensaje que, no se sabe cómo, también llegó a manos de don Antonio.

Ni padre ni hijo fueron a los funerales de Susana, tres días más tarde de la cena con los alemanes; cosa que llamó bastante la atención.

"Quedamos muy consternados con la forma en que ocurrió su muerte, tanto que preferimos guardarnos un lindo recuerdo de ella y no verla así", dijo secamente don Antonio, tras sus lentes negros, cuando fue entrevistado por reporteros de un telenoticiero amarillista de uno de sus canales. La policía inició algunas pesquisas para aclarar el espantoso asesinato, pero no logró averiguar mucho. Las varias decenas de cuchillazos parecían obra de algún sicario, quizá actuando por encargo.

La noche siguiente al entierro se vio a padre e hijo cenando en el mismo restaurante del encuentro con los germanos, muy animados, y bebiendo hasta la embriaguez. "Todo queda en familia".



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