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La insignia
2 de julio del 2002


Regreso a Cuba


Graham Greene
Versión abreviada y traducción: Rubén Moheno

Edición en Internet: La insignia.


Ahora sólo hay tres caminos para entrar a la sitiada Cuba, por Praga, Madrid (bastante curioso) y México. Escogí México, que no había visto durante un cuarto de siglo, y estuve satisfecho de mi elección… Porque México es una advertencia para los revolucionarios: representa un cuadro notable de una revolución que fracasó… Es asombrosa la cantidad de ultraricos que puede soportar un país pobre

A esta revolución Estados Unidos nunca le cerró la frontera: nunca congeló sus activos ni descontinuó el comercio. La Dánae de la revolución se suavizó con la lluvia de oro. Igual podría haber sucedido con Cuba fácilmente.

La actitud de México hacia Cuba tiene la ambivalencia de la culpa. Júpiter, quien lanzó la lluvia de oro, debe estar sosegado, pero en la memoria de los vivos hubo algo llamado Revolución Mexicana. ¿No fue celebrada en una película de Einsenstein? Tuvo artistas; el sentimental Rivera, Orozco, el salvaje Siqueiros (pero Siqueiros hoy está en la cárcel; no se dio cuenta a tiempo que la revolución había acabado; ahora no es riesgoso hacer murales, como O'Gorman, del pasado azteca de México).

Para satisfacer al fantasma de la revolución se debe permitir a Cubana de Aviación que mantenga el esqueleto de un servicio desde y hacia México; para satisfacer a Estados Unidos se debe hacer que los pasajeros vayan tan incómodos como sea posible. Se toman fotografías para los archivos policiacos, y presumiblemente para el FBI; incluso se fotografía a los diplomáticos cada vez que llevan una bolsa hacia o desde La Habana. Las visas de tránsito se otorgan a los pasajeros sólo desde La Habana y la demora en el aeropuerto se prolonga más allá de los límites de lo plausible. Yo tuve suerte cuando regresé; pude pasar en sólo dos horas y media (la lista de pasajeros era de sesenta). Las reglas aduaneras mexicanas son muy clementes: "…cincuenta libros…" Pero revisan rigurosamente cada libro que llega de La Habana -incluso mi Pickwick Papers- y la pila de material confiscado en un mostrador alcanzaba una altura de 60 centímetros.

En México uno veía en ación el bloqueo estadunidense. En las calles de La Habana uno veía el resultado. Ningún país socialista que yo haya conocido mostraba tal pobreza de bienes de consumo; en los aparadores las fotografías de las atrocidades de Batista ocupaban el lugar de los bienes. Un bar está lleno, el otro vacío: esto indica la presencia temporal de agua mineral o ginger-ale para ayudar a que baje el ron. En El Floridita, que era uno de los mejores restaurantes del mundo, los daiquiris pueden acabarse cualquier día por falta de limones. En mi diario de 1957 vi que el 11 de noviembre almorcé cangrejo au gratin con trufas blancas, espárragos y pequeños guisantes. Ahora en 1963 comí una sopa de frijol, langosta enlatada y arroz, una botella de cerveza (servida sólo con alimentos y no más de una), café; esta comida me costó $6.80.

De cualquier modo El Floridita está lleno, y por una nueva clase de clientes, que no son ricos ni viejos. Hay mucho dinero para cazar unos cuantos bienes. En La Habana Vieja es casi imposible encontrar un taxi libre, porque si no hay nada más que comprar, un viaje en taxi siempre viene bien. La mejor política es encontrar un taxi que se haya descompuesto y ponerse junto a él. No hay refacciones en los garajes pero lo compondrán de algún modo, a tiempo, y su paciencia se verá recompensada. El chofer toma prestado el cuchillo de un hombre con gorra de jockey que está ocioso en la plaza todo el día. De algún modo consiguió, también, la suela de un zapato viejo. Corta y separa y cubre un hoyo y al momento la refacción está lista. Su regocijo está intacto; es imposible no amar a este país.

Una larga cola que se extiende alrededor de toda una manzana es, como alivio repentino, para pelotas de basket (las colas para alimentos, excepto para el pan, no son muy evidentes: las raciones se escalonan, así que sólo es cuando su propio número aparece en la ventana de la tienda que usted recoge su ración). Claro que hay muchas cosas irritantes; la burocracia es un peligro constante, y para un país que necesita dólares, hacen muy difícil el cambio de cheques de American Express. Debe haber momentos en que los hombres de las montañas vean con nostalgia los simples días de combate previos a los días de las formas. La burocracia, como el campo de batalla de Hemingway, está inundada de papel.

La Habana de la que tengo más recuerdos era La Habana de Batista; de ese tiempo triste sólo sobreviven los grandes hoteles del malecón -la gran avenida frente al Golfo de México- y los respetables night-clubs de buen tono en El Vedado. La Habana era entonces una gran ciudad abierta para el soltero a la deriva. El Mambo, el burdel que recibía a los turistas que llegaban por la ruta del aeropuerto, ahora es un restaurante: el Blue Moon está cerrado: también el discreto establecimiento de un piso superior en el malecón; Superman ya no hace su ritual nocturno; tal vez esté refugiado en Miami. El teatro Shanghai cerró y se desmorona. Ahí, por $1.25 usted podía ver un espectáculo nudista y tres películas azules por noche, y había una librería pornográfica en el foyer para los que estuvieran aún insatisfechos.

Las mesas de ruleta abandonaron los hoteles, también las máquinas traganíqueles; éstas, como los burdeles en los días de Batista, eran controladas por los miembros de Homicidios S A. La muerte de Anastasia en los muelles de Nueva York tuvo eco en La Habana. Porque La Habana no era una colonia de Estados Unidos, sino una colonia de las Vegas, y con la partida de los gángsters partió también la policía. En 1958 ofrecían protección en términos de Chicago; eran omnipresentes, en cada esquina, en cada bar, a la entrada de cada hotel y cada casino. Ahora usted tenía que buscar toda una mañana para encontrar un policía uniformado.

Permítame anotar rápidamente algunos pequeños cambios más que saltan a la vista. Cuando usted sale del Country Club pasa frente a las casas de los millonarios. En los balcones hay ropa secándose; las puertas de los garajes están abiertas y ahí se sientan hornadas de campesinos ante los pizarrones. (En La Habana se educan setenta mil gentes.) En el Country Club el retrato de su fundador, míster Snope, todavía está colgado en un salón lleno de muebles caros y de mal gusto que no se usa. Míster Snope lleva pantalones blancos de montar y una placa expresa cómo dio este parque 'para el bienestar y la felicidad del pueblo' (la subscripción anual 'del pueblo' era de cuatro dígitos). Ahora los niños de la escuela de teatro comen almuerzo gratuito en la terraza, y los de las nuevas escuelas de música, ballet, danza folclórica y de artes plásticas se plantan sobre los suaves, verdes promontorios, que fueron un club de golf. Las escuelas de pintura, escultura y muralismo, diseñadas por el joven arquitecto Ricardo Porro, parecen una aldea africana construida en ladrillo. Cada escuela tiene su techo como un kraal, serpentean pequeñas calles en forma intrincada de una escuela a otra, hay fuentes que brotan en forma inesperada, es diferente cada vista y cada vuelta. Es como una aldea escondida entre colinas y recuerda al visitante que Cuba es tan africana como española, y que los africanos se liberaron al fin; se acabó la segregación.

Porque el problema en Cuba hoy no es un problema de libertad. La enorme multitud que se reunió ante el monumento a Martí para escuchar el discurso de tres horas el 26 de julio no era la regimentada o hipnotizada muchedumbre que acostumbraba ovacionar a Hitler… Ni el discurso era un ejercicio de retórica vacía; en todos los discursos de Castro hay la sensación de un hombre que piensa en voz alta. Él explica el curso de su acción, admite errores, explica las dificultades; uno tiene la sensación de que respeta la inteligencia de sus oyentes, y si repite un punto tres veces es para ponerlo claro para él mismo.

Esta es una voz nueva en el mundo comunista.

Sunday Telegraph

22 de septiembre de 1963



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